Los
monjes llegaron al claustro en tropel y se encontraron a los chicos
atendiendo a su amigo, que continuaba en el mismo lugar del
aterrizaje, aunque ya con su aspecto humano habitual. Fray Luis
señaló el lugar donde había visto descender al Abanto.
—Vino
del cielo como un rayo y se metió bajo tierra, sumergiéndose en las
profundidades del monasterio —decía el fraile, acompañando su
explicación con todo tipo de gestos.
Los
chicos se giraron ante la multitudinaria entrada de los monjes y
asustados levantaron a Matías de un tirón.
—¡Uy!
Matías, casi lo coges —disimuló Tedesio, como siempre hábil con
las palabras. —Si hubiéramos llegado un poco antes lo habrías
cazado.
El
resto de monjes murmuraban entre ellos, aprobando o desacreditando a
su hermano, mientras Fray Gerardo de Peña intentaba poner orden.
—Hermanos,
hermanos. Un poco de calma. Si hablamos todos a la vez no aclararemos
nada. A ver, hermano Luis, cuéntanos despacio lo que viste. Fray
Luis esperó a que los otros frailes se callaran y narró lo
ocurrido.
—Iba
a ver a fray Alonso para mostrarle unas ilustraciones. Cuando rodeaba
el claustro apareció una sombra y al asomarme lo vi descender de los
cielos. Era gigantesco, entre dos hombres no llegarían a tocar las
puntas de sus alas, amarillo como el rayo, bajaba más rápido que un
halcón, con sus peludas y poderosas patas extendidas. Me refugié
bajo los arcos y al no poder cogerme se introdujo bajo tierra,
ocultándose para, cuando yo apareciera, darme caza segura. Aproveché
el momento para alejarme del claustro y dar la alarma.
Las
murmuraciones continuaban, aunque ya eran pocos los que dudaban de lo
que había contado fray Luis. Para corroborar sus afirmaciones, el
fraile se apoyó en los chicos.
—Podéis
creerme. Ellos también lo vieron —dijo, señalándolos con dedo
acusador.
—Sí,
lo vimos, aunque ya estaba en el suelo, o... a lo mejor acaba de
salir de bajo tierra —simuló dudar Tedesio. —Matías se abalanzó
hacia el pájaro para atraparlo, pero éste desapareció y Matías se
dio de morros en el suelo.
—¡Loco!
—le reprendió fray Luis. —Cómo te atreves a enfrentarte a él,
podía haber supuesto tu muerte. Suerte que no era a ti al que
buscaba.
Fray
Gerardo de Peña, ordenó a fray Ramiro que se llevase a los chicos,
mientras él, fray Luis y alguno más buscaban al malvado pájaro.
Así lo hizo el instructor que se internó de nuevo en el monasterio
acompañado de los chicos.
Fray
Ramiro miraba a los chicos con desconfianza. Éstos estaban sentados
en sus bancos de estudio, en silencio y lanzándose miradas
cómplices. Fray Ramiro caminaba con paso lento alrededor de ellos,
provocando un incómodo silencio y esperando que alguno de ellos lo
rompiese para dar algún tipo de explicación. Tedesio se mordía el
labio inferior para obligarse a guardar silencio, pero el más
nervioso de todos era Matías, que no paraba de intentar acomodarse
en su asiento. El fraile carraspeaba y continuaba observando a los
chicos. El incesante movimiento de Matías todavía ponía más
nervioso a todo el mundo. Tedesio no aguantó más y levantó su
herido dedo, en señal de atención a su maestro. Éste lo miró
fijamente y con una indicación de la cabeza le dio permiso para
hablar.
—¿Qué
es un Abanto? —preguntó con voz temblorosa.
El
monje prolongó el incomodo silencio unos momentos más, se dirigió
a su mesa y se dispuso a responder a la pregunta que le había
formulado Tedesio.
—El
abanto es un maligno pájaro que roba el ganado a los campesinos.
Prefiere llevarse las ovejas y las cabras que están en los corrales
que cazar su propio alimento, incluso se dice que, con sus poderosas
alas, es capaz de llevarse volando a algún muchacho despistado —este
último comentario inquietó a los chicos que escuchaban atentamente.
—Solamente los hombres de monte lo han visto pues es muy
escurridizo y se esconde entre los riscos. Acude a los lugares donde
se producen desgracias y hay muertos de por medio, o quizás las
desgracias las trae él consigo. Sea como fuere, si lo veis, corred a
esconderos y dad la voz de alarma.
Tras
la, intencionadamente, exagerada descripción del Abanto, fray Ramiro
les hizo recitar algunos pasajes de la Biblia dedicado a las
criaturas de Dios, evitando así que pudieran pensar en algo que les
distrajera de su cometido en el monasterio.
Cuando
las campanas anunciaron la hora de la cena, el propio fray Ramiro los
acompañó hasta el refrectorio. Coincidieron con algunos monjes que
caminaban nerviosos por los pasillos, pero el encorvado monje
caminaba con la parsimonia acostumbrada en él. Tranquilidad que se
contagiaba a quien se acercaba, creándose un pequeño grupo de gente
que entró disciplinadamente en lugar reservado para la cena.
El
encargado de la lectura desde el púlpito era Fray Esteban, uno de
los traductores. Su indefinido acento y la costumbre de intercalar
palabras de otros idiomas en sus conversaciones hacía muy difícil
adivinar su procedencia. Persona muy leída, además de dominar a la
perfección el Griego y el Latín, como la mayoría de los monjes,
también era capaz de traducir textos de las más variadas
procedencias, desde textos orientales hasta los bruscos textos
nórdicos, pasando por una gran variedad de lenguas paganas ya
extinguidas. En esta ocasión, por recomendación del propio Abad,
estaba leyendo un relato donde se explicaba cómo Dios protegía a
sus hijos de los peligros y acechanzas del maligno.
—...
y el hombre subió al monte, y con los brazos extendidos pidió la
protección de Dios, ante las locura que el maligno estaba
extendiendo por su pueblo. Todo empezó con una riña entre niños
que jugaban en la ladera del río. Sus respectivos padres acusaron al
hijo de su vecino de haber empezado la pelea. Acusaron con tal
violencia, que se enzarzaron a su vez en una discusión, a la que se
fueron uniendo amigos de unos y otros hasta que todo el pueblo
peleaba vecinos contra vecinos. La sangre llegó al río y éste se
tiñó inmediatamente de color carmesí. El hombre le contaba a Dios
como vio bajar el agua del río, roja como una herida en la propia
tierra y, adivinando la siniestra mano del demonio, fue raudo a pedir
la protección divina.
Fray
Esteban hizo una pausa para aclararse la garganta. Bebió un trago de
agua y prosiguió. El resto de asistentes continuaban cenando.
—Dios
se le apareció en lo alto del monte y le dijo que no se preocupase,
que la gente de corazón puro estaba bajo su protección y éstos no
sufrirían ningún daño, pero aquellos que se dejaron tentar por el
maligno sufrirían justo castigo. En ese mismo instante se formaron
en el cielo nubes de tormenta que descargaron una granizada tal que
acabó con la vida de los enloquecidos combatientes, aunque tal y
como le había dicho Dios, solamente los que se dejaron tentar por el
maligno fueron abatidos y el resto fueron cubiertos por una
protectora aura luminosa, que los protegió de la divina granizada
sufriendo heridas en proporción a su grado de tentación. Nunca más
el demonio pudo instigar a los habitantes del pueblo que agradecieron
a Dios su divina intervención santificando el monte.
Acabada
la cena y antes que cada uno se marchara a sus celdas, fray Gerardo
de Peña subió al púlpito para tranquilizar a los presentes por los
últimos acontecimientos. Llamó la atención de los allí
congregados.
—Hermanos,
últimamente hemos asistido a hechos desgraciados. Hechos que nos han
puesto nerviosos y han alimentado la imaginación de algunos. Las
muertes de los dos últimos muchachos han sido lamentables
accidentes. Uno cayó de lo alto del campanario y el otro fue atacado
por lobos en el monte. Por otro lado, por mucho que hemos buscado no
hemos encontrado rastro del Abanto, con lo cual, si alguna vez
estuvo aquí, ya se ha marchado. Ruego que cada cual se dedique a sus
tareas y dejémonos de especulaciones, dimes y diretes.
Y,
alzando los brazos en señal de oración concluyó.
—Recemos
a Dios y los Santos Apostóles para que velen nuestro descanso y
podamos recuperar fuerzas para continuar mañana con nuestra labor.
Los
asistentes rezaron una oración de gracias y se marcharon a sus
respectivas celdas.
El
monasterio se sumió en un profundo silencio. Los chicos, en su
celda, hablaban en susurros. Tedesio, Gonzalo y Diego interrogaban a
Matías sobre su transformación.
—¿Cómo
se te ocurre transformarte en un demonio?
—No
es un demonio. Tiene muchos nombres, pero a mí me gusta el de
"Quebrantahuesos". Es un pájaro de las montañas. Los he
visto cuando he ido a pasear por el monte. Supongo que los campesinos
les, tienen miedo porque comen animales muertos.
—¿Como
los buitres? —preguntó Tedesio.
—Sí,
pero a diferencia de éstos, los quebrantahuesos no destripan a los
animales muertos, esperan a que otros lo hayan destripado y entonces
se comen sus huesos.
—Eso
te lo estás inventando —intervino Gonzalo— no pueden comer
huesos porque no tienen mandíbulas como los perros.
—Por
eso los llaman quebrantahuesos, hacen una cosa fascinante. Cogen los
huesos y los lanzan desde el aire a las rocas del suelo. Así
consiguen romperlos y pueden comérselos.
El
silencio volvió a la celda de los muchachos y la impenetrable
oscuridad ayudó a que Matías lo interpretara como dudas.
—Os
repito que no es un demonio. Además una vez recitado el hechizo no
se puede elegir en qué te transformas.
—Ahora
sí creo a Matías —dijo Gonzalo. —No se puede elegir la
transformación y mañana os lo demostraré. Vamos a dormir antes que
aparezca alguien y tengamos problemas.
A
pesar del consejo de Gonzalo, a todos les costó quedarse durmiendo.
La
campana que anunciaba la proximidad del "oficio de laudes"
fue precedida, como siempre, por el madrugador gallo del monasterio.
Esto lo pudieron averiguar los chicos pues la noche había sido
especialmente inquieta. Los ya habituales sueños se habían vuelto
más instigadores que nunca y eso les hacía despertarse muy a
menudo. Instigadores sí, pero no sabían hacia qué. Antes de salir
de su celda, quedaron en verse en el establo en cuanto les fuera
posible.
Aquella
mañana no hubieron enseñanzas. Fray Gerardo de Peña, Abad del
monasterio, iba a estar reunido toda la mañana con el Padre
Palomeque de Povedilla, fray Ramiro, fray Alonso y con fray Ramón.
Excepto
Gonzalo que, como hijo de noble, estaba exento de quehaceres y
tareas, los muchachos tenían trabajos que realizar en el monasterio,
para compensar el estipendio que no podían abonar sus respectivas
familias por sus estudios. Sobre todo Matías que, huérfano como
era, lo mantenían los monjes por caridad. Diego habitualmente lo
ayudaba con las tareas y así poder tener tiempo para juegos y
correrías.
Ese
día no fue distinto y Matías, ayudado por Diego, se apresuraba en
terminar sus tareas. Una vez acabadas, se dirigieron al establo,
donde habían quedado en reunirse los cuatro amigos. El portón de
entrada estaba entreabierto y en su interior reinaba una inusual
calma. Los dos chicos interrumpieron su conversación, al notar un
pesado silencio que hacía retumbar sus palabras. Solamente el ruido
producido por los animales al moverse nerviosos alteraba el ambiente.
Los acontecimientos de los últimos días, ayudaron a poner en alerta
a los muchachos y Diego cogió instintivamente un largo bastón que
empuñó a modo de arma.
—¿Gonzalo?
¿Tedesio? ¿Estáis ahí? —preguntó Matías en voz alta, que el
silencio ayudó a dispersar por todo el establo.
El
nublado día de invierno hacía los oscuros rincones más lúgubres
de lo habitual. Esperaba tranquilizar su temor con las voces de sus
amigos pero, en vez de esto, su llamada provocó el movimiento de
algo entre los montones de paja del fondo del establo y eso no lo
tranquilizó en absoluto. Diego por dentro era un manojo de nervios
pero para evitar que lo dominasen, asió el bastón como si fuera un
mandoble y avanzó con cautela hacia el fondo del establo. Un
atemorizado Matías se quedó retrasado buscando algo con que
defenderse.
—Cúbreme
la retaguardia —ordenó Diego, viendo que Matías no estaba a su
lado.
Las
palabras provocaron otro movimiento entre las sombras. Ahí delante
había algo grande y pesado, pero permanecía oculto, acechando a los
chicos. Diego continuó acercándose despacio y alerta. Intentaba
hacer el menor ruido posible, pues aquello que hubiera ahí
reaccionaba cuando oía algún ruido. Ya había avanzado más de la
mitad de la nave del establo, cuando pisó un pequeño montón de
heno que crujió bajo su pie e inmediatamente se produjo otro
movimiento en el fondo del establo. Esta vez sí pudo ver algo, era
grande y muy peludo, se movía con celeridad aunque bruscamente y
levantaba nubes de polvo y paja a su paso.
—Ahí
está, ahí está. Cuidado —gritó Matías desde su posición
retrasada.
—Lo
he visto. Tranquilo que lo tengo localizado. Si no vas a entrar al
cuerpo a cuerpo, aprovisiónate de proyectiles para apoyarme en el
combate, que parece un animal peligroso.
Así
lo hizo Matías, que se dirigió al lugar donde se amontonaban
piedras que se utilizaban en las más diversas tareas. Diego continuó
avanzando, blandiendo el bastón y poniéndose en guardia ante un
posible ataque.
Cuando
Matías se hubo alejado, un fardo de paja surgió volando hacia
Diego, pero su prevención le permitió esquivarlo sin dificultad,
cayendo a su lado y levantando una densa nube de polvo que ocultó el
verdadero ataque. Un gran oso se abalanzó sobre él aprovechando la
polvareda para sorprender al chico, que a penas pudo cubrirse y fue
derribado. El oso se alzó sobre sus patas traseras y rugió
intimidatorio ante él, que no perdió el tiempo y rodó hacia un
lado apartándose, pero el animal previno la acción y le cortó el
paso, obligando a Diego a permanecer en el suelo. La ayuda llegó en
forma de certera pedrada que hizo al oso desviar su atención hacia
el alejado Matías, y volver a apoyarse sobre sus patas traseras para
aumentar su imponente tamaño.
Diego
se levantó del suelo, con suavidad, alerta ante cualquier movimiento
del oso que, plantado ante él, rugía amenazador. Sus grandes fauces
mostraban los terribles colmillos. Pero lo que más temía el chico
eran las poderosas garras, capaces de destripar a cualquiera de un
solo zarpazo. Se aferró a su improvisada arma y buscó en su mente
alguna táctica que le permitiera enfrentarse a semejante bestia. Si
por lo menos tuviera una espada de verdad. Por lo menos tenía el
apoyo de su amigo, pero dudaba que eso fuera suficiente ante el gran
oso. Se produjo un "compás de espera". Los combatientes se
observaban, pero ninguno se atrevía a hacer el siguiente movimiento.
El
oso atacó con una de sus garras, pero Diego, alerta, uso su arma
para fintar y salir indemne del ataque. El chico contraatacó
golpeando al oso en el costado. Otra certera piedra también lo
golpeó, arrancando un gruñido de dolor.
El
animal parecía muy enfurecido y Diego no las tenía todas consigo.
Una cosa era enfrentarse a un hombre y otra muy distinta combatir con
un enorme animal furioso. Además este oso actuaba de forma distinta,
claro que él no entendía de osos, con lo cual poco sabía de lo que
era normal y lo que no, máxime si nunca había visto combatir a
ninguno.
Se
le ocurrió engañar a la bestia con un amago de ataque, ayudándose
de los ataques a distancia de su compañero.
—Matías,
ataca tú, y yo aprovecharé para golpearle en las patas a ver si
podemos dañarlo, porque la cabeza parece muy dura para este bastón.
—De
acuerdo. Allá voy.
Matías
apuntó a las piernas del oso y su puntería no falló. La piedra
impactó certeramente en una pata y Diego atacó en el mismo instante
a la pierna, pero el oso continuaba previniendo los movimientos de
Diego y de un zarpazo hizo pedazos el arma, arrancándola además de
sus manos.
Ahora
se encontraba a merced del animal. Si aquella bestia era demoníaca,
solamente un milagro lo salvaría, pues las piedras de Matías no
parecían hacer mella en ella.
Y,
milagro o no, el caso es que apareció un cuarto combatiente.
Caminando con paso lento pero decidido, avanzaba Tedesio, con una
larga vara, haciéndola girar sobre su cabeza con las dos manos.
—He
estado observando el combate y creo que sé como vencer a tan feroz
bestia.
El
oso lo miró con curiosidad y volvió a rugir. Un rugido que retumbó
por todo el establo. Pero Tedesio no parecía intimidado y mucho
menos temeroso.
—Diego,
apártate y déjame a mí.
El
chico caído, no daba crédito a lo que estaba sucediendo, pero no
discutió y rápidamente giró sobre sí mismo para alejarse del
animal, al tiempo que Tedesio se interponía entre él y el oso.
Para
mayor sorpresa, Tedesio se dirigió al oso, como si este lo
comprendiera.
—Si
te mueves te daré con esta vara entre los ojos o donde más te
duele, en tu oronda panza.
Diego,
ignorando las bravuconadas de su amigo, se dirigió rápidamente a un
montón de heno y cogió un tridente. Eso era un arma más decente.
El
oso miró a sus tres contrincantes y con lentitud se volvió a
colocar en su posición natural a cuatro patas. Estando en esa
posición su cuerpo comenzó a cambiar, reduciéndosele el hocico,
desapareciendo el pelaje y sustituyendo la formidable masa muscular
del oso por las obesas carnes de su amigo Gonzalo.
Matías
y Diego se quedaron estupefactos y, cuando se aseguraron que aquel
era su amigo le indicaron a Tedesio que bajara la vara. Este,
sorprendido, se resistió en un primer momento pero pronto lo hizo,
dejando de amenazar a su amigo.
—Me
imaginé que eras tú. Os he visto combatir varias veces y observé
como neutralizabas las maniobras de Diego, con lo cual supuse que, al
ser tú quien mejor conoce a Diego en combate, y después de la
demostración de Matías, no podía ser de otra manera —explicó
Tedesio.
Gonzalo
se sentó en un cajón próximo para recuperar el aliento que había
perdido con la transformación. Matías le acercó un odre con agua
que Gonzalo aceptó gustoso.
—Siento
las pedradas —se disculpó Matías.
—Estoy
impresionado —dijo Diego.
Los
tres amigos se sentaron alrededor de Gonzalo, esperando que este
pudiera explicarse.
—Os
dije que Matías tenía razón —dijo Gonzalo cuando recuperó su
respiración normal—. No puede elegirse el animal. Esta es la
demostración. Yo también he dominado la transformación y a mí me
transforma en oso, como en mi sueño.
Tedesio
tomó la palabra.
—Bajemos
al pozo. Ahí tienen que estar las repuestas. Aprovecharemos que los
hermanos frailes están reunidos para bajar sin temor a ser vistos.
Los
cuatro muchachos estuvieron conformes en explorar el pozo. Diego
advirtió que tenían que estar preparados para cualquier cosa, tanto
mental como materialmente.
—Hay
que ir equipados. Armas, ropa, mantas, iluminación.
—Una
cuerda puede sernos muy útil —apuntó Matías, entusiasmado.
—Y
comida, mucha comida —dijo el siempre hambriento Gonzalo.
Bien,
coged lo necesario y nos vemos en el claustro. Daros prisa, y
procurad no ser vistos.
Sigue en: 10 - Descenso a la oscuridad
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Un
relato de magia
ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973
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