sábado, 10 de noviembre de 2018

Un relato de magia ancestral - 9 - El Abanto y otras bestias

Los monjes llegaron al claustro en tropel y se encontraron a los chicos atendiendo a su amigo, que continuaba en el mismo lugar del aterrizaje, aunque ya con su aspecto humano habitual. Fray Luis señaló el lugar donde había visto descender al Abanto.
Vino del cielo como un rayo y se metió bajo tierra, sumergiéndose en las profundidades del monasterio —decía el fraile, acompañando su explicación con todo tipo de gestos.
Los chicos se giraron ante la multitudinaria entrada de los monjes y asustados levantaron a Matías de un tirón.
¡Uy! Matías, casi lo coges —disimuló Tedesio, como siempre hábil con las palabras. —Si hubiéramos llegado un poco antes lo habrías cazado.
El resto de monjes murmuraban entre ellos, aprobando o desacreditando a su hermano, mientras Fray Gerardo de Peña intentaba poner orden.
Hermanos, hermanos. Un poco de calma. Si hablamos todos a la vez no aclararemos nada. A ver, hermano Luis, cuéntanos despacio lo que viste. Fray Luis esperó a que los otros frailes se callaran y narró lo ocurrido.
Iba a ver a fray Alonso para mostrarle unas ilustraciones. Cuando rodeaba el claustro apareció una sombra y al asomarme lo vi descender de los cielos. Era gigantesco, entre dos hombres no llegarían a tocar las puntas de sus alas, amarillo como el rayo, bajaba más rápido que un halcón, con sus peludas y poderosas patas extendidas. Me refugié bajo los arcos y al no poder cogerme se introdujo bajo tierra, ocultándose para, cuando yo apareciera, darme caza segura. Aproveché el momento para alejarme del claustro y dar la alarma.
Las murmuraciones continuaban, aunque ya eran pocos los que dudaban de lo que había contado fray Luis. Para corroborar sus afirmaciones, el fraile se apoyó en los chicos.
Podéis creerme. Ellos también lo vieron —dijo, señalándolos con dedo acusador.
Sí, lo vimos, aunque ya estaba en el suelo, o... a lo mejor acaba de salir de bajo tierra —simuló dudar Tedesio. —Matías se abalanzó hacia el pájaro para atraparlo, pero éste desapareció y Matías se dio de morros en el suelo.
¡Loco! —le reprendió fray Luis. —Cómo te atreves a enfrentarte a él, podía haber supuesto tu muerte. Suerte que no era a ti al que buscaba.
Fray Gerardo de Peña, ordenó a fray Ramiro que se llevase a los chicos, mientras él, fray Luis y alguno más buscaban al malvado pájaro. Así lo hizo el instructor que se internó de nuevo en el monasterio acompañado de los chicos.

Fray Ramiro miraba a los chicos con desconfianza. Éstos estaban sentados en sus bancos de estudio, en silencio y lanzándose miradas cómplices. Fray Ramiro caminaba con paso lento alrededor de ellos, provocando un incómodo silencio y esperando que alguno de ellos lo rompiese para dar algún tipo de explicación. Tedesio se mordía el labio inferior para obligarse a guardar silencio, pero el más nervioso de todos era Matías, que no paraba de intentar acomodarse en su asiento. El fraile carraspeaba y continuaba observando a los chicos. El incesante movimiento de Matías todavía ponía más nervioso a todo el mundo. Tedesio no aguantó más y levantó su herido dedo, en señal de atención a su maestro. Éste lo miró fijamente y con una indicación de la cabeza le dio permiso para hablar.
¿Qué es un Abanto? —preguntó con voz temblorosa.
El monje prolongó el incomodo silencio unos momentos más, se dirigió a su mesa y se dispuso a responder a la pregunta que le había formulado Tedesio.
El abanto es un maligno pájaro que roba el ganado a los campesinos. Prefiere llevarse las ovejas y las cabras que están en los corrales que cazar su propio alimento, incluso se dice que, con sus poderosas alas, es capaz de llevarse volando a algún muchacho despistado —este último comentario inquietó a los chicos que escuchaban atentamente. —Solamente los hombres de monte lo han visto pues es muy escurridizo y se esconde entre los riscos. Acude a los lugares donde se producen desgracias y hay muertos de por medio, o quizás las desgracias las trae él consigo. Sea como fuere, si lo veis, corred a esconderos y dad la voz de alarma.
Tras la, intencionadamente, exagerada descripción del Abanto, fray Ramiro les hizo recitar algunos pasajes de la Biblia dedicado a las criaturas de Dios, evitando así que pudieran pensar en algo que les distrajera de su cometido en el monasterio.
Cuando las campanas anunciaron la hora de la cena, el propio fray Ramiro los acompañó hasta el refrectorio. Coincidieron con algunos monjes que caminaban nerviosos por los pasillos, pero el encorvado monje caminaba con la parsimonia acostumbrada en él. Tranquilidad que se contagiaba a quien se acercaba, creándose un pequeño grupo de gente que entró disciplinadamente en lugar reservado para la cena.

El encargado de la lectura desde el púlpito era Fray Esteban, uno de los traductores. Su indefinido acento y la costumbre de intercalar palabras de otros idiomas en sus conversaciones hacía muy difícil adivinar su procedencia. Persona muy leída, además de dominar a la perfección el Griego y el Latín, como la mayoría de los monjes, también era capaz de traducir textos de las más variadas procedencias, desde textos orientales hasta los bruscos textos nórdicos, pasando por una gran variedad de lenguas paganas ya extinguidas. En esta ocasión, por recomendación del propio Abad, estaba leyendo un relato donde se explicaba cómo Dios protegía a sus hijos de los peligros y acechanzas del maligno.
... y el hombre subió al monte, y con los brazos extendidos pidió la protección de Dios, ante las locura que el maligno estaba extendiendo por su pueblo. Todo empezó con una riña entre niños que jugaban en la ladera del río. Sus respectivos padres acusaron al hijo de su vecino de haber empezado la pelea. Acusaron con tal violencia, que se enzarzaron a su vez en una discusión, a la que se fueron uniendo amigos de unos y otros hasta que todo el pueblo peleaba vecinos contra vecinos. La sangre llegó al río y éste se tiñó inmediatamente de color carmesí. El hombre le contaba a Dios como vio bajar el agua del río, roja como una herida en la propia tierra y, adivinando la siniestra mano del demonio, fue raudo a pedir la protección divina.
Fray Esteban hizo una pausa para aclararse la garganta. Bebió un trago de agua y prosiguió. El resto de asistentes continuaban cenando.
Dios se le apareció en lo alto del monte y le dijo que no se preocupase, que la gente de corazón puro estaba bajo su protección y éstos no sufrirían ningún daño, pero aquellos que se dejaron tentar por el maligno sufrirían justo castigo. En ese mismo instante se formaron en el cielo nubes de tormenta que descargaron una granizada tal que acabó con la vida de los enloquecidos combatientes, aunque tal y como le había dicho Dios, solamente los que se dejaron tentar por el maligno fueron abatidos y el resto fueron cubiertos por una protectora aura luminosa, que los protegió de la divina granizada sufriendo heridas en proporción a su grado de tentación. Nunca más el demonio pudo instigar a los habitantes del pueblo que agradecieron a Dios su divina intervención santificando el monte.
Acabada la cena y antes que cada uno se marchara a sus celdas, fray Gerardo de Peña subió al púlpito para tranquilizar a los presentes por los últimos acontecimientos. Llamó la atención de los allí congregados.
Hermanos, últimamente hemos asistido a hechos desgraciados. Hechos que nos han puesto nerviosos y han alimentado la imaginación de algunos. Las muertes de los dos últimos muchachos han sido lamentables accidentes. Uno cayó de lo alto del campanario y el otro fue atacado por lobos en el monte. Por otro lado, por mucho que hemos buscado no hemos encontrado rastro del Abanto, con lo cual, si alguna vez estuvo aquí, ya se ha marchado. Ruego que cada cual se dedique a sus tareas y dejémonos de especulaciones, dimes y diretes.
Y, alzando los brazos en señal de oración concluyó.
Recemos a Dios y los Santos Apostóles para que velen nuestro descanso y podamos recuperar fuerzas para continuar mañana con nuestra labor.
Los asistentes rezaron una oración de gracias y se marcharon a sus respectivas celdas.

El monasterio se sumió en un profundo silencio. Los chicos, en su celda, hablaban en susurros. Tedesio, Gonzalo y Diego interrogaban a Matías sobre su transformación.
¿Cómo se te ocurre transformarte en un demonio?
No es un demonio. Tiene muchos nombres, pero a mí me gusta el de "Quebrantahuesos". Es un pájaro de las montañas. Los he visto cuando he ido a pasear por el monte. Supongo que los campesinos les, tienen miedo porque comen animales muertos.
¿Como los buitres? —preguntó Tedesio.
Sí, pero a diferencia de éstos, los quebrantahuesos no destripan a los animales muertos, esperan a que otros lo hayan destripado y entonces se comen sus huesos.
Eso te lo estás inventando —intervino Gonzalo— no pueden comer huesos porque no tienen mandíbulas como los perros.
Por eso los llaman quebrantahuesos, hacen una cosa fascinante. Cogen los huesos y los lanzan desde el aire a las rocas del suelo. Así consiguen romperlos y pueden comérselos.
El silencio volvió a la celda de los muchachos y la impenetrable oscuridad ayudó a que Matías lo interpretara como dudas.
Os repito que no es un demonio. Además una vez recitado el hechizo no se puede elegir en qué te transformas.
Ahora sí creo a Matías —dijo Gonzalo. —No se puede elegir la transformación y mañana os lo demostraré. Vamos a dormir antes que aparezca alguien y tengamos problemas.
A pesar del consejo de Gonzalo, a todos les costó quedarse durmiendo.
La campana que anunciaba la proximidad del "oficio de laudes" fue precedida, como siempre, por el madrugador gallo del monasterio. Esto lo pudieron averiguar los chicos pues la noche había sido especialmente inquieta. Los ya habituales sueños se habían vuelto más instigadores que nunca y eso les hacía despertarse muy a menudo. Instigadores sí, pero no sabían hacia qué. Antes de salir de su celda, quedaron en verse en el establo en cuanto les fuera posible.
Aquella mañana no hubieron enseñanzas. Fray Gerardo de Peña, Abad del monasterio, iba a estar reunido toda la mañana con el Padre Palomeque de Povedilla, fray Ramiro, fray Alonso y con fray Ramón.
Excepto Gonzalo que, como hijo de noble, estaba exento de quehaceres y tareas, los muchachos tenían trabajos que realizar en el monasterio, para compensar el estipendio que no podían abonar sus respectivas familias por sus estudios. Sobre todo Matías que, huérfano como era, lo mantenían los monjes por caridad. Diego habitualmente lo ayudaba con las tareas y así poder tener tiempo para juegos y correrías.
Ese día no fue distinto y Matías, ayudado por Diego, se apresuraba en terminar sus tareas. Una vez acabadas, se dirigieron al establo, donde habían quedado en reunirse los cuatro amigos. El portón de entrada estaba entreabierto y en su interior reinaba una inusual calma. Los dos chicos interrumpieron su conversación, al notar un pesado silencio que hacía retumbar sus palabras. Solamente el ruido producido por los animales al moverse nerviosos alteraba el ambiente. Los acontecimientos de los últimos días, ayudaron a poner en alerta a los muchachos y Diego cogió instintivamente un largo bastón que empuñó a modo de arma.
¿Gonzalo? ¿Tedesio? ¿Estáis ahí? —preguntó Matías en voz alta, que el silencio ayudó a dispersar por todo el establo.
El nublado día de invierno hacía los oscuros rincones más lúgubres de lo habitual. Esperaba tranquilizar su temor con las voces de sus amigos pero, en vez de esto, su llamada provocó el movimiento de algo entre los montones de paja del fondo del establo y eso no lo tranquilizó en absoluto. Diego por dentro era un manojo de nervios pero para evitar que lo dominasen, asió el bastón como si fuera un mandoble y avanzó con cautela hacia el fondo del establo. Un atemorizado Matías se quedó retrasado buscando algo con que defenderse.
Cúbreme la retaguardia —ordenó Diego, viendo que Matías no estaba a su lado.
Las palabras provocaron otro movimiento entre las sombras. Ahí delante había algo grande y pesado, pero permanecía oculto, acechando a los chicos. Diego continuó acercándose despacio y alerta. Intentaba hacer el menor ruido posible, pues aquello que hubiera ahí reaccionaba cuando oía algún ruido. Ya había avanzado más de la mitad de la nave del establo, cuando pisó un pequeño montón de heno que crujió bajo su pie e inmediatamente se produjo otro movimiento en el fondo del establo. Esta vez sí pudo ver algo, era grande y muy peludo, se movía con celeridad aunque bruscamente y levantaba nubes de polvo y paja a su paso.
Ahí está, ahí está. Cuidado —gritó Matías desde su posición retrasada.
Lo he visto. Tranquilo que lo tengo localizado. Si no vas a entrar al cuerpo a cuerpo, aprovisiónate de proyectiles para apoyarme en el combate, que parece un animal peligroso.
Así lo hizo Matías, que se dirigió al lugar donde se amontonaban piedras que se utilizaban en las más diversas tareas. Diego continuó avanzando, blandiendo el bastón y poniéndose en guardia ante un posible ataque.
Cuando Matías se hubo alejado, un fardo de paja surgió volando hacia Diego, pero su prevención le permitió esquivarlo sin dificultad, cayendo a su lado y levantando una densa nube de polvo que ocultó el verdadero ataque. Un gran oso se abalanzó sobre él aprovechando la polvareda para sorprender al chico, que a penas pudo cubrirse y fue derribado. El oso se alzó sobre sus patas traseras y rugió intimidatorio ante él, que no perdió el tiempo y rodó hacia un lado apartándose, pero el animal previno la acción y le cortó el paso, obligando a Diego a permanecer en el suelo. La ayuda llegó en forma de certera pedrada que hizo al oso desviar su atención hacia el alejado Matías, y volver a apoyarse sobre sus patas traseras para aumentar su imponente tamaño.
Diego se levantó del suelo, con suavidad, alerta ante cualquier movimiento del oso que, plantado ante él, rugía amenazador. Sus grandes fauces mostraban los terribles colmillos. Pero lo que más temía el chico eran las poderosas garras, capaces de destripar a cualquiera de un solo zarpazo. Se aferró a su improvisada arma y buscó en su mente alguna táctica que le permitiera enfrentarse a semejante bestia. Si por lo menos tuviera una espada de verdad. Por lo menos tenía el apoyo de su amigo, pero dudaba que eso fuera suficiente ante el gran oso. Se produjo un "compás de espera". Los combatientes se observaban, pero ninguno se atrevía a hacer el siguiente movimiento.
El oso atacó con una de sus garras, pero Diego, alerta, uso su arma para fintar y salir indemne del ataque. El chico contraatacó golpeando al oso en el costado. Otra certera piedra también lo golpeó, arrancando un gruñido de dolor.
El animal parecía muy enfurecido y Diego no las tenía todas consigo. Una cosa era enfrentarse a un hombre y otra muy distinta combatir con un enorme animal furioso. Además este oso actuaba de forma distinta, claro que él no entendía de osos, con lo cual poco sabía de lo que era normal y lo que no, máxime si nunca había visto combatir a ninguno.
Se le ocurrió engañar a la bestia con un amago de ataque, ayudándose de los ataques a distancia de su compañero.
Matías, ataca tú, y yo aprovecharé para golpearle en las patas a ver si podemos dañarlo, porque la cabeza parece muy dura para este bastón.
De acuerdo. Allá voy.
Matías apuntó a las piernas del oso y su puntería no falló. La piedra impactó certeramente en una pata y Diego atacó en el mismo instante a la pierna, pero el oso continuaba previniendo los movimientos de Diego y de un zarpazo hizo pedazos el arma, arrancándola además de sus manos.
Ahora se encontraba a merced del animal. Si aquella bestia era demoníaca, solamente un milagro lo salvaría, pues las piedras de Matías no parecían hacer mella en ella.
Y, milagro o no, el caso es que apareció un cuarto combatiente. Caminando con paso lento pero decidido, avanzaba Tedesio, con una larga vara, haciéndola girar sobre su cabeza con las dos manos.
He estado observando el combate y creo que sé como vencer a tan feroz bestia.
El oso lo miró con curiosidad y volvió a rugir. Un rugido que retumbó por todo el establo. Pero Tedesio no parecía intimidado y mucho menos temeroso.
Diego, apártate y déjame a mí.
El chico caído, no daba crédito a lo que estaba sucediendo, pero no discutió y rápidamente giró sobre sí mismo para alejarse del animal, al tiempo que Tedesio se interponía entre él y el oso.
Para mayor sorpresa, Tedesio se dirigió al oso, como si este lo comprendiera.
Si te mueves te daré con esta vara entre los ojos o donde más te duele, en tu oronda panza.
Diego, ignorando las bravuconadas de su amigo, se dirigió rápidamente a un montón de heno y cogió un tridente. Eso era un arma más decente.
El oso miró a sus tres contrincantes y con lentitud se volvió a colocar en su posición natural a cuatro patas. Estando en esa posición su cuerpo comenzó a cambiar, reduciéndosele el hocico, desapareciendo el pelaje y sustituyendo la formidable masa muscular del oso por las obesas carnes de su amigo Gonzalo.
Matías y Diego se quedaron estupefactos y, cuando se aseguraron que aquel era su amigo le indicaron a Tedesio que bajara la vara. Este, sorprendido, se resistió en un primer momento pero pronto lo hizo, dejando de amenazar a su amigo.
Me imaginé que eras tú. Os he visto combatir varias veces y observé como neutralizabas las maniobras de Diego, con lo cual supuse que, al ser tú quien mejor conoce a Diego en combate, y después de la demostración de Matías, no podía ser de otra manera —explicó Tedesio.
Gonzalo se sentó en un cajón próximo para recuperar el aliento que había perdido con la transformación. Matías le acercó un odre con agua que Gonzalo aceptó gustoso.
Siento las pedradas —se disculpó Matías.
Estoy impresionado —dijo Diego.
Los tres amigos se sentaron alrededor de Gonzalo, esperando que este pudiera explicarse.
Os dije que Matías tenía razón —dijo Gonzalo cuando recuperó su respiración normal—. No puede elegirse el animal. Esta es la demostración. Yo también he dominado la transformación y a mí me transforma en oso, como en mi sueño.
Tedesio tomó la palabra.
Bajemos al pozo. Ahí tienen que estar las repuestas. Aprovecharemos que los hermanos frailes están reunidos para bajar sin temor a ser vistos.
Los cuatro muchachos estuvieron conformes en explorar el pozo. Diego advirtió que tenían que estar preparados para cualquier cosa, tanto mental como materialmente.
Hay que ir equipados. Armas, ropa, mantas, iluminación.
Una cuerda puede sernos muy útil —apuntó Matías, entusiasmado.
Y comida, mucha comida —dijo el siempre hambriento Gonzalo.
Bien, coged lo necesario y nos vemos en el claustro. Daros prisa, y procurad no ser vistos.

Sigue en: 10 - Descenso a la oscuridad

Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973

No hay comentarios: