martes, 19 de enero de 2010

El bastardo

I
Dice el refrán que no se puede pedir peras al olmo y, por el mismo motivo, no se puede pedir, al que no siente la heroicidad, que actúe como tal.
Aquel pensamiento recorría su mente, carente de otras ideas que justificaran lo ocurrido. Sus pasos lo llevaban, en un errático caminar, de un lado a otro del amplio dormitorio. Cuando llegaba a la pared opuesta golpeaba con el puño antes de volver sobre sus pasos y era entonces, cuando se daba de bruces con el horror que había cometido.
No llegaba a entender cómo había llegado a aquella situación. Su vida siempre había sido tranquila. Alejado de todo tipo de problemas, se había acomodado a la vida cortesana y eso que su padre solamente era el señor de la mitad del lago, pero su vida transcurría como si fuera la mismísima corte. Ahora algo lo había endemoniado precipitando los sucesos en una serie de actos que, de otra manera, él nunca hubiera cometido.
Detuvo su ir y venir por la habitación justo antes de esquivar uno de los cuerpos, que yacía tendido en el suelo, cubierto de sangre que lo envolvía como una capa. Nunca imaginó que un hombre pudiera tener tanta sangre. Inmediatamente le vino a la mente la imagen, todavía fresca, de una sonrisa siniestra.
Aquella misma tarde cuando el sol se ocultaba ya en el horizonte y las sombras se alargaban desproporcionadas, cubriendo de irrealidad todo aquello que tocaban, había visto, junto al lago, a un niño jugando en la orilla. Por supuesto no conocía al chico, pues nunca se había preocupado en conocer a los habitantes del lugar. Supuso que era el hijo de un campesino y se dirigió allí con la intención de expulsarlo, pues el lugar era de uso y disfrute de los señores. A pesar de ser bastardo, él era el hijo de don Blas de la Torre, señor de aquellas tierras y de la mitad del lago.
Sí, era bastardo pues su madre no era la esposa de su padre, su madre era doña Urraca de la Encina, señora de don Enrique del Molino enemigo de su padre y dueño de la otra mitad del lago. Él, al igual que la mayoría de cortesanos, no entendía cómo podía ser el hijo, nada menos, que de la señora del enemigo, pero así lo pregonaba su padre, el señor.
Según parecía, antes no eran enemigos. El rey los había colocado a ambos lados del lago para que cada uno protegiera una ladera. En el centro se había construido una torre que había servido para los más variados propósitos: torre vigía, base de pesca y se decía que hasta prisión. La verdad es que nadie lo sabía con certeza, pues nadie había regresado para contarlo.

II
Al darse cuenta que su mente se alejaba de su pensamiento principal, volvió a centrarse en el niño de la playa. Aquel niño que jugaba a mezclar ingredientes en un cuenco, hasta conseguir una humeante poción. Desde lejos no podía ver los detalles y se acercó con una cautela que delataba su propia inseguridad. Tardó más de lo necesario al asaltarlo las dudas a cada paso. Buscó muchas explicaciones y la única que le satisfizo fue que aquel niño parecía estar esperándolo, era lo único que explicaba su presencia allí cuando ya había caído la tarde.
Al llegar junto al chico le preguntó qué hacía allí. La única respuesta fue una mirada penetrante que le erizó el vello al notar que hacía juego con una sonrisa siniestra. Asustado, reculó unos pasos y buscó algo que le permitiera defenderse de un simple niño jugando en la playa. Armado con un palo de considerables proporciones, volvió con la intención de expulsarlo de allí y la única respuesta que obtuvo fue el cuenco que intentaba compartir con él. Ahora podía observar con detenimiento el recipiente y comprobar con horror que era una calavera humana rezumando sangre que goteaba sobre su sombra; aquella sombra alargada que revelaba la auténtica forma del niño demoníaco con sus garras, pezuñas y hasta pequeños cuernos. Sabía, por las historias de taberna, que algunos demonios salían de sus escondrijos cuando los rayos del sol no podían ya dañarlos, adoptando la apariencia de niños.
No dudó, ni siquiera se lo pensó, al golpear al pequeño con el palo. Dejándose llevar por el miedo, que era dueño absoluto de sus actos, continuó hasta que destrozó el garrote y, por supuesto, a su víctima.
La imagen del pequeño cuerpo sin vida se fue disipando en su mente, siendo sustituida por la visión actual de tres cuerpos diseminados por la estancia. Reconocía los cadáveres pero intentaba engañarse, sin éxito eso sí, al repetirse que no podía ser lo que parecía. Pero las brumas se iban despejando de su cabeza y su visión mejoraba permitiendo al engaño transformarse en duda hasta llegar a la certeza.

III
Hablar de certeza era complicado para quien se dudaba hasta de su nacimiento. Su padre decía haberlo concebido la noche de la “llamada a las armas” y, por las fechas, aquello era más que probable. Los dos “señores del lago” habían sido convocados para luchar junto al Rey en una nueva campaña. Ambos querían la gloria de luchar junto al Monarca; llegando la primera discusión, al tener que quedarse uno a defender el lago.
Don Blas de La Torre expuso que él era el más indicado para acompañar al Rey, por su valentía e inteligencia y eso convenció tanto, que fue elegido su rival don Enrique del Molino. Unos dicen que el Rey quería a su mejor hombre para proteger el lago y otros simplemente que la bolsa de don Enrique pesaba más que la valentía e inteligencia de don Blas.
El bastardo siempre quiso creer la primera versión, pues lo que hubiera en aquella torre era tan poderoso que necesitaban al mejor para proteger el territorio.
Dos señoríos creados para ser guardianes de aquella construcción en un lugar tan complicado como era el centro del lago. Él no sabía quién lo había construido, pero que él no lo supiera no significaba nada, pues su ignorancia se correspondía con su falta de preocupación por lo que ocurría más allá de su familia y amigos.

Intentó, sin éxito concentrarse en el cuadro que tenía ante sus ojos. Un retrato dantesco donde la sangre se estaba espesando, dando el aspecto de una negruzca ciénaga. Un incipiente sentimiento de culpa le impedía mirar directamente a los cadáveres y sus ojos se entretuvieron en mirar el sendero creado por sus botas manchadas del rojo fluido. Era un rastro que delataba el caminar errático tanto de sus pies como de su mente.
Aquello volvió a trasladarlo a momentos pasados donde también andaba errático y quizás era más apropiado decir que corría sin control, para huir del cuerpo inerte que había dejado en la playa. En su confusa mente surgía la idea que el espectro se levantaría en breve para perseguirlo en busca de venganza. Tenía que huir. Acababa de asesinar a un inocente niño con la más vil de las escusas. Había intentado convencerse a sí mismo que aquel niño era un demonio que intentaba embrujarlo con su poción. Aquello le dio la fuerza suficiente para llevar a cabo tan despreciable acto, pues sí, era lo suficientemente cobarde como para que aquel desvalido niño le diera miedo. Pero lo había superado, aunque fuera engañándose a sí mismo e intentando ver lo que realmente no era.
Su carrera le llevó hasta un embarcadero donde una barca parecía aguardarle varada en la orilla. Sin pensárselo mucho, se subió al bote y esperó que se pusiera en marcha, que al fin y al cabo era lo que solía hacer. Aquella tensión lo estaba cegando. No podía ponerse en marcha sin un barquero que la guiase y allí no había nadie más que él y el espectro del niño que probablemente se acercaba furioso. Buscó con la mirada al propietario de la barca y al no ver a nadie no esperó. Volvió a bajarse, sacó fuerzas de donde no sabía que las tenía y empujó el bote para luego alejarse de la orilla, hacía el centro del lago.

IV
Su mente volvió al dormitorio de su padre. No hacía falta recordar qué había pasado, pues lo tenía demasiado fresco en su cabeza como para que fuera un recuerdo. Él era el causante de aquella tragedia y su mano era la que empuñaba el arma ejecutora. Si por lo menos hubiera usado una espada, arma noble y respetable, habría estado a la altura de la dignidad de sus víctimas, pero ni siquiera había sido así. Cierto es que había intentado blandir una espada, pero su falta de destreza lo había llevado a descartarla y sustituirla por un arma más fácil de manejar, como era aquella maza de madera con el extremo reforzado de gruesos tachones de hierro. Un arma más propia de vulgares asaltadores de caminos que de una persona de su posición. Se palpó la cintura en busca de la daga que solía llevar consigo y así acallar su voz interna que lo acusaba de miserable. Sí, la llevaba y además la había usado, degollando a sus víctimas con su afilada hoja, cuando ya estaban vencidas.

V
Era ignorante de lo que ocurría más allá de sus allegados, pero con el paso de los años su mente fue madurando, dándose cuenta de la realidad de su vida cotidiana. En los juegos con sus hermanastros, siempre era el escudero o el sirviente de alguno de ellos.
Como era costumbre entre algunos, sus dos hermanastros dormían a los pies de su padre, pues eran los elegidos por sangre para heredar los bienes del señorío. Eso nunca le había preocupado pues, su preceptor se había encargado concienzudamente de inculcarles sus respectivos lugares dentro de la casa familiar. El primogénito heredaría el señorío, con sus tierras, vasallos e impuestos. El segundón sería promocionado a obispo, encargándose de las relaciones con la corte, la iglesia y los demás señores. El tercero sería el gobernador, pero su condición de bastardo le deslegitimaba, incluso para aquel cargo. Aquello fue ley durante años hasta que la madurez se encargó de afianzarlo en su mente sin dejar lugar a la duda.
Los juegos acabaron y sus hermanos, dedicados a sus quehaceres, se olvidaron de él. Nunca fue muy bien considerado por nadie, pero ahora se sentía solo y a falta de nada mejor que hacer, se dedicó al esparcimiento y la molicie, a los manjares y el vino.

VI
Don Enrique del Molino volvió de las campañas del Rey y al llegar a casa le presentaron a quien dijeron que era su hijo. La señora, doña Urraca de la Encina, le mostró el fruto de la más apasionada noche de amor que jamás había tenido. Pero su esposo, por más que lo intentaba, no recordaba nada más allá del banquete que precedió a la más tremenda borrachera. Posiblemente moriría en combate y tenía que disfrutar de su última noche en casa con una gran fiesta y era lo suficientemente hombre para disfrutar también de su esposa, aunque no lo recordara. No tardaron en surgir rumores por todos lados y algunos pagaron cara la osadía de dudar.
La gota que colmó el vaso fue la última visita que don Enrique recibió de su vecino don Blas de la Torre. En un alarde de prepotencia, pidió ver a su hijo, ése que había engendrado doña Urraca en su seno. El estupor se adueñó de la sala de homenajes. Las carcajadas de don Enrique resonaron con fuerza, lo que obligó a su vecino a relatarle lo ocurrido. La noche de la “llamada a las armas”, don Blas se dio cuenta que su vecino tan borracho estaba que se quedó dormido encima de la mesa, momento que aprovechó para, con eso que llaman nocturnidad y alevosía, hacer suya a doña Urraca. Creyó ésta que era su marido quien la amaba sin percatarse que era otro el que la poseía. Don Enrique del Molino montó en cólera ante la osadía e impertinencia de don Blas, quien tranquilamente le recordó sus obligaciones como anfitrión y caballero que era. Don Enrique no consiguió aplacar su ira, pero respetó a sus invitados. Haciendo uso de la sabiduría popular que dice que los niños distinguen a su padre de quien no lo es, Don Blas le ofreció zanjar el asunto con una prueba muy sencilla; dejarían al niño en el centro de la sala y hacia quién se dirigiese ese sería su padre. La ira de don Enrique asustó al pequeño que con gran celeridad se dirigió hacia su rival don Blas, quien lo recibió con los brazos abiertos. Aquello rubricó el odio eterno entre los “señores del lago”.

VII
Intentó evitar cualquier ruido al entrar, pero el cansancio, tras la travesía en una barca que apenas sabía controlar, lo había hecho tropezar torpemente con la puerta. Su hermano se levantó en sigilo para averiguar quién había entrado amparándose en la oscuridad de la noche. Preguntó con un susurro ¿Quién andaba ahí? Pero la única respuesta que recibió fue un tremendo golpe, que lo dejó fuera de combate. Su otro hermano se despertó sobresaltado y, al ver a su hermano caído no dudó en atacar al bastardo con lo primero que encontró, que vino a ser el atizador de la chimenea. Pero el segundón de la familia no era diestro en la lucha, por lo que solamente rozó a su adversario. Otro ataque fue más certero, pero insuficiente para frenar al agresor. El bastardo respondió con su garrote sin pensar consiguiendo arrebatarle el atizador de las manos. El padre también se había despertado y, furioso, se dirigió hacia ambos combatientes con la intención de parar la pelea, que ni siquiera podía decirse que era un combate. Siempre obediente a las órdenes de su padre, el segundón bajó los brazos. A traición, el bastardo le propinó un fuerte golpe en la cabeza que le hizo perder el equilibrio y darse de bruces contra el suelo. Fue entonces cuando bajó los brazos, entre pesados suspiros que atestiguaban su agotamiento, pero no soltó el garrote.
Su padre no sospechaba que él había matado ya a su hijo mayor, pues lo único que pudo ver al despertar fue una absurda pelea entre su hijo menor y el bastardo, más propia de comediantes que de dos hombres dispuestos a matarse.
El bastardo repetía entre jadeos las palabras: traición, conspiración y asesinato; mientras con el garrote ensangrentado señalaba los dos cuerpos caídos. Don Blas no acertaba a saber si estaba despierto o aquello era una terrible pesadilla. Su hijo bastardo era un don nadie incapaz de urdir ninguna conspiración contra él y aquellas palabras delataban el motivo de tan violenta irrupción.

VIII
La taberna era un lugar bullicioso donde las partidas de dados y el exceso de vino solían terminar en pelea. Un buen lugar para hacer negocios sin ser molestado, si conseguías permanecer ajeno a los dados y borrachos. Los parroquianos se guardaban mucho de molestar a los hijos del Señor y más aun cuando venían los tres, cosa no muy habitual.
Pronto se llenó la mesa de comida y bebida siendo ávidamente devorada por los tres hermanos. El bastardo suponía que estaban celebrando algo, pero pronto se dio cuenta que él era el objeto de aquel banquete. Sería ignorante en muchas cosas, pero no era tonto, como muchos creían. El mayor de sus hermanos le preguntó sobre sus ambiciones futuras. Tras mirar sorprendido a ambos hermanos, frunció el ceño y se quedó pensativo, mientras apuraba la jarra de vino.
Tenía claro que al día siguiente iría a despejar la resaca al lago, al siguiente visitaría a una moza que le hacía muy felices las tardes, y únicamente a cambio de unas hogazas de pan y algo de vino. Dentro de pocos días asistiría a la recepción que daban a uno que venía de parte del rey. Las negativas que sus hermanos indicaban con la cabeza le hicieron entender que había dicho algo incorrecto, por lo que rectificó con premura y aseguró que el enviado era de parte del rey, del papa o algo así.
Tras un suspiro resignado, su otro hermano le aseguró que su destino era mayor que poseer un señorío y mayor que poseer un obispado; su destino era convertirse en un héroe de leyenda. La comida se le atragantó al escuchar tan grandilocuentes palabras, y otra vez el vino le sacó del apuro.

IX
Volvió a fijarse en los tres cadáveres que yacían en el suelo y recordó de nuevo el refrán de las peras que no se pueden pedir al olmo ¿Era un héroe por haber vencido a tres rivales más fuertes que él? o ¿no lo era por haberlo hecho a traición, amparándose en la oscuridad de la noche? Sus víctimas lo habían enviado a un lugar de donde creían que jamás volvería, traicionando así su confianza. Eso le hacía preguntarse si ¿traicionar a un traidor, es como robar a un ladrón? Quizás esos cien años de perdón del refrán hicieran de él un auténtico héroe.
Su mente volvió a divagar sobre el trayecto a la torre del lago. Mientras luchaba por dirigir la barca, todavía buscaba en su interior la heroicidad que le habían hecho creer que tenía. Sus hermanos insistían en que la única manera de salir de su anodina vida y ganarse el respeto de la gente era buscar aventuras, cazar malvados brujos y rescatar bellas doncellas.
Él pensaba que, efectivamente, no era muy respetado entre los habitantes de la zona debido a su condición de bastardo. Paseó la mirada alternativamente de un hermano a otro encontrando sólo gestos de ánimo. Le dijeron que cerca de allí tenía el lugar perfecto para empezar a labrar su fama: “la torre del lago”.
Aquella torre que se acercaba cada vez más con cada golpe de remo y se iba irguiendo como un gigante en toda su terrible estatura. Agotado, después de un esfuerzo al que no estaba acostumbrado, dejó de remar dejando que la corriente lo condujera a su destino. Las brumas, que el vino retenía en su mente salían por su boca en forma de aliento en las que, a la luz de la luna, podía apreciarse su color blanco. Brumas que se iban arremolinando a su alrededor formando una persistente niebla que lo rodeaba, dificultando la visión cada vez más. Pero la ausencia de brumas en su cabeza dejaba un hueco que, rápidamente, era ocupado por pensamientos desordenados, que le provocaban dolorosos pinchazos.
Intuía que sus hermanos tramaban algo cuando, sin previo aviso, le habían llevado a un lugar fuera del castillo para inculcarle valentía, honor y decisión. Tantos años siendo el sirviente y hasta el caballo en sus juegos infantiles, le impedía comprender que ahora, cuando ya eran adultos, fuera una persona importante.
Siempre sospechó que lo que sentía su padre hacia él no era amor paterno. Ese sentimiento estaba reservado para sus hermanastros, aunque sí parecía tener una especial preocupación por su seguridad. Tenía que ser una pieza clave para su padre ya que había ordenado castigar con severidad a aquel que dañara al bastardo. La gente suele celebrar el cumpleaños, pero en su caso esta tradición había cambiado por la celebración del día en que, huyendo del enfurecido don Enrique, fue a parar a los brazos de don Blas. Su padre se encargaba personalmente de que ese día, él fuese el centro de atención. Un día de fiesta, misas y boato, cuyo objetivo era recordar a su rival la humillación sufrida bajo sus propias narices o más bien bajo su esposa. Un día en que se exhibía al bastardo por las calles como un triunfo, símbolo de una victoria. Hasta los niños sabían el motivo de aquella fiesta, por eso lucían gorros adornados con ramas a modo de cornamentas. En los primeros años aquella celebración fue motivo de cruentos enfrentamientos entre ambos señores, pero cada derrota hacía más pesada la losa de la humillación para don Enrique; hasta que dejó de atacar. Pero el odio, lejos de disiparse, fue creciendo en su interior, oculto y siniestro como las aguas pútridas que se acumulan en los desagües.

X
La barca golpeó la pared de la torre devolviéndolo, de forma brusca, al momento presente. Condujo como pudo el bote alrededor de la imponente construcción hasta un pequeño embarcadero que había en la única entrada. La niebla lo rondaba y acechaba, como una fiera que espera un descuido de su presa. En su ociosa vida no cabían las emociones o sorpresas, por lo menos no más allá de qué iba a comer, a beber o a quién se encontraría a la vuelta de una esquina. Por eso desde que salió huyendo del supuesto espectro del niño demoníaco, la tensión y el miedo se habían ido alimentando mutuamente, aumentando la desconfianza sobre todo lo que veía, oía; o más bien creía ver u oír. En este momento oía unos pasos que se acercaban hacia él, aunque por más que buscó con la mirada lo único que consiguió ver era la niebla brillando a la luz de la luna en contraste con la oscuridad de la noche.
La torre se había ido cubriendo de pequeños arbustos cuyas ramas parecían tentáculos de un monstruo que intentaba atrapar a sus presas. A pesar que la noche confundía la apariencia de la torre, dándole un terrible aspecto, los pasos todavía le inquietaban más, por lo que decidió internarse en la torre por la desvencijada puerta. El deterioro de la construcción había ido creciendo con los años y aquella puerta, no pararía a quién lo perseguía. Decepcionado por este hecho, intentó colocarla bien, pero lo único que consiguió fue que sus podridos goznes cedieran y cayera estrepitosamente al suelo. El tremendo ruido lo alteró más aún si cabe y se apretó contra una pared en espera del derrumbe de la torre. No ocurrió nada de eso y, entre suspiro y suspiro, intentó escuchar si su misterioso perseguidor se acercaba. Los pasos habían cesado, probablemente asustados por la caída de la puerta. Eso le permitió dar un último suspiro aliviado y respirar con algo más de normalidad.
Se deslizó por la pared en la que estaba apoyado hasta quedar sentado en el suelo.

XI
La oscuridad le envolvía. La escasa luz que conseguía vencer a la noche era incapaz de entrar en la torre. Aquella situación era demasiado complicada para él y se daba cuenta que iba a morir en aquel lugar. Él no tenía trazas de héroe, él nunca había sido valiente, a él nunca le había importado nada más allá de su vida de ocio. Tan concienciado estaba de su nulo papel, que incluso parecía haberlo perfeccionado. Había conseguido ser un gran don nadie, y como tal, nadie iba a lamentar su desaparición; ni siquiera sus hermanastros, que tan “gentilmente” lo habían convencido para embarcarse en aquella absurda aventura. Sus hermanos lo habían enviado a una muerte segura. Ellos sabían el siniestro destino que le esperaba en aquel lugar. El odio se hizo hueco entre el miedo que lo poseía, o quizás fuese ese miedo el que se transformó en odio. Fuera como fuese, deseó matar a sus hermanos. Los juegos infantiles y las burlas adolescentes, que nunca le importaron, ahora se volvieron importantes. El sentimiento de humillación afloró al cabo de los años en su corazón y eso alimentó la transformación. Odiaba a sus hermanastros. Si tuviera un arma demostraría cuan fuerte se había tornado aquel sentimiento.
Como si obedeciera a sus deseos, alguien le tendió una espada. La falta de visión le impidió ver qué o quién le había otorgado tan preciado deseo. Recorrió la hoja con la mano hasta que topó con la de su benefactor. Una mano huesuda, tan huesuda como la de un esqueleto al que solamente le quedaba la piel reseca adherida a las falanges. Con un respingo, soltó al esqueleto y rodó sobre sí mismo para alejarse de aquello ¿Era aquel su destino?

XII
No era valiente, ni un héroe, pero tampoco quería morir en aquel lugar. Sobreviviría y para ello lo primero que necesitaba era ver dónde estaba, dónde pisaba y qué había a su alrededor. No quería más sorpresas desagradables como aquella. Sin ninguna idea de cómo iluminarse intentó recordar las historias y leyendas que había escuchado de pequeño. Tuvo que esforzarse en recordar, pues todavía quedaba vino en su cabeza que le impedía hacerlo, pero por fin se le ocurrió algo. Con entusiasmo, arrancó un hueso del esqueleto, el más largo que encontró. El crujido precedió a un hedor putrefacto que le dio tanto asco que derrumbó su incipiente entusiasmo, pero aún así siguió tirando hasta que consiguió arrancar el hueso junto con algunos más que cascabeleaban como una serpiente venenosa. Ahora tenía que hacer fuego y se lamentó en voz alta por no haber aprendido a hacerlo. Se consoló diciéndose que nunca le había hecho falta, aunque ahora de poco le valía el consuelo.
La fortuna volvió a sonreírle y una sucesión de rítmicos golpes, al otro lado de la estancia, precedieron a un grupo de chispas que brotaron de la nada, prendiendo un montoncito de paja que había en una esquina. Las historias eran ciertas, aquella torre estaba embrujada. Rápidamente recogió el hueso, se dirigió al lugar donde ardía la pequeña fogata y tras algunos intentos, los restos de tela prendieron, consiguiendo así una improvisada antorcha. No le importó si había sido brujería o algún espíritu, ni siquiera se cuestionó de dónde habían surgido las misteriosas chispas, pues lo importante era que ya podía iluminarse. Quiso aprovechar la luz para ver dónde estaba y qué había allí, pero un sonido de movimiento le hizo girarse instintivamente, justo en el momento que un esqueleto se le abalanzó, provocando que gritara y agitará la antorcha en un intento de quitárselo de encima. Tras un breve forcejeo, el esqueleto volvió a caer inerte al suelo levantando una nube de polvo maloliente.
Su corazón parecía un caballo desbocado, y el terror le hacía castañear tanto los dientes que temió quedarse sin lengua. La antorcha se movía nerviosa, al compás de su temblorosa mano, creando múltiples sombras que se agitaban como espectros y lo amenazaban para, en cualquier momento, abalanzarse sobre él.
Una voz, potente e imperiosa surgió de algún lugar donde la luz no llegaba. Una voz que le acusaba de ser un bastardo, cobarde, miedoso e incapaz de nada. Intentó responder, pero lo único que surgió de su boca fue un incoherente balbuceo. Tras algunos intentos más por fin consiguió articular algo parecido a un “no soy” o a un “no tengo”. Pero tal y como aseguraba la voz; ¿qué no era?; ¿un cobarde? o ¿qué no tenía?; ¿miedo? Las palabras le golpeaban como el afilado restallar del látigo que laceraba su orgullo. Pero en ocasiones el ser humano es incoherente consigo mismo y cuando se dio cuenta que nunca había tenido orgullo que pudiera ser herido, se volvió inmune a aquellos insultos. Se sobrepuso a las duras acusaciones y replicó a su misterioso interlocutor que eso no significaba nada. Quien fuera el que lo acusaba, aseguró que le haría compañía a esos desdichados que veía a su alrededor... para siempre. Con un simple vistazo pudo comprobar que estaba rodeado de cadáveres en distintas fases de descomposición, que la humedad y los insectos se encargaban de acelerar.
El Bastardo pudo ver la espada de antes. Rápidamente la recogió y apuntó con ella a la voz, que permanecía oculta entre las tinieblas. Si tenía que morir lo haría con el honor que nunca había tenido, lo haría luchando. Instó a su contrincante a que se mostrase. Lo acusó de ser un brujo cobarde que enviaba a sus esqueletos en vez de dar la cara. Blandió la espada de forma intimidatoria, pero su inexperiencia le llevó de bruces al suelo. La esperada carcajada del supuesto brujo no llegó, pero su voz lo volvió a insultar con un contundente: “eres tonto, tonto y patético”. Continuó, asegurando que no sería su mano la ejecutora, eso sería demasiado simple, dejaría que su propio miedo consumiera su cordura, acabando con él.
El Bastardo juró entre dientes que si salía de esa, mataría a sus hermanos, que lo habían enviado a una muerte segura. Su misterioso contrincante oyó el juramento y volvió a increparlo, menospreciando su valor. La nueva andanada de insultos consiguió que gritara con rabia que sus hermanos lo convencieron para venir a la torre.
El silencio se adueñó de la situación, permitiendo que se oyeran los crujidos del edificio, los golpes del agua sobre las paredes y los graznidos lejanos de algún pájaro de mal agüero. El Bastardo se acercó con cautela, y la espada por delante, a la voz. La luz de la antorcha pronto descubrió a un hombre embozado en una capa con el rostro oculto bajo la capucha. Debajo se podía adivinar ropa de buena factura, que delataba la noble condición de su propietario.
El misterioso hombre le preguntó sobre sus intenciones hacia sus hermanos, a lo que él aseguró que lo habían convencido con engaños y falsas esperanzas. Lo que realmente querían era deshacerse de él, enviándole a una muerte segura. Creyeron que no sobreviviría, pero se equivocaron; iba a vivir y volvería para demostrarles que podía ser el héroe justiciero que decían. Su interlocutor lo alentó para que les hiciera pagar por los años de menosprecio y le avisó que la justicia no solamente debía caer sobre sus hermanos, también sobre todo aquel que lo había utilizado durante años. Tras esto le dejó marchar para que pudiera consumar su venganza. Le aconsejó que soltara la espada y buscara algo más sencillo de manejar. Recordó la facilidad con la que había acabado con el niño. No se daba cuenta que no era válida la comparación dada la diferencia de edad, tamaño y fuerza entre ambos. Suspiró un par de veces para infundirse valor y salió de la torre.

XIII
El hombre de la torre tenía razón, no había sido tan difícil acabar con sus hermanos aunque no se enorgullecía de ello. Nadie había intentado pararlo hasta que llegó a su destino, probablemente nadie, tan siquiera, se había fijado en él. Miró a su padre y recordó la recomendación de acabar con todos lo que lo habían utilizado y menospreciado. Lo hizo en voz alta, sin preocuparse de que su progenitor lo oyera.
Don Blas le acusó de dejarse convencer por un extraño para que matase a sus hermanos, le insultó y le dijo que siempre había sido un don nadie, sin personalidad. Juró que lo encerraría de por vida, para que se pudriera en la más mísera de las celdas. El pánico se volvió a adueñar del bastardo otorgándole la fuerza y decisión necesarias para golpear a su padre mientras gritaba que jamás le encerraría en ningún sitio porqué iba a acabar ahora mismo con él; con quien lo había estado utilizando todos estos años como mofa hacia su rival, como un juego absurdo de provocación. Eso había sido para su padre, un juguete del que solamente se acordaba una vez al año para exhibirlo como un ridículo trofeo.
Desde el suelo, retorcido y sangrando profusamente, don Blas, en un intento por salvar la vida, le intentaba demostrar que el hombre de la torre no podía ser otro que su rival, don Enrique. Un hombre que amparándose en el misterio de la torre, había urdido un siniestro plan para apropiarse de todo el lago, un hombre que también lo había utilizado, en este caso, como arma para lo que él jamás fue capaz de hacer.
No aguantó las palabras de su padre y con la daga le cercenó la garganta para acallarlo con una muerte más rápida. Luego, llevado por una mezcla de sentimientos contradictorios, hizo lo mismo con sus hermanos.
Ya con la habitación en silencio, se fue relajando y mientras su miedo se iba disipando, su mente divagaba sobre la atrocidad que había cometido en un momento. Él, un hombre sencillo y pacífico, había actuado como una bestia sedienta de sangre, era difícil de entender sin analizarlo todo en conjunto.
Solamente quedaba una cosa para terminar lo que don Enrique le había indicado. Ajusticiar a todo aquel que lo había utilizado, incluyendo al señor de la otra mitad del lago, pues sólo le había dejado con vida para deshacerse de contra sus enemigos.
El destino le había permitido sobrevivir a todos los que, de una manera u otra, le habían enviado a una muerte segura. Ahora él, el bastardo, sería heredero por parte de padre y por parte de madre, de absolutamente todo. Él sería el señor del lago.

Gregorio Sánchez. Diciembre 2009.
(Publicado en 2010 en el libro "Relatos de Gregorio Sánchez" de Gregorio Sánchez. I.S.B.N.: 978-84-614-0192-5 - Depósito Legal: A-409-2010)

El relato en pdf: El bastardo

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