miércoles, 17 de febrero de 2021

Un viejo dragón

Era un viejo dragón desdentado al que su peso le había hecho perder la gracilidad de una serpiente, aunque había ganado su astucia. Sus alas crujían estrepitosamente al desplegarlas, mientras sus felinos ojos se entornaban en una mueca de dolor que le obligaba a abrir mucho sus fauces para aspirar todo el aire que le rodeaba, creando un vacío a su alrededor que impedía oírse cualquier terrible rugido. Apoyado en sus zarpas, demasiado largas y que se enroscaban como las de un perezoso colgado de una rama, agitaba su cola como un gato juguetón.

El caballero lo miró con una mezcla de pena y asombro ¿Cómo era posible que todavía siguiera vivo? Nadie había intentado darle caza en su incalculable tiempo de vida.

Se frotó las manos ante lo sencillo de la tarea, tan sencilla como carente de mérito para conseguir fama. Por lo menos la fortuna estaba garantizada, ya que como dragón viejo que era, tendría atesorado una gran cantidad de monedas y joyas.

El caballero sonrió y preparó sus armas.

El dragón sonrió astutamente con sus extrañas fauces y dejó caer las alas torpemente, levantando una nube de polvo que invadió el vacío provocado por su bostezo, con remolinos que danzaban a su alrededor. Aquel era otro pobre imbécil que se iría con las manos vacías. No se llevaría tesoro alguno, ya que los incontables ladrones le había dejado las arcas vacías y, aunque lo matara, cosa no muy difícil por otra parte, nadie sabría si lo había vencido o el monstruo había muerto de un achaque; por lo que su fama no se vería aumentada y menos aún la gloria.

Todavía quedaba la esperanza del fuego, ese terrible infierno desencadenado desde las entrañas de su enorme panza, acelerado por su largo cuello y expulsado por su gran boca.

El dragón inspiró de nuevo, los remolinos de polvo se disolvieron a toda velocidad, entrando incluso en sus pulmones, los ojos se le enrojecieron, brillaron y el pecho hinchado crujió. El caballero se protegió con el escudo, como había entrenado miles de veces, y preparó su espada para atestar el golpe justo después de la llamarada.

Un boqueo dio lugar a un gorgoteo para acabar en una tos profunda y ronca que lanzó la polvareda, cubriendo al caballero de un barro pegajoso, aunque caliente, eso sí.

La épica acabó con el caballero marchándose cabizbajo, arrastrando la espada que dejaba un sinuoso rastro en el suelo y tirando asqueado el escudo a un lado, que quedó amontonado junto a otros tantos escudos mugrientos.

El dragón se enroscó y sumergió en la cálida laguna burbujeante mientras ronroneaba hasta quedar dormido otra larga temporada.

GS.

Autor: Gregorio Sánchez Ceresola. 16-02-2021

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