sábado, 10 de noviembre de 2018

Un relato de magia ancestral - 8 - El rayo blanco

Gonzalo caminaba con parsimonia hacia el claustro. Acababa de conseguir una sabrosa torta de harina, untada con una fina capa de manteca y algo de sal. Como Tedesio y Diego habían sido enviados a buscar al Choto y Matías estaba ocupado con el rebaño, él se aburría enormemente. La inactividad le abría el apetito y pensaba comerse la torta tranquilamente en el claustro escuchando la música y los poemas de fray Bonaventura, con el que había entablado mucha amistad. Una vez en el claustro le decepcionó no encontrar al músico. Deambuló por el ajardinado lugar hasta que resignado, se encogió de hombros y se sentó en uno de los bancos de piedra a comerse la torta al reconfortante calor del sol.
Una vez hubo acabado, se dirigió al pozo para que un poco de agua le ayudara a tragar el almuerzo. Le llamó la atención que el último que había sacado agua no había vuelto a colocar la tapadera que lo protegía de la caída de suciedad. Ya que no habían cubierto la boca del pozo, no iba a hacerlo él, y tras beber lo dejó tal cual lo encontró. Con la sed saciada volvió al banco pero en vez de sentarse en el duro banco de piedra, prefirió acostarse en el mullido jardín que el sol había secado de la humedad de la noche anterior. Así lo hizo y, tumbado como estaba, la abundante vegetación lo cubría al completo.
Desde su posición fue testigo de lo que ocurrió en lo alto del campanario.
El gran crucifijo de piedra, que estaba situado en la torre del campanario proyectaba su sombra en el claustro. Aunque era difusa debido a la distancia esta se podía distinguir justo encima del pozo. Esto le resultó curioso a Gonzalo, pero le llamó más la atención, el ver a un monje en lo alto del campanario, pues estos no solían subir hasta allí.
El misterioso personaje parecía estar buscando algo en la cruz, pero el gran tamaño de esta le impedía la búsqueda en las partes más altas, pues se ponía de puntillas para llegar hasta ellas, pero ni aún así lo conseguía. Se arremangó las vestiduras y mediante un gran salto pudo colgarse de la cruz de piedra. Desde su posición Gonzalo podía oír los gruñidos que emitía al intentar izarse a lo alto y, sujetándose como podía, buscó algo entre sus ropas.
El muchacho no pudo ver que era, pero sí pudo apreciar sus efectos. Del crucifijo surgieron siete rayos de los colores del arco iris, que se proyectaron sobre el pozo, dándole distintas tonalidades. Esto impresionó a Gonzalo que se quedó inmóvil con una mezcla de temor y fascinación. El monje hizo un movimiento de su brazo y los siete rayos giraron, convergiendo poco a poco en un único rayo blanco que partía de la cruz e incidía directamente en el oscuro interior del pozo.
El rollizo chico volvió a seguir con la mirada el rayo, esta vez hasta su punto de origen en la gran cruz, y cuando su vista llegó a su destino, el misterioso monje ya no estaba, pues se había vuelto a introducir en el interior de la torre. Fascinado como estaba, recorría con la mirada la trayectoria del rayo blanco una y otra vez, arriba y abajo, buscando la figura que había visto en lo alto e intentando averiguar dónde estaría.
En una de esas se llevó un susto monumental al ver aparecer sobre el tejadillo del claustro a un terrorífico león. El monstruo que acosaba a los chicos en sus pesadillas había salido de ellas para hacerse real. El león saltó ágilmente al suelo del claustro y Gonzalo, a pesar de estar protegido por la vegetación, tuvo que taparse la boca para silenciar un grito de terror. Pero la bestia no iba a por el muchacho, se dirigía al pozo, al lugar donde incidía el rayo blanco. Allí estuvo el león encaramado un rato, que al chico se le hizo eterno, hasta que se marchó a la carrera por uno de los pasillos.
Gonzalo continuó tumbado entre las plantas del jardín, con tal susto en el cuerpo que no quería levantarse de su improvisado escondrijo. Cuando consiguió reunir fuerzas para alzarse, el terrible león apareció en lo alto de la torre, renovando el temor en el muchacho que se ocultó lo mejor que pudo, sin perder de vista a la bestia.
Al contrario que el torpe monje, el león se encaramó con facilidad a la cruz de piedra que, a pesar de ser enorme, se tambaleó del peso del monstruoso felino. Ante los atónitos ojos de Gonzalo, el león fue disminuyendo de tamaño. Su cuerpo se arrugó y cambió de color y se fue transformando, hasta convertirse en un monje que se sujetaba como podía a la parte superior del pétreo crucifijo. Arrancó algo de la cruz y el rayo de luz blanca desapareció de inmediato.
El brusco movimiento desequilibró al monje que, por suerte, cayó en la azotea de la torre, en vez de precipitarse al vacío, acompañando al desaparecido Eusebio. La caída debió ser dura pues, aunque Gonzalo ya no lo vio, si oyó el grito de dolor que lanzó. El muchacho supuso que se había vuelto a internar en la torre arrastrándose.
Gonzalo pasó largo rato tumbado entre las plantas, sin atreverse a levantarse, hasta que los gruñidos de su estomago le avisaron que se aproximaba el momento de la comida.

La tarde transcurría en el monasterio con una tranquilidad no exenta de tensión. Los habitantes del monasterio, desde los monjes hasta los sirvientes, intentaban realizar sus tareas ajenos a los acontecimientos que les impedían concentrarse en su trabajo. Al amanecer habían sido enviados dos chicos a buscar al desaparecido pastor y, en mayor o menor medida, todos estaban preocupados por las noticias que estos traerían.
El nerviosismo flotaba en el ambiente y esto había generado discusiones entre ellos. El encuadernador se quejaba que los copistas no dejaban suficientes márgenes en blanco, éstos a su vez se quejaban de la mala calidad de los pergaminos y fray Ramón, que era el encargado de fabricarlos, se defendía indicando que la calidad del pergamino iba en consonancia con la calidad de las pieles.
A media tarde se oyó al historiador discutir con el miniaturista sobre la veracidad de los grabados, éste a su vez se excusaba indicando la excesiva extensión de los textos y el poco sitio que esto le dejaba a él y los traductores advertían que no iban a hacer una traducción incorrecta por escatimar sitio.
Algunas voces más se oyeron a lo largo de la tarde, pero en invierno el sol se oculta con prontitud y eso obligaba a cesar algunas actividades. Solamente continuaban aquellas que se podían realizar a la luz de las velas o alguna lumbre y. por supuesto todas en el interior del monasterio.
Llegó el momento de retirarse a descansar y los chicos aun no habían vuelto. El Abad ordenó a fray Luis permanecer en la puerta de entrada por si aparecían los chicos durante la noche. Fray Ramiro se ofreció voluntario a acompañar a fray Luis. Los dos frailes se protegieron del frío con sendas mantas y se dispusieron a pasar la noche pacientemente. Los muchachos aparecieron pronto, cansados pero impacientes por contar lo que habían descubierto.
Cenaron con avidez y una vez repuestas las fuerzas y sobre todo el calor corporal, se dirigieron a ver al Abad acompañados de fray Ramiro.

Ante la presencia del Abad y fray Ramiro, los chicos relataron lo que habían descubierto. La voz cantante de la conversación la llevó Tedesio, interviniendo Diego cuando le hacían alguna pregunta directa o su compañero le solicitaba su corroboración. De vez en cuando se cruzaban miradas cómplices para advertirse de no contar los métodos empleados, aunque para ello incurrieron en alguna contradicción.
Ya podéis ir a descansar. Mañana retomaremos las lecciones —les dijo fray Ramiro cuando hubieron terminado el relato.
Los chicos hicieron una reverencia al Abad y se marcharon a su celda. En cuanto cerraron la puerta, el Abad preguntó a fray Ramiro su opinión.
Habrán sido lobos. Los chicos son fantasiosos y han exagerado el tamaño de las heridas —le respondió el monje.
Mañana cuando venga el padre del pastor, decidle donde está el cuerpo de su hijo para que lo traiga y podamos realizar el funeral
Diego y Tedesio llegaron a la celda, donde les esperaban despiertos sus amigos. Diego deseó buenas noches a sus amigos y se acostó rápidamente en su camastro. El único que le contestó fue Matías que escuchaba divertido como Tedesio y Gonzalo se enzarzaban en un intercambio de palabras, intentando contar cada uno su propia historia. Se interrumpían el uno al otro y no se escuchaban, y así estuvieron elevando la voz para hacerse oír por encima del otro, hasta que apareció en la puerta fray Ramiro que, con el semblante serio, les lanzó una advertencia.
Si tenéis ganas de hablar, podemos salir a rezar con el frío, pero si no tenéis tantas ganas, guardad silencio y dormid para recuperar fuerzas para mañana.
Los tres chicos que todavía estaban levantados se acostaron inmediatamente.
Mañana hablaremos —dijeron al unísono, seguido del sonido acompasado que produce la respiración cuando se cae en los brazos de Morfeo.

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Aquella noche, extraños sueños volvieron a visitar el monasterio. Sueños agitados por peleas, persecuciones y desproporcionados leones salidos de los más fantásticos manuscritos. Hasta que un gallo lanzó al aire el aviso de la inminente llegada de un nuevo día. A continuación un volteo de campanas indicaba el comienzo de la jornada, tanto para los monjes como para los habitantes de la cercana aldea. Los campesinos iniciaban sus tareas diarias con el canto del gallo y escuchaban el tañido de la campana ya enfrascados en sus trabajos. El oficio de laudes era el primer acto de la rutina monacal, tras el cual cada monje se dirigía a sus quehaceres diarios.
Los cuatro chicos se dirigían a sus clases con fray Ramiro y mientras caminaban por los pasillos iban relatándose lo ocurrido en el día anterior. Matías que, al ser el único que había tenido una jornada relativamente normal, le tocó la tarea de moderar la conversación para que cada uno se enterara de lo que le había ocurrido a los otros.
La agitación de la noche y los nervios matutinos, hizo que se retrasaran a su cita diaria con fray Ramiro y como consecuencia de esto, se lo encontraron serio y, a pesar, de no aparentarlo, los chicos sabían que estaba enfadado. Prueba de ello fue que, en cuanto llegaron les hizo dar gracias a Dios a rítmo de flexiones azuzados con una vara de avellano para que no perdieran el rítmo.
Ya por la tarde, tras la comida, los cuatro amigos se dispusieron a sacar conclusiones con lo que sabían hasta el momento. Empezó Tedesio.
Hay un monje que también conoce la magia. El que Gonzalo vio transformarse en león. Ese monje mató al Choto. Su padre sospecha que también mataron a Eusebio y lo más lógico es que lo haya hecho el mismo fraile.
Diego le tomó la palabra.
El que mató a Eusebio estará buscando los pergaminos, con lo cual tenemos que llevar mucho cuidado. No los mostréis a nadie. Ya ha matado a dos chicos y no creo que tenga reparos en volver a hacerlo. Vosotros dos —refiriéndose a Matías y Tedesio —deberíais aprender a defenderos de un posible ataque —y los aludidos asintieron con la cabeza.
Gonzalo aprovechó la pausa para cambiar el curso de la conversación.
¿Qué puede ser el rayo de luz ese? y ¿qué pretende el asesino, o el enemigo como preferimos llamarlo, con él?
Ese rayo de luz es un rayo de sol —intervino Tedesio —como los que se filtran por las rendijas o los ventanales cuando lanzas el polvo al aire. Señala el agujero indicado en el pergamino más nuevo. Esta mañana el sol estaba detrás de la cruz, por eso Gonzalo no pudo ver con claridad al monje. Este hizo algo en la cruz y apareció el rayo ese, como con el polvo.
Pero la cruz es de piedra —le advirtió Gonzalo.
Pues tendremos que subir a comprobarlo. Además en el pergamino lo dice claramente: "El sol te señalará el lugar donde a los ahogados se les revelará el poder". El sol, un rayo y el agujero que es el pozo con agua. Está claro que no puede ser otra cosa.
Pues tú no lo tienes tan claro porque te has equivocado con la traducción. Lo que dice es: "El sol te guiará donde los negadores te revelarán el poder". Guiar, no señalar; y negar, no anegar.
Ya, y ¿qué son Negadores? ¿No será más lógico que ponga anegar, que también significa ahogar, por el agua del pozo.
No sé lo que son, pero pone Negadores y no anegadores.
Dejad de discutir. Ya lo averiguaremos —dijo Diego. —Subamos a examinar la cruz.
Para evitar ser vistos y pudieran hacerles incomodas preguntas, Diego ideó un plan para subir furtivamente al campanario. Con él encabezando la incursión, fueron de uno en uno, ocultándose en recodos y rincones, dándose paso uno a otro cuando veían el camino despejado. No fue difícil llegar hasta la estrecha escalera pues, además de estar poco poblado, los habitantes del monasterio estaban en sus quehaceres. La escalera subía junto a las paredes hasta el campanario, dejando un gran hueco en el centro donde caía la cuerda con la que se tañía la campana.
Diego se asomó cauteloso por el hueco y comprobó que la torre estaba vacía.
Subid rápido y en silencio —dijo en voz baja.
¿Las dos cosas? —protestó el obeso Gonzalo.
Sí. Ánimo que tú puedes hacerlo.
Tal y como les había dicho Diego, subieron todo lo rápido que la prudencia, por no hacer ruido, les permitió. Cuando llegaron a la parte alta, y ya sintiéndose seguros, recuperaron el aliento perdido durante la ascensión. Miraron con curiosidad a Gonzalo, que se le veía razonablemente entero. Lo felicitaron, y cuando éste fue a agradecérselo, lo único que surgió de su boca fue una sonora bocanada de aire. Sonriendo se dirigieron hacia la cruz y, mientras Gonzalo se sentaba en el pedestal, sus tres amigos se dispusieron a inspeccionarla.
La gran cruz de piedra coronaba el campanario. Estaba decorada con motivos vegetales tallados. Desde su posición dominaba todo el valle, otorgando así su protección a cuantos allí habitaban.
Examinaron el pedestal y la base del crucifijo sin ver nada extraño más allá de las pétreas hojas y ramas que la adornaban. Tedesio siguió con la mirada el camino de una de las ramas hasta los brazos de la cruz. El tallo subía sinuosamente hasta acabar en una flor que tenía un hueco en su centro. Desde abajo no se podía ver bien el hueco de la flor, así que pidió que lo ayudaran a subir para verlo de más cerca. Tras izarlo entre Matías y Diego, comprobó que el adorno con forma de flor ocultaba un agujero en su centro que atravesaba la piedra de parte a parte.
Gonzalo, que ya se había recuperado de la ascensión, confirmó que ese era el lugar donde estaba el monje-león.
Pues, a parte del agujero, aquí no hay nada —dijo Tedesio.
Incluso inspeccionó el interior del hueco con el dedo. Notó un pinchazo que le hizo retirarlo bruscamente, haciéndose un corte en la yema.
Con dificultad añadida por la herida, bajó de nuevo a la azotea, no sin antes observar el pozo desde esa posición, para tener el punto de vista de los que habían subido hasta allí antes que él.
Al estar más alto todavía que en la azotea, se divisaba el claustro en su amplitud, sin las molestias de los tejadillos que protegían los pasillos laterales de la lluvia y demás inclemencias. El pozo se veía perfectamente y, si no fuera por la tapadera de madera que cubría su boca, se podría ver hasta su interior. Lo que retrasó su descenso a la azotea desde lo alto del crucifijo, fue la sensación que le daba el claustro. Éste parecía estar inclinado hacia el centro, adoptado una ligera forma de embudo, como los que se utilizaban para llenar los recipientes de boca estrecha.
Los cuatro chicos, impresionados por la espectacularidad del paisaje que se divisaba desde esa posición, se quedaron un rato admirando el valle y las montañas que lo circundaban.
¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Gonzalo.
Bajaremos al pozo a examinarlo. Si el pergamino indica ese lugar debe ser por algún motivo importante. Será la entrada a algún lugar secreto.
Una vez se hubo pasado el momento de euforia, se acordaron del viento frío que soplaba inmisericorde en lo alto del campanario. Recordatorio que les hizo pensar en lo fría que tenía que estar el agua del pozo. Se miraron unos a otros con cara de circunstancias. Todos menos Matías que miraba absorto el pozo desde lo alto.
Sí Matías, sí. El agua estará helada pero hay que hacerlo...
A Tedesio no le dio tiempo a acabar la frase. Su amigo estaba canturreando el conjuro de transformación. Extendió los brazos, que, cubiertos de ondeantes plumas, se habían transformado en dos enormes alas. Asombrados, miraban como su amigo se estaba transformando en un enorme pájaro dorado, con las alas y el lomo del color del azabache. Para ellos, hombres de poco campo y menos monte, el ave se asemejaba a un águila o a un buitre, pero con unos grandes ojos ambarinos orlados de rojo sangre, que le daban un aspecto temible. El negro antifaz que le rodeaba los ojos y se extendía hasta la nuca ayudaba a darle un aspecto feroz. Una hirusta barba oscura bajo su recio pico completaba la misteriosa fisonomía del nuevo cuerpo de Matías. Completamente transformado, saltó de la azotea en dirección al claustro con las alas henchidas por el viento y, con un calculado planeo descendió velozmente, aterrizando entre la vegetación. Este aterrizaje desbarató el asombroso acontecimiento que acaban de presenciar, pues la falta de práctica unida a la velocidad del descenso hizo que Matías se fuera de bruces al suelo, quedando tendido entre la vegetación con toda su enorme envergadura desplegada.
Los chicos, asustados por el aparatoso aterrizaje, bajaron del campanario a toda prisa, más preocupados por su amigo que por el sigilo. Corrieron por los pasillos del monasterio camino del claustro, y se cruzaron con uno de los monjes que corría en sentido contrario, procedente del claustro, mientras daba la voz de alarma.
El Abanto. El Abanto está aquí —gritaba el monje mientras corría por los pasillos.

Sigue en: 9 - El Abanto y otras bestias

Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973

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