Gonzalo
caminaba con parsimonia hacia el claustro. Acababa de conseguir una
sabrosa torta de harina, untada con una fina capa de manteca y algo
de sal. Como Tedesio y Diego habían sido enviados a buscar al Choto
y Matías estaba ocupado con el rebaño, él se aburría enormemente.
La inactividad le abría el apetito y pensaba comerse la torta
tranquilamente en el claustro escuchando la música y los poemas de
fray Bonaventura, con el que había entablado mucha amistad. Una vez
en el claustro le decepcionó no encontrar al músico. Deambuló por
el ajardinado lugar hasta que resignado, se encogió de hombros y se
sentó en uno de los bancos de piedra a comerse la torta al
reconfortante calor del sol.
Una
vez hubo acabado, se dirigió al pozo para que un poco de agua le
ayudara a tragar el almuerzo. Le llamó la atención que el último
que había sacado agua no había vuelto a colocar la tapadera que lo
protegía de la caída de suciedad. Ya que no habían cubierto la
boca del pozo, no iba a hacerlo él, y tras beber lo dejó tal cual
lo encontró. Con la sed saciada volvió al banco pero en vez de
sentarse en el duro banco de piedra, prefirió acostarse en el
mullido jardín que el sol había secado de la humedad de la noche
anterior. Así lo hizo y, tumbado como estaba, la abundante
vegetación lo cubría al completo.
Desde
su posición fue testigo de lo que ocurrió en lo alto del
campanario.
El
gran crucifijo de piedra, que estaba situado en la torre del
campanario proyectaba su sombra en el claustro. Aunque era difusa
debido a la distancia esta se podía distinguir justo encima del
pozo. Esto le resultó curioso a Gonzalo, pero le llamó más la
atención, el ver a un monje en lo alto del campanario, pues estos no
solían subir hasta allí.
El
misterioso personaje parecía estar buscando algo en la cruz, pero el
gran tamaño de esta le impedía la búsqueda en las partes más
altas, pues se ponía de puntillas para llegar hasta ellas, pero ni
aún así lo conseguía. Se arremangó las vestiduras y mediante un
gran salto pudo colgarse de la cruz de piedra. Desde su posición
Gonzalo podía oír los gruñidos que emitía al intentar izarse a lo
alto y, sujetándose como podía, buscó algo entre sus ropas.
El
muchacho no pudo ver que era, pero sí pudo apreciar sus efectos. Del
crucifijo surgieron siete rayos de los colores del arco iris, que se
proyectaron sobre el pozo, dándole distintas tonalidades. Esto
impresionó a Gonzalo que se quedó inmóvil con una mezcla de temor
y fascinación. El monje hizo un movimiento de su brazo y los siete
rayos giraron, convergiendo poco a poco en un único rayo blanco que
partía de la cruz e incidía directamente en el oscuro interior del
pozo.
El
rollizo chico volvió a seguir con la mirada el rayo, esta vez hasta
su punto de origen en la gran cruz, y cuando su vista llegó a su
destino, el misterioso monje ya no estaba, pues se había vuelto a
introducir en el interior de la torre. Fascinado como estaba,
recorría con la mirada la trayectoria del rayo blanco una y otra
vez, arriba y abajo, buscando la figura que había visto en lo alto e
intentando averiguar dónde estaría.
En
una de esas se llevó un susto monumental al ver aparecer sobre el
tejadillo del claustro a un terrorífico león. El monstruo que
acosaba a los chicos en sus pesadillas había salido de ellas para
hacerse real. El león saltó ágilmente al suelo del claustro y
Gonzalo, a pesar de estar protegido por la vegetación, tuvo que
taparse la boca para silenciar un grito de terror. Pero la bestia no
iba a por el muchacho, se dirigía al pozo, al lugar donde incidía
el rayo blanco. Allí estuvo el león encaramado un rato, que al
chico se le hizo eterno, hasta que se marchó a la carrera por uno de
los pasillos.
Gonzalo
continuó tumbado entre las plantas del jardín, con tal susto en el
cuerpo que no quería levantarse de su improvisado escondrijo. Cuando
consiguió reunir fuerzas para alzarse, el terrible león apareció
en lo alto de la torre, renovando el temor en el muchacho que se
ocultó lo mejor que pudo, sin perder de vista a la bestia.
Al
contrario que el torpe monje, el león se encaramó con facilidad a
la cruz de piedra que, a pesar de ser enorme, se tambaleó del peso
del monstruoso felino. Ante los atónitos ojos de Gonzalo, el león
fue disminuyendo de tamaño. Su cuerpo se arrugó y cambió de color
y se fue transformando, hasta convertirse en un monje que se sujetaba
como podía a la parte superior del pétreo crucifijo. Arrancó algo
de la cruz y el rayo de luz blanca desapareció de inmediato.
El
brusco movimiento desequilibró al monje que, por suerte, cayó en
la azotea de la torre, en vez de precipitarse al vacío, acompañando
al desaparecido Eusebio. La caída debió ser dura pues, aunque
Gonzalo ya no lo vio, si oyó el grito de dolor que lanzó. El
muchacho supuso que se había vuelto a internar en la torre
arrastrándose.
Gonzalo
pasó largo rato tumbado entre las plantas, sin atreverse a
levantarse, hasta que los gruñidos de su estomago le avisaron que se
aproximaba el momento de la comida.
La
tarde transcurría en el monasterio con una tranquilidad no exenta de
tensión. Los habitantes del monasterio, desde los monjes hasta los
sirvientes, intentaban realizar sus tareas ajenos a los
acontecimientos que les impedían concentrarse en su trabajo. Al
amanecer habían sido enviados dos chicos a buscar al desaparecido
pastor y, en mayor o menor medida, todos estaban preocupados por las
noticias que estos traerían.
El
nerviosismo flotaba en el ambiente y esto había generado discusiones
entre ellos. El encuadernador se quejaba que los copistas no dejaban
suficientes márgenes en blanco, éstos a su vez se quejaban de la
mala calidad de los pergaminos y fray Ramón, que era el encargado de
fabricarlos, se defendía indicando que la calidad del pergamino iba
en consonancia con la calidad de las pieles.
A
media tarde se oyó al historiador discutir con el miniaturista sobre
la veracidad de los grabados, éste a su vez se excusaba indicando la
excesiva extensión de los textos y el poco sitio que esto le dejaba
a él y los traductores advertían que no iban a hacer una traducción
incorrecta por escatimar sitio.
Algunas
voces más se oyeron a lo largo de la tarde, pero en invierno el sol
se oculta con prontitud y eso obligaba a cesar algunas actividades.
Solamente continuaban aquellas que se podían realizar a la luz de
las velas o alguna lumbre y. por supuesto todas en el interior del
monasterio.
Llegó
el momento de retirarse a descansar y los chicos aun no habían
vuelto. El Abad ordenó a fray Luis permanecer en la puerta de
entrada por si aparecían los chicos durante la noche. Fray Ramiro se
ofreció voluntario a acompañar a fray Luis. Los dos frailes se
protegieron del frío con sendas mantas y se dispusieron a pasar la
noche pacientemente. Los muchachos aparecieron pronto, cansados pero
impacientes por contar lo que habían descubierto.
Cenaron
con avidez y una vez repuestas las fuerzas y sobre todo el calor
corporal, se dirigieron a ver al Abad acompañados de fray Ramiro.
Ante
la presencia del Abad y fray Ramiro, los chicos relataron lo que
habían descubierto. La voz cantante de la conversación la llevó
Tedesio, interviniendo Diego cuando le hacían alguna pregunta
directa o su compañero le solicitaba su corroboración. De vez en
cuando se cruzaban miradas cómplices para advertirse de no contar
los métodos empleados, aunque para ello incurrieron en alguna
contradicción.
—Ya
podéis ir a descansar. Mañana retomaremos las lecciones —les dijo
fray Ramiro cuando hubieron terminado el relato.
Los
chicos hicieron una reverencia al Abad y se marcharon a su celda. En
cuanto cerraron la puerta, el Abad preguntó a fray Ramiro su
opinión.
—Habrán
sido lobos. Los chicos son fantasiosos y han exagerado el tamaño de
las heridas —le respondió el monje.
—Mañana
cuando venga el padre del pastor, decidle donde está el cuerpo de su
hijo para que lo traiga y podamos realizar el funeral
Diego
y Tedesio llegaron a la celda, donde les esperaban despiertos sus
amigos. Diego deseó buenas noches a sus amigos y se acostó
rápidamente en su camastro. El único que le contestó fue Matías
que escuchaba divertido como Tedesio y Gonzalo se enzarzaban en un
intercambio de palabras, intentando contar cada uno su propia
historia. Se interrumpían el uno al otro y no se escuchaban, y así
estuvieron elevando la voz para hacerse oír por encima del otro,
hasta que apareció en la puerta fray Ramiro que, con el semblante
serio, les lanzó una advertencia.
—Si
tenéis ganas de hablar, podemos salir a rezar con el frío, pero si
no tenéis tantas ganas, guardad silencio y dormid para recuperar
fuerzas para mañana.
Los
tres chicos que todavía estaban levantados se acostaron
inmediatamente.
—Mañana
hablaremos —dijeron al unísono, seguido del sonido acompasado que
produce la respiración cuando se cae en los brazos de Morfeo.
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Aquella
noche, extraños sueños volvieron a visitar el monasterio. Sueños
agitados por peleas, persecuciones y desproporcionados leones salidos
de los más fantásticos manuscritos. Hasta que un gallo lanzó al
aire el aviso de la inminente llegada de un nuevo día. A
continuación un volteo de campanas indicaba el comienzo de la
jornada, tanto para los monjes como para los habitantes de la cercana
aldea. Los campesinos iniciaban sus tareas diarias con el canto del
gallo y escuchaban el tañido de la campana ya enfrascados en sus
trabajos. El oficio de laudes era el primer acto de la rutina
monacal, tras el cual cada monje se dirigía a sus quehaceres
diarios.
Los
cuatro chicos se dirigían a sus clases con fray Ramiro y mientras
caminaban por los pasillos iban relatándose lo ocurrido en el día
anterior. Matías que, al ser el único que había tenido una jornada
relativamente normal, le tocó la tarea de moderar la conversación
para que cada uno se enterara de lo que le había ocurrido a los
otros.
La
agitación de la noche y los nervios matutinos, hizo que se
retrasaran a su cita diaria con fray Ramiro y como consecuencia de
esto, se lo encontraron serio y, a pesar, de no aparentarlo, los
chicos sabían que estaba enfadado. Prueba de ello fue que, en cuanto
llegaron les hizo dar gracias a Dios a rítmo de flexiones azuzados
con una vara de avellano para que no perdieran el rítmo.
Ya
por la tarde, tras la comida, los cuatro amigos se dispusieron a
sacar conclusiones con lo que sabían hasta el momento. Empezó
Tedesio.
—Hay
un monje que también conoce la magia. El que Gonzalo vio
transformarse en león. Ese monje mató al Choto. Su padre sospecha
que también mataron a Eusebio y lo más lógico es que lo haya hecho
el mismo fraile.
Diego
le tomó la palabra.
—El
que mató a Eusebio estará buscando los pergaminos, con lo cual
tenemos que llevar mucho cuidado. No los mostréis a nadie. Ya ha
matado a dos chicos y no creo que tenga reparos en volver a hacerlo.
Vosotros dos —refiriéndose a Matías y Tedesio —deberíais
aprender a defenderos de un posible ataque —y los aludidos
asintieron con la cabeza.
Gonzalo
aprovechó la pausa para cambiar el curso de la conversación.
—¿Qué
puede ser el rayo de luz ese? y ¿qué pretende el asesino, o el
enemigo como preferimos llamarlo, con él?
— Ese
rayo de luz es un rayo de sol —intervino Tedesio —como los que se
filtran por las rendijas o los ventanales cuando lanzas el polvo al
aire. Señala el agujero indicado en el pergamino más nuevo. Esta
mañana el sol estaba detrás de la cruz, por eso Gonzalo no pudo ver
con claridad al monje. Este hizo algo en la cruz y apareció el rayo
ese, como con el polvo.
—Pero
la cruz es de piedra —le advirtió Gonzalo.
—Pues
tendremos que subir a comprobarlo. Además en el pergamino lo dice
claramente: "El sol te señalará el lugar donde a los ahogados
se les revelará el poder". El sol, un rayo y el agujero que es
el pozo con agua. Está claro que no puede ser otra cosa.
—Pues
tú no lo tienes tan claro porque te has equivocado con la
traducción. Lo que dice es: "El sol te guiará donde los
negadores te revelarán el poder". Guiar, no señalar; y negar,
no anegar.
—Ya,
y ¿qué son Negadores? ¿No será más lógico que ponga anegar, que
también significa ahogar, por el agua del pozo.
—No
sé lo que son, pero pone Negadores y no anegadores.
—Dejad
de discutir. Ya lo averiguaremos —dijo Diego. —Subamos a examinar
la cruz.
Para
evitar ser vistos y pudieran hacerles incomodas preguntas, Diego ideó
un plan para subir furtivamente al campanario. Con él encabezando la
incursión, fueron de uno en uno, ocultándose en recodos y rincones,
dándose paso uno a otro cuando veían el camino despejado. No fue
difícil llegar hasta la estrecha escalera pues, además de estar
poco poblado, los habitantes del monasterio estaban en sus
quehaceres. La escalera subía junto a las paredes hasta el
campanario, dejando un gran hueco en el centro donde caía la cuerda
con la que se tañía la campana.
Diego
se asomó cauteloso por el hueco y comprobó que la torre estaba
vacía.
—Subid
rápido y en silencio —dijo en voz baja.
—¿Las
dos cosas? —protestó el obeso Gonzalo.
—Sí.
Ánimo que tú puedes hacerlo.
Tal
y como les había dicho Diego, subieron todo lo rápido que la
prudencia, por no hacer ruido, les permitió. Cuando llegaron a la
parte alta, y ya sintiéndose seguros, recuperaron el aliento perdido
durante la ascensión. Miraron con curiosidad a Gonzalo, que se le
veía razonablemente entero. Lo felicitaron, y cuando éste fue a
agradecérselo, lo único que surgió de su boca fue una sonora
bocanada de aire. Sonriendo se dirigieron hacia la cruz y, mientras
Gonzalo se sentaba en el pedestal, sus tres amigos se dispusieron a
inspeccionarla.
La
gran cruz de piedra coronaba el campanario. Estaba decorada con
motivos vegetales tallados. Desde su posición dominaba todo el
valle, otorgando así su protección a cuantos allí habitaban.
Examinaron
el pedestal y la base del crucifijo sin ver nada extraño más allá
de las pétreas hojas y ramas que la adornaban. Tedesio siguió con
la mirada el camino de una de las ramas hasta los brazos de la cruz.
El tallo subía sinuosamente hasta acabar en una flor que tenía un
hueco en su centro. Desde abajo no se podía ver bien el hueco de la
flor, así que pidió que lo ayudaran a subir para verlo de más
cerca. Tras izarlo entre Matías y Diego, comprobó que el adorno con
forma de flor ocultaba un agujero en su centro que atravesaba la
piedra de parte a parte.
Gonzalo,
que ya se había recuperado de la ascensión, confirmó que ese era
el lugar donde estaba el monje-león.
—Pues,
a parte del agujero, aquí no hay nada —dijo Tedesio.
Incluso
inspeccionó el interior del hueco con el dedo. Notó un pinchazo que
le hizo retirarlo bruscamente, haciéndose un corte en la yema.
Con
dificultad añadida por la herida, bajó de nuevo a la azotea, no sin
antes observar el pozo desde esa posición, para tener el punto de
vista de los que habían subido hasta allí antes que él.
Al
estar más alto todavía que en la azotea, se divisaba el claustro en
su amplitud, sin las molestias de los tejadillos que protegían los
pasillos laterales de la lluvia y demás inclemencias. El pozo se
veía perfectamente y, si no fuera por la tapadera de madera que
cubría su boca, se podría ver hasta su interior. Lo que retrasó su
descenso a la azotea desde lo alto del crucifijo, fue la sensación
que le daba el claustro. Éste parecía estar inclinado hacia el
centro, adoptado una ligera forma de embudo, como los que se
utilizaban para llenar los recipientes de boca estrecha.
Los
cuatro chicos, impresionados por la espectacularidad del paisaje que
se divisaba desde esa posición, se quedaron un rato admirando el
valle y las montañas que lo circundaban.
—¿Y
ahora qué hacemos? —preguntó Gonzalo.
—Bajaremos
al pozo a examinarlo. Si el pergamino indica ese lugar debe ser por
algún motivo importante. Será la entrada a algún lugar secreto.
Una
vez se hubo pasado el momento de euforia, se acordaron del viento
frío que soplaba inmisericorde en lo alto del campanario.
Recordatorio que les hizo pensar en lo fría que tenía que estar el
agua del pozo. Se miraron unos a otros con cara de circunstancias.
Todos menos Matías que miraba absorto el pozo desde lo alto.
—Sí
Matías, sí. El agua estará helada pero hay que hacerlo...
A
Tedesio no le dio tiempo a acabar la frase. Su amigo estaba
canturreando el conjuro de transformación. Extendió los brazos,
que, cubiertos de ondeantes plumas, se habían transformado en dos
enormes alas. Asombrados, miraban como su amigo se estaba
transformando en un enorme pájaro dorado, con las alas y el lomo del
color del azabache. Para ellos, hombres de poco campo y menos monte,
el ave se asemejaba a un águila o a un buitre, pero con unos grandes
ojos ambarinos orlados de rojo sangre, que le daban un aspecto
temible. El negro antifaz que le rodeaba los ojos y se extendía
hasta la nuca ayudaba a darle un aspecto feroz. Una hirusta barba
oscura bajo su recio pico completaba la misteriosa fisonomía del
nuevo cuerpo de Matías. Completamente transformado, saltó de la
azotea en dirección al claustro con las alas henchidas por el viento
y, con un calculado planeo descendió velozmente, aterrizando entre
la vegetación. Este aterrizaje desbarató el asombroso
acontecimiento que acaban de presenciar, pues la falta de práctica
unida a la velocidad del descenso hizo que Matías se fuera de bruces
al suelo, quedando tendido entre la vegetación con toda su enorme
envergadura desplegada.
Los
chicos, asustados por el aparatoso aterrizaje, bajaron del campanario
a toda prisa, más preocupados por su amigo que por el sigilo.
Corrieron por los pasillos del monasterio camino del claustro, y se
cruzaron con uno de los monjes que corría en sentido contrario,
procedente del claustro, mientras daba la voz de alarma.
—El
Abanto. El Abanto está aquí —gritaba el monje mientras corría
por los pasillos.
Sigue en: 9 - El Abanto y otras bestias
Sigue en: 9 - El Abanto y otras bestias
Un
relato de magia
ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973
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