sábado, 10 de noviembre de 2018

Un relato de magia ancestral - 10 - Descenso a la oscuridad

El claustro del monasterio estaba muy cuidado, con abundantes plantas de diversos tipos. En primavera se poblaba de flores de todos los colores y formas, pero en invierno podía ser un lugar muy frío y húmedo. Esto no alejaba la tranquilidad que inspiraba el lugar. Muchos monjes solían venir al claustro en busca de tranquilidad para descansar, relajarse o simplemente meditar. En el centro, lugar donde confluían los caminos que partían de los laterales, había un pozo de piedra, de la que siempre se extraía agua fresca y cristalina. Dicho pozo tenía la capacidad de almacenar y mantener el agua a una temperatura fresca en verano y no excesivamente fría en invierno. Estaba adornado con figuras talladas de animales que se reunían a beber de una charca.

Solamente faltaba Tedesio, pues los otros tres muchachos ya habían llegado. Iban ataviados con fardos sujetos a sus cuerpos con cuerdas. Aprovecharon la espera para hacer un rápido repaso de las cosas que habían traído: Mantas, yesca y pedernal, para encender fuego, algo de brea, cuerdas, Gonzalo y Diego llevaban sujetas a la cintura sendas dagas y Matías portaba dos largos bastones, uno para él y otro para Tedesio. Para comer habían recogido algo de queso, jamón curado y unas hogazas de pan.
En esto estaban cuando apareció Tedesio con un barril de mediano tamaño al hombro. Ante la asombrada mirada de sus amigos éste les explicó lo que para él parecía evidente.
¿Cómo pensabais bajar sin mojar el equipo? Si de este barril no se escapa el agua, tampoco entrará.
Colocaron en su interior las cosas que no debían de mojarse, y tras cerrarlo le ataron una cuerda y lo arrojaron al pozo.
Los monjes estaban realizando una reunión extraordinaria y los chicos estaban seguros que nadie se preocuparía por ellos en su incursión al pasadizo que, según interpretaban en los pergaminos, partía del interior del pozo.
Comencemos a calentar el agua —dijo Tedesio, emocionado, por la aventura.
Los cuatro chicos, al unísono, comenzaron a entonar el hechizo que les permitiría calentar el agua del pozo. Los cuatro, como una sola voz, repetían una y otra vez el hechizo, hasta que el contraste entre el frío ambiente del claustro y el agua caliente hizo desprender volutas de vapor que ascendían de la boca del pozo, indicando así la elevada temperatura.
Se despojaron de las ropas, que guardaron convenientemente para que no se mojaran. A una señal de Tedesio, los cuatro se fueron sumergiendo sin vacilar en las calientes aguas.
Guiados por Gonzalo, que recordaba el lugar que había señalado el rayo blanco, bucearon hasta el lugar donde estaba la entrada al pasadizo secreto.

El pasadizo era ascendente, con lo cual enseguida salieron del agua y tuvieron que trepar apoyándose en unos toscos salientes. Tan pronto salieron del agua, sus mojados cuerpos empezaron a enfriarse. Chorreando agua como estaban, continuaron la ascensión. El agua seguía caliente, pero el ambiente del pasadizo era frío y húmedo y, aunque esto último no les importaba demasiado, el contraste de temperaturas hacía que de sus cuerpos se desprendiese fantasmagóricas volutas de vapor. Continuaron por el pasadizo, buscando un lugar donde volver a ponerse sus ropas, hasta que se enfriaron tanto que se vieron obligados a pararse y, como pudieron, sacaron las ropas secas y se vistieron.
El pasadizo ya no ascendía y ahora discurría nivelado hacia el interior de la montaña. La oscuridad era total y, previsores como fueron, cogieron los útiles para hacer fuego y se dispusieron a procurarse iluminación.
Mientras Matías encendía las antorchas, los otros tres sacaron el equipo del barril y lo repartieron entre las sacas y fardos. La verdad es que Gonzalo hacía bien poco, como hijo de noble, era a lo que estaba acostumbrado, y con la excusa de vigilar el pasadizo, dejó que sus amigos se ocuparan de todo. Se acomodaron los fardos, bien sujetos a la espalda, y tras indicarle a Gonzalo cual era el suyo, se dispusieron a continuar.
Me habéis dado el más pesado. ¡Uf! Esto es demasiado. Seguro que los vuestros pesan menos —protestaba Gonzalo, poco habituado a ir cargado.
Sus compañeros no le hacían ningún caso porque, a la luz de las antorchas, estaban observando la gruta por la que avanzaban. Era una grieta natural que se internaba en el interior de la tierra. El suelo se alternaba entre zonas de dura roca y zonas arenosas. Los surcos en las paredes, hacían pensar que alguna vez por ahí pasó un río. Del techo, surgían puntiagudas estalactitas que desprendían brillantes gotas de agua. A la luz de las antorchas, veían la gota caer hasta que impactaba en su correspondiente estalagmita, produciendo el característico, "ploc". Algunas piedras incrustadas en las paredes, emitían destellos, como ojos curiosos que parpadeaban tras ser despertados de un largo letargo.
Continuaron avanzando por la gruta y al poco de avanzar, Tedesio les dio el alto.
¿Qué es eso que hay ahí en el suelo?
Se acercaron curiosos a ver lo que había en el suelo.
Una gruesa capa mojada estaba tirada de cualquier manera a un lado del pasadizo. Observaron la prenda y comprobaron que era una capa de las que llevan los monjes cuando marchan de viaje. Alguien había pasado por ahí antes que ellos y eso los inquietó mucho. Miraron a su alrededor buscando al propietario de la capa. Los brillantes cristales, el inquietante goteo y su juvenil imaginación, los hizo asustarse hasta tal punto que creían ver a alguien acechado tras cada recodo.
Instintivamente Diego desenfundó su daga y se puso en cabeza de la formación que él mismo se encargó de hacer.
Yo iré delante, Tedesio detrás de mí, luego Matías y por último Gonzalo.
¿Por qué yo el último?
¿Acaso tienes miedo? —se burló Tedesio.
No tengo miedo, pero no me gusta que me releguen.
Porque tú eres el que mejor combates —le halagó intencionadamente Diego.
Por eso debería ir el primero.
Delante iré yo para aguantar el primer ataque. Si esto ocurriera, tú avanzas para apoyarme —explicaba Diego—. Pero si el ataque se produjera por la retaguardia necesitamos a un buen guerrero para protegerla y tú eres la persona indicada para eso.
Gonzalo quedó satisfecho por la explicación y tras ocupar su lugar en la formación continuaron avanzando.
La gruta serpenteaba y se iba ensanchando a medida que avanzaban. Esto creaba más recovecos y amenazadoras sombras. Ayudados de la antorcha, seguían el rastro de gotas de agua que el dueño de la capa había ido dejando por el suelo, hasta que llegó el momento que éstas desaparecieron. Los chicos supusieron que a su propietario se le habían secado las ropas y no le dieron más importancia. Al girar por uno de los innumerables recodos vieron una suave luz que provenía del fondo del pasillo. Hasta allí avanzaron y descubrieron que el pasadizo desembocaba en una amplia caverna. La caverna podía ser natural, pero lo que allí encontraron, desde luego, había sido creado por la mano del hombre.
En la pared opuesta a ellos, había un enorme busto tallado en la misma roca. Tan grande como una casa, el busto representaba a una enjoyada mujer, con el cabello recogido en sendos rodetes a ambos lados de la cabeza que le ocultaban las orejas. Algunos mechones trenzados y acabados en perillas, que se apoyaban sobre los hombros, caían a ambos lados de la cara y esto era lo que más impactaba, la cara. Su mirada perdida en la distancia transmitía serenidad, tranquilidad, incluso paz interior. A la altura de su pecho, se abría dejando ver en su escote, diversos colgantes entre los que destacaba el portaamuletos donde habían colocado sendas puertas de piedra.
Asombrados por la grandiosidad del busto, se olvidaron de las precauciones y avanzaron hasta el centro de la estancia donde contemplaron maravillados la estatua.
Es una antigua sacerdotisa —dijo Tedesio.
O una reina —dudó Gonzalo.
Mira, su atuendo y sus adornos son de sacerdotisa, de suma sacerdotisa.
Es la de una Gran Dama —sentenció Matías.
Ante la mirada burlona de sus compañeros, tuvo que aclarar lo de "Gran Dama".
No me refiero al tamaño, me refiero al rango. Con esos collares, esa ropa, ese tocado y ese gesto tuvo que ser una dama importante, por eso le hicieron semejante estatua.
Las puertas habían sido reventadas hacía mucho tiempo por un objeto contundente de similares proporciones y ahora caídas como estaban dejaban escapar la luminiscencia de su interior.

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Todos los monjes que habitaban en el monasterio habían sido convocados de urgencia en la sala capitular, que era el lugar donde se reunían con el abad, para recordar las escrituras y conversar sobre asuntos concernientes al monasterio y sus habitantes. Los monjes se sentaban a los largo de los muros siguiendo un riguroso orden de antigüedad.
Presidiendo la reunión, estaba fray Gerardo de Peña, Abad del monasterio. Junto a él, el anciano Padre Palomeque de Povedilla, el bibliotecario y a continuación fray Ramiro, el maestro encargado de la enseñanza de los muchachos.
Fray Gerardo estaba visiblemente nervioso y se le notaba que la situación le incomodaba excesivamente. Se levanto de su asiento para centrar la atención de la concurrencia sobre él. Los murmullos cesaron y los presentes lo observaron atentamente.
Últimamente hemos sufrido una serie de desdichados acontecimientos. Yo no creo que, tal y como algunos dicen, algo maligno haya estado visitándonos. Más bien creo que han sido un cúmulo de casualidades. En este monasterio, con la ayuda de Dios, nos encargamos de estudiar las distintas ciencias para así ampliar nuestros conocimientos. Nuestro aislamiento, al estar alejado de aldeas y ciudades, nos permite que nada interfiera en nuestros estudios. Tenemos autorización para estudiar incluso los temas más ocultos e incluso peligrosos, pues al estar alejados, esto no supone un peligro para el resto de cristianos.
Al decir esto último buscó con la mirada la aprobación de Fray Ramiro y del Padre Palomeque de Povedilla que asentían, dando veracidad a las palabras del Abad. Alguno de los monjes se movía impaciente en su asiento, pero sin atreverse a interrumpir. Fray Gerardo de Peña se apercibió de ello y fue al grano.
Parece ser que algún hermano, desconociendo esto ha hecho llegar al obispo los acontecimientos ocurridos estos días. Esto no me preocuparía en exceso si no fuera porque ha debido de exagerar y dramatizar los hechos. Digo esto porque he recibido un mensaje del obispado, donde se me comunica la inminente visita de fray Vedasto, un representante del obispo, para dar fe de los acontecimientos acaecidos. Esto va alterar la tranquilidad del monasterio y por eso ruego prudencia en vuestros comentarios y actitudes para no empeorar la situación y que fray Vedasto se marche lo antes posible.
Fray Gerardo volvió a tomar asiento y fray Ramiro le tomó la palabra, se levantó y paseó su particular mirada inquisitiva por los monjes que murmuraban las noticias del Abad.
En primer lugar pedir disculpas al hermano Luis por dudar de su honestidad —dijo fray Ramiro ante el asombro del aludido, que no se lo esperaba.
Hermano Ramiro, os aseguro que yo no...
Lo sé, lo sé, —le tranquilizó fray Ramiro— tu historia del Abanto me hizo sospechar que fuiste a contarle al obispo Dios sabe que cosas, pero sé que no te hubiera dado tiempo. Cuando llegó el mensajero tú estarías todavía de camino. No me quiero volver a equivocar con infundadas sospechas, por eso pregunto, ¿quién ha sido?. Es momento de hablar claro.
Ha sido fray Canciano el que ha ido con el cuento al obispo —dijo fray Ramón con toda rotundidad, ante el asombro general.
Todos buscaban al acusado y, al darse cuenta que éste no estaba volvieron a estallar las murmuraciones y las acusaciones.
Lo dices con mucha seguridad. Quizás sepas algo que los demás desconocemos —le conminó fray Ramiro.
Tú mismo lo has dicho. Es momento de hablar claro. Pues más claro no puedo ser. Estoy seguro que, quién ha ido al obispado a contarle al obispo lo que ha ocurrido estos últimos días, ha sido fray Canciano.
Eso ya lo has dicho. Ahora explícate.
Fray Canciano es un tradicionalista que está continuamente criticando la actitud de todo el mundo. Según él, deberíamos seguir la Regula Monachorum de San Benito al pie de la letra. Le molesta que hagamos nuestra propia interpretación en beneficio de la investigación o el estudio. La regla monacal, está escrita hace mucho tiempo para seguir una vida dedicada al rezo y la meditación. Si la siguiéramos al pie de la letra, es tan restrictiva que no nos quedaría tiempo para el resto de quehaceres.
Fray Ramón hizo una suave reverencia al Abad y continuó.
El otro día yo estaba presente en una de las discusiones que tuvieron nuestro señor Abad y fray Canciano. Este último le reprochaba la actitud benevolente de nuestro señor Abad y le acusaba de falta de religiosidad en favor de otros menesteres que, según él , nos apartan de la madre iglesia. Luego acabó amenazando con un castigo divino. Está claro que ha sido fray Canciano el que ha ido con alguna distorsionada historia al obispado, y el mensajero del obispo ha llegado con el comunicado antes que él, que seguro todavía está de viaje hacia aquí.
Cuando fray Ramón acabó su discurso, tomó de nuevo asiento entre los comentarios de sus hermanos, dándole la razón.
Fray Ramiro volvió a tomar la palabra.
De acuerdo, cuando regrese fray Canciano le preguntaremos lo que hay de cierto en todo esto, y que nos lo aclare. Hasta entonces concentrémonos en nuestros quehaceres y permanezcamos tranquilos siguiendo la rutina diaria.
Los acontecimientos creaban tensión entre los monjes y por eso cuando se levantaron de sus respectivos asientos para marcharse, fray Abelardo, el herbolario, ofreció algunas hierbas tranquilizantes por si alguno tenía dificultades de concentración. Luego cada uno volvió a sus quehaceres.

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Al atravesar la puerta de la base del imponente busto, lo que hasta ahora era una caverna natural, creada por la propia naturaleza, se convirtió en un pasadizo claramente construido por el hombre. Grandes bloques de piedra, perfectamente encajados unos con otros, formaban las paredes y el techo dando lugar a un largo túnel que se alejaba en línea recta. Adheridos a algunos bloques, unos líquenes emitían una cálida luz amarillenta, que se hacía más intensa a medida que se acercaban a ellos y se suavizaba cuando se alejaban. A pesar de la iluminación interior, los chicos se aferraban a sus menguadas antorchas buscando la seguridad de su propia iluminación.
Conforme avanzaban, la humedad en el ambiente iba en aumento e incomprensiblemente también el calor. Sus pesadas ropas, que antes les protegieron del frío, ahora les molestaban. La suma del calor de las antorchas, las ropas, la tensión y la caminata hizo que empezaran a sudar y a acusar la fatiga. El primero en dar muestras de cansancio fue Gonzalo, al que se le oía resoplar desde su posición en retaguardia.
Hemos bajado mucho, debemos estar cerca del infierno —comentó Matías.
No os paréis. Seguid avanzando antes que se consuman las antorchas —aconsejó Tedesio. —Si estuviéramos cerca del infierno olería a azufre, y el calor aumentaría. Hace el mismo calor, pero como llevamos un rato caminando nos molesta la ropa.
Su iluminación no les permitía ver más allá de unos cuantos pasos, o quizás una breve carrera. Además los líquenes no se iluminaban hasta que estaban suficientemente cerca, con lo cual no podían adivinar el final del túnel.
Diego, avanza más rápido. Ya tengo ganas de salir de este sitio —le urgió Tedesio.
No tengas tanta prisa. Puede haber trampas. No quiero pisar en falso y caer en un profundo agujero, o ser ensartado por alguna lanza estratégicamente colocada, ni que una gran roca nos aplaste o con suerte nos bloquee el camino...
Vale, vale, ya te he entendido, pero ¿podíamos ir un poco más rápido?. Me pone nervioso este lugar donde no sabemos dónde vamos y no se ve el final.
¡Cállate! —recriminaron a coro Matías y Gonzalo.
Tedesio murmuraba una ininteligible protesta cuando Diego señaló con la mano a algo que había delante de ellos, justo al límite del alcance de sus antorchas.
Avanzaron lo justo para ver que allí delante, bloqueando el túnel, había una gran cantidad de ramas recubiertas de pequeñas hojas verde oscuro. Parecía como si un árbol hubiera crecido allí dentro y, sin espacio para expandirse, se hubiera ido adaptando a los contornos del túnel, cubriéndolo por completo. Se acercaron todo lo que las tupidas ramas les permitieron y estudiaron la forma de continuar su camino.
Nuestro predecesor ha pasado por aquí, por lo que nosotros también podremos pasar —adivinó el suspicaz Tedesio.
Tu brillante deducción me asombra —dijo Gonzalo en tono de sorna—. El túnel avanza en línea recta, no hay ningún otro pasillo y todos podemos ver las ramas partidas y apartadas para abrirse paso.
Tedesio se agachó, apartó algunas ramas quebradas y recogió un trozo de tela rasgada de dos palmos de grande, que había enganchada entre ellas.
Pero no le ha sido fácil —dijo, mostrando a sus amigos el trozo de tela—. Ahora ya sabemos quién es.
¿Ah, sí? ¿Quién? —preguntó ingenuo Matías.
Pues al que le falte un trozo de su vestimenta —aclaró Tedesio mientras se lo guardaba entre las suyas propias.
Se pusieron manos a la obra y con la ayuda de los largos bastones que portaban, fueron apartando las ramas hasta que se abrieron paso. Al otro lado del ramaje, encontraron el resto del árbol, pues el túnel acababa allí mismo. El pasadizo estaba construido perforando la misma pared, o aprovechando alguna hendidura, y a los pies de la salida, había crecido un árbol cuyas ramas se habían introducido en él taponándolo. Descendieron por las cada vez más gruesas ramas, hasta la base del tronco y desde allí contemplaron el lugar donde estaban.
Aquello era un húmedo pantano con enredados árboles cuyas gruesas raíces sobresalían de las oscuras lagunas de agua estancada y finas ramas caían desde las copas buscando el embarrado suelo. Entre charca y charca se formaban resbaladizos senderos que, en ocasiones, estaban cubiertos de juncos y cañas. Entre los claros que dejaban las copas de los árboles, una espesa niebla impedía ver el cielo, aunque por la luminosidad que conseguía atravesarla se podía adivinar que todavía era de día. De vez en cuando, volutas de niebla se desprendían de la gran nube y descendían suavemente, sin prisa, hasta las lagunas donde se esparcían buscando la orilla. Cuando llegaban al borde de la laguna volvían a ascender incorporándose de nuevo a la nube que se arremolinaba algo más allá de las copas de los árboles. Aquí y allá graznidos, piares y algún rugido atestiguaban que la vida se abre paso hasta en los lugares más deprimentes. Animales serpentiformes nadaban en las impenetrables aguas, haciendo ondular su superficie cuando la rozaban.
Esto no es el infierno, pero si no es el purgatorio, éste debe ser muy parecido —dijo Gonzalo.
Demasiada vida para serlo, tanto el infierno como el purgatorio son los reinos de la muerte —le contestó Tedesio.
Algo me dice que pronto veremos a los demonios —sentenció el callado Diego, a la vez que apretaba el puño alrededor de la daga.

Sigue en: 11 - La caverna de la adoración

Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973

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