El
claustro del monasterio estaba muy cuidado, con abundantes plantas de
diversos tipos. En primavera se poblaba de flores de todos los
colores y formas, pero en invierno podía ser un lugar muy frío y
húmedo. Esto no alejaba la tranquilidad que inspiraba el lugar.
Muchos monjes solían venir al claustro en busca de tranquilidad para
descansar, relajarse o simplemente meditar. En el centro, lugar donde
confluían los caminos que partían de los laterales, había un pozo
de piedra, de la que siempre se extraía agua fresca y cristalina.
Dicho pozo tenía la capacidad de almacenar y mantener el agua a una
temperatura fresca en verano y no excesivamente fría en invierno.
Estaba adornado con figuras talladas de animales que se reunían a
beber de una charca.
Solamente
faltaba Tedesio, pues los otros tres muchachos ya habían llegado.
Iban ataviados con fardos sujetos a sus cuerpos con cuerdas.
Aprovecharon la espera para hacer un rápido repaso de las cosas que
habían traído: Mantas, yesca y pedernal, para encender fuego, algo
de brea, cuerdas, Gonzalo y Diego llevaban sujetas a la cintura
sendas dagas y Matías portaba dos largos bastones, uno para él y
otro para Tedesio. Para comer habían recogido algo de queso, jamón
curado y unas hogazas de pan.
En
esto estaban cuando apareció Tedesio con un barril de mediano tamaño
al hombro. Ante la asombrada mirada de sus amigos éste les explicó
lo que para él parecía evidente.
—¿Cómo
pensabais bajar sin mojar el equipo? Si de este barril no se escapa
el agua, tampoco entrará.
Colocaron
en su interior las cosas que no debían de mojarse, y tras cerrarlo
le ataron una cuerda y lo arrojaron al pozo.
Los
monjes estaban realizando una reunión extraordinaria y los chicos
estaban seguros que nadie se preocuparía por ellos en su incursión
al pasadizo que, según interpretaban en los pergaminos, partía del
interior del pozo.
—Comencemos
a calentar el agua —dijo Tedesio, emocionado, por la aventura.
Los
cuatro chicos, al unísono, comenzaron a entonar el hechizo que les
permitiría calentar el agua del pozo. Los cuatro, como una sola voz,
repetían una y otra vez el hechizo, hasta que el contraste entre el
frío ambiente del claustro y el agua caliente hizo desprender
volutas de vapor que ascendían de la boca del pozo, indicando así
la elevada temperatura.
Se
despojaron de las ropas, que guardaron convenientemente para que no
se mojaran. A una señal de Tedesio, los cuatro se fueron sumergiendo
sin vacilar en las calientes aguas.
Guiados
por Gonzalo, que recordaba el lugar que había señalado el rayo
blanco, bucearon hasta el lugar donde estaba la entrada al pasadizo
secreto.
El
pasadizo era ascendente, con lo cual enseguida salieron del agua y
tuvieron que trepar apoyándose en unos toscos salientes. Tan pronto
salieron del agua, sus mojados cuerpos empezaron a enfriarse.
Chorreando agua como estaban, continuaron la ascensión. El agua
seguía caliente, pero el ambiente del pasadizo era frío y húmedo
y, aunque esto último no les importaba demasiado, el contraste de
temperaturas hacía que de sus cuerpos se desprendiese
fantasmagóricas volutas de vapor. Continuaron por el pasadizo,
buscando un lugar donde volver a ponerse sus ropas, hasta que se
enfriaron tanto que se vieron obligados a pararse y, como pudieron,
sacaron las ropas secas y se vistieron.
El
pasadizo ya no ascendía y ahora discurría nivelado hacia el
interior de la montaña. La oscuridad era total y, previsores como
fueron, cogieron los útiles para hacer fuego y se dispusieron a
procurarse iluminación.
Mientras
Matías encendía las antorchas, los otros tres sacaron el equipo del
barril y lo repartieron entre las sacas y fardos. La verdad es que
Gonzalo hacía bien poco, como hijo de noble, era a lo que estaba
acostumbrado, y con la excusa de vigilar el pasadizo, dejó que sus
amigos se ocuparan de todo. Se acomodaron los fardos, bien sujetos a
la espalda, y tras indicarle a Gonzalo cual era el suyo, se
dispusieron a continuar.
—Me
habéis dado el más pesado. ¡Uf! Esto es demasiado. Seguro que los
vuestros pesan menos —protestaba Gonzalo, poco habituado a ir
cargado.
Sus
compañeros no le hacían ningún caso porque, a la luz de las
antorchas, estaban observando la gruta por la que avanzaban. Era una
grieta natural que se internaba en el interior de la tierra. El suelo
se alternaba entre zonas de dura roca y zonas arenosas. Los surcos en
las paredes, hacían pensar que alguna vez por ahí pasó un río.
Del techo, surgían puntiagudas estalactitas que desprendían
brillantes gotas de agua. A la luz de las antorchas, veían la gota
caer hasta que impactaba en su correspondiente estalagmita,
produciendo el característico, "ploc". Algunas piedras
incrustadas en las paredes, emitían destellos, como ojos curiosos
que parpadeaban tras ser despertados de un largo letargo.
Continuaron
avanzando por la gruta y al poco de avanzar, Tedesio les dio el alto.
—¿Qué
es eso que hay ahí en el suelo?
Se
acercaron curiosos a ver lo que había en el suelo.
Una
gruesa capa mojada estaba tirada de cualquier manera a un lado del
pasadizo. Observaron la prenda y comprobaron que era una capa de las
que llevan los monjes cuando marchan de viaje. Alguien había pasado
por ahí antes que ellos y eso los inquietó mucho. Miraron a su
alrededor buscando al propietario de la capa. Los brillantes
cristales, el inquietante goteo y su juvenil imaginación, los hizo
asustarse hasta tal punto que creían ver a alguien acechado tras
cada recodo.
Instintivamente
Diego desenfundó su daga y se puso en cabeza de la formación que él
mismo se encargó de hacer.
—Yo
iré delante, Tedesio detrás de mí, luego Matías y por último
Gonzalo.
—¿Por
qué yo el último?
—¿Acaso
tienes miedo? —se burló Tedesio.
—No
tengo miedo, pero no me gusta que me releguen.
—Porque
tú eres el que mejor combates —le halagó intencionadamente Diego.
—Por
eso debería ir el primero.
—Delante
iré yo para aguantar el primer ataque. Si esto ocurriera, tú
avanzas para apoyarme —explicaba Diego—. Pero si el ataque se
produjera por la retaguardia necesitamos a un buen guerrero para
protegerla y tú eres la persona indicada para eso.
Gonzalo
quedó satisfecho por la explicación y tras ocupar su lugar en la
formación continuaron avanzando.
La
gruta serpenteaba y se iba ensanchando a medida que avanzaban. Esto
creaba más recovecos y amenazadoras sombras. Ayudados de la
antorcha, seguían el rastro de gotas de agua que el dueño de la
capa había ido dejando por el suelo, hasta que llegó el momento que
éstas desaparecieron. Los chicos supusieron que a su propietario se
le habían secado las ropas y no le dieron más importancia. Al girar
por uno de los innumerables recodos vieron una suave luz que provenía
del fondo del pasillo. Hasta allí avanzaron y descubrieron que el
pasadizo desembocaba en una amplia caverna. La caverna podía ser
natural, pero lo que allí encontraron, desde luego, había sido
creado por la mano del hombre.
En
la pared opuesta a ellos, había un enorme busto tallado en la misma
roca. Tan grande como una casa, el busto representaba a una enjoyada
mujer, con el cabello recogido en sendos rodetes a ambos lados de la
cabeza que le ocultaban las orejas. Algunos mechones trenzados y
acabados en perillas, que se apoyaban sobre los hombros, caían a
ambos lados de la cara y esto era lo que más impactaba, la cara. Su
mirada perdida en la distancia transmitía serenidad, tranquilidad,
incluso paz interior. A la altura de su pecho, se abría dejando ver
en su escote, diversos colgantes entre los que destacaba el
portaamuletos donde habían colocado sendas puertas de piedra.
Asombrados
por la grandiosidad del busto, se olvidaron de las precauciones y
avanzaron hasta el centro de la estancia donde contemplaron
maravillados la estatua.
—Es
una antigua sacerdotisa —dijo Tedesio.
—O
una reina —dudó Gonzalo.
—Mira,
su atuendo y sus adornos son de sacerdotisa, de suma sacerdotisa.
—Es
la de una Gran Dama —sentenció Matías.
Ante
la mirada burlona de sus compañeros, tuvo que aclarar lo de "Gran
Dama".
—No
me refiero al tamaño, me refiero al rango. Con esos collares, esa
ropa, ese tocado y ese gesto tuvo que ser una dama importante, por
eso le hicieron semejante estatua.
Las
puertas habían sido reventadas hacía mucho tiempo por un objeto
contundente de similares proporciones y ahora caídas como estaban
dejaban escapar la luminiscencia de su interior.
\`´/
Todos
los monjes que habitaban en el monasterio habían sido convocados de
urgencia en la sala capitular, que era el lugar donde se reunían con
el abad, para recordar las escrituras y conversar sobre asuntos
concernientes al monasterio y sus habitantes. Los monjes se sentaban
a los largo de los muros siguiendo un riguroso orden de antigüedad.
Presidiendo
la reunión, estaba fray Gerardo de Peña, Abad del monasterio. Junto
a él, el anciano Padre Palomeque de Povedilla, el bibliotecario y a
continuación fray Ramiro, el maestro encargado de la enseñanza de
los muchachos.
Fray
Gerardo estaba visiblemente nervioso y se le notaba que la situación
le incomodaba excesivamente. Se levanto de su asiento para centrar
la atención de la concurrencia sobre él. Los murmullos cesaron y
los presentes lo observaron atentamente.
—Últimamente
hemos sufrido una serie de desdichados acontecimientos. Yo no creo
que, tal y como algunos dicen, algo maligno haya estado visitándonos.
Más bien creo que han sido un cúmulo de casualidades. En este
monasterio, con la ayuda de Dios, nos encargamos de estudiar las
distintas ciencias para así ampliar nuestros conocimientos. Nuestro
aislamiento, al estar alejado de aldeas y ciudades, nos permite que
nada interfiera en nuestros estudios. Tenemos autorización para
estudiar incluso los temas más ocultos e incluso peligrosos, pues al
estar alejados, esto no supone un peligro para el resto de
cristianos.
Al
decir esto último buscó con la mirada la aprobación de Fray Ramiro
y del Padre Palomeque de Povedilla que asentían, dando veracidad a
las palabras del Abad. Alguno de los monjes se movía impaciente en
su asiento, pero sin atreverse a interrumpir. Fray Gerardo de Peña
se apercibió de ello y fue al grano.
—Parece
ser que algún hermano, desconociendo esto ha hecho llegar al obispo
los acontecimientos ocurridos estos días. Esto no me preocuparía en
exceso si no fuera porque ha debido de exagerar y dramatizar los
hechos. Digo esto porque he recibido un mensaje del obispado, donde
se me comunica la inminente visita de fray Vedasto, un representante
del obispo, para dar fe de los acontecimientos acaecidos. Esto va
alterar la tranquilidad del monasterio y por eso ruego prudencia en
vuestros comentarios y actitudes para no empeorar la situación y que
fray Vedasto se marche lo antes posible.
Fray
Gerardo volvió a tomar asiento y fray Ramiro le tomó la palabra, se
levantó y paseó su particular mirada inquisitiva por los monjes que
murmuraban las noticias del Abad.
—En
primer lugar pedir disculpas al hermano Luis por dudar de su
honestidad —dijo fray Ramiro ante el asombro del aludido, que no se
lo esperaba.
—Hermano
Ramiro, os aseguro que yo no...
—Lo
sé, lo sé, —le tranquilizó fray Ramiro— tu historia del Abanto
me hizo sospechar que fuiste a contarle al obispo Dios sabe que
cosas, pero sé que no te hubiera dado tiempo. Cuando llegó el
mensajero tú estarías todavía de camino. No me quiero volver a
equivocar con infundadas sospechas, por eso pregunto, ¿quién ha
sido?. Es momento de hablar claro.
—Ha
sido fray Canciano el que ha ido con el cuento al obispo —dijo fray
Ramón con toda rotundidad, ante el asombro general.
Todos
buscaban al acusado y, al darse cuenta que éste no estaba volvieron
a estallar las murmuraciones y las acusaciones.
—Lo
dices con mucha seguridad. Quizás sepas algo que los demás
desconocemos —le conminó fray Ramiro.
—Tú
mismo lo has dicho. Es momento de hablar claro. Pues más claro no
puedo ser. Estoy seguro que, quién ha ido al obispado a contarle al
obispo lo que ha ocurrido estos últimos días, ha sido fray
Canciano.
—Eso
ya lo has dicho. Ahora explícate.
—Fray
Canciano es un tradicionalista que está continuamente criticando la
actitud de todo el mundo. Según él, deberíamos seguir la Regula
Monachorum de San Benito al pie de la letra. Le molesta que hagamos
nuestra propia interpretación en beneficio de la investigación o el
estudio. La regla monacal, está escrita hace mucho tiempo para
seguir una vida dedicada al rezo y la meditación. Si la siguiéramos
al pie de la letra, es tan restrictiva que no nos quedaría tiempo
para el resto de quehaceres.
Fray
Ramón hizo una suave reverencia al Abad y continuó.
—El
otro día yo estaba presente en una de las discusiones que tuvieron
nuestro señor Abad y fray Canciano. Este último le reprochaba la
actitud benevolente de nuestro señor Abad y le acusaba de falta de
religiosidad en favor de otros menesteres que, según él , nos
apartan de la madre iglesia. Luego acabó amenazando con un castigo
divino. Está claro que ha sido fray Canciano el que ha ido con
alguna distorsionada historia al obispado, y el mensajero del obispo
ha llegado con el comunicado antes que él, que seguro todavía está
de viaje hacia aquí.
Cuando
fray Ramón acabó su discurso, tomó de nuevo asiento entre los
comentarios de sus hermanos, dándole la razón.
Fray
Ramiro volvió a tomar la palabra.
—De
acuerdo, cuando regrese fray Canciano le preguntaremos lo que hay de
cierto en todo esto, y que nos lo aclare. Hasta entonces
concentrémonos en nuestros quehaceres y permanezcamos tranquilos
siguiendo la rutina diaria.
Los
acontecimientos creaban tensión entre los monjes y por eso cuando
se levantaron de sus respectivos asientos para marcharse, fray
Abelardo, el herbolario, ofreció algunas hierbas tranquilizantes por
si alguno tenía dificultades de concentración. Luego cada uno
volvió a sus quehaceres.
\`´/
Al
atravesar la puerta de la base del imponente busto, lo que hasta
ahora era una caverna natural, creada por la propia naturaleza, se
convirtió en un pasadizo claramente construido por el hombre.
Grandes bloques de piedra, perfectamente encajados unos con otros,
formaban las paredes y el techo dando lugar a un largo túnel que se
alejaba en línea recta. Adheridos a algunos bloques, unos líquenes
emitían una cálida luz amarillenta, que se hacía más intensa a
medida que se acercaban a ellos y se suavizaba cuando se alejaban. A
pesar de la iluminación interior, los chicos se aferraban a sus
menguadas antorchas buscando la seguridad de su propia iluminación.
Conforme
avanzaban, la humedad en el ambiente iba en aumento e
incomprensiblemente también el calor. Sus pesadas ropas, que antes
les protegieron del frío, ahora les molestaban. La suma del calor de
las antorchas, las ropas, la tensión y la caminata hizo que
empezaran a sudar y a acusar la fatiga. El primero en dar muestras de
cansancio fue Gonzalo, al que se le oía resoplar desde su posición
en retaguardia.
—Hemos
bajado mucho, debemos estar cerca del infierno —comentó Matías.
—No
os paréis. Seguid avanzando antes que se consuman las antorchas
—aconsejó Tedesio. —Si estuviéramos cerca del infierno olería
a azufre, y el calor aumentaría. Hace el mismo calor, pero como
llevamos un rato caminando nos molesta la ropa.
Su
iluminación no les permitía ver más allá de unos cuantos pasos, o
quizás una breve carrera. Además los líquenes no se iluminaban
hasta que estaban suficientemente cerca, con lo cual no podían
adivinar el final del túnel.
—Diego,
avanza más rápido. Ya tengo ganas de salir de este sitio —le
urgió Tedesio.
—No
tengas tanta prisa. Puede haber trampas. No quiero pisar en falso y
caer en un profundo agujero, o ser ensartado por alguna lanza
estratégicamente colocada, ni que una gran roca nos aplaste o con
suerte nos bloquee el camino...
—Vale,
vale, ya te he entendido, pero ¿podíamos ir un poco más rápido?.
Me pone nervioso este lugar donde no sabemos dónde vamos y no se ve
el final.
—¡Cállate!
—recriminaron a coro Matías y Gonzalo.
Tedesio
murmuraba una ininteligible protesta cuando Diego señaló con la
mano a algo que había delante de ellos, justo al límite del alcance
de sus antorchas.
Avanzaron
lo justo para ver que allí delante, bloqueando el túnel, había una
gran cantidad de ramas recubiertas de pequeñas hojas verde oscuro.
Parecía como si un árbol hubiera crecido allí dentro y, sin
espacio para expandirse, se hubiera ido adaptando a los contornos del
túnel, cubriéndolo por completo. Se acercaron todo lo que las
tupidas ramas les permitieron y estudiaron la forma de continuar su
camino.
—Nuestro
predecesor ha pasado por aquí, por lo que nosotros también podremos
pasar —adivinó el suspicaz Tedesio.
—Tu
brillante deducción me asombra —dijo Gonzalo en tono de sorna—.
El túnel avanza en línea recta, no hay ningún otro pasillo y todos
podemos ver las ramas partidas y apartadas para abrirse paso.
Tedesio
se agachó, apartó algunas ramas quebradas y recogió un trozo de
tela rasgada de dos palmos de grande, que había enganchada entre
ellas.
—Pero
no le ha sido fácil —dijo, mostrando a sus amigos el trozo de
tela—. Ahora ya sabemos quién es.
—¿Ah,
sí? ¿Quién? —preguntó ingenuo Matías.
—Pues
al que le falte un trozo de su vestimenta —aclaró Tedesio mientras
se lo guardaba entre las suyas propias.
Se
pusieron manos a la obra y con la ayuda de los largos bastones que
portaban, fueron apartando las ramas hasta que se abrieron paso. Al
otro lado del ramaje, encontraron el resto del árbol, pues el túnel
acababa allí mismo. El pasadizo estaba construido perforando la
misma pared, o aprovechando alguna hendidura, y a los pies de la
salida, había crecido un árbol cuyas ramas se habían introducido
en él taponándolo. Descendieron por las cada vez más gruesas
ramas, hasta la base del tronco y desde allí contemplaron el lugar
donde estaban.
Aquello
era un húmedo pantano con enredados árboles cuyas gruesas raíces
sobresalían de las oscuras lagunas de agua estancada y finas ramas
caían desde las copas buscando el embarrado suelo. Entre charca y
charca se formaban resbaladizos senderos que, en ocasiones, estaban
cubiertos de juncos y cañas. Entre los claros que dejaban las copas
de los árboles, una espesa niebla impedía ver el cielo, aunque por
la luminosidad que conseguía atravesarla se podía adivinar que
todavía era de día. De vez en cuando, volutas de niebla se
desprendían de la gran nube y descendían suavemente, sin prisa,
hasta las lagunas donde se esparcían buscando la orilla. Cuando
llegaban al borde de la laguna volvían a ascender incorporándose de
nuevo a la nube que se arremolinaba algo más allá de las copas de
los árboles. Aquí y allá graznidos, piares y algún rugido
atestiguaban que la vida se abre paso hasta en los lugares más
deprimentes. Animales serpentiformes nadaban en las impenetrables
aguas, haciendo ondular su superficie cuando la rozaban.
—Esto
no es el infierno, pero si no es el purgatorio, éste debe ser muy
parecido —dijo Gonzalo.
—Demasiada
vida para serlo, tanto el infierno como el purgatorio son los reinos
de la muerte —le contestó Tedesio.
—Algo
me dice que pronto veremos a los demonios —sentenció el callado
Diego, a la vez que apretaba el puño alrededor de la daga.
Sigue en: 11 - La caverna de la adoración
Sigue en: 11 - La caverna de la adoración
Un
relato de magia
ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973
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