domingo, 30 de noviembre de 2008

Lágrimas amargas

Como tantas veces a la misma hora, me paro en uno de los cruces de la avenida. Como tantas veces miro abstraídamente la perspectiva de la calle, mientras vigilo con el rabillo del ojo el cambio de color del semáforo. Como tantas veces hay gente que, pese a ser anónima, también se detiene a la misma hora y en los mismos lugares que yo. Camaradas anónimos de la rutina nocturna.
Con la mirada fija al frente, mi atento rabillo detecta el cambio de color de verde a naranja y luego a rojo. Detengo el coche instintivamente, con mi mente viajando por mis pensamientos. En ese momento Ana Belén, cantando “El hombre del piano”, hace que gire la cabeza a la derecha y veo, en el coche de al lado, la más emotiva imagen que mi retina haya presenciado.
Veo a esa chica que aunque no es especialmente guapa, el maquillaje le da el encanto de un anuncio de colonia. Pero en esta ocasión el maquillaje ha sido erosionado por las lágrimas que han creado una oscura cuenca que discurre por sus mejillas. Me apena mucho imaginarme que provoca tanto dolor. Se gira y me mira. Sabe que la estoy observando y no por eso reprime sus lágrimas. Ana Belén canta con fuerza el estribillo y la chica llora con más intensidad. El salado caudal discurre por su cara hasta gotear por su barbilla.
–Se habrá peleado con su novio –pienso mientras procuro ser amable con ella, aunque creo que no lo consigo.
El semáforo cambia y mis camaradas protestan. Ambos nos quedamos quietos y los otros conductores nos esquivan como si fueramos piedras en medio de un torrente.
–Me ha dejado. Todos me dejan.
Apenas distingo lo que dice entre sollozos.
Parados en medio de la avenida intento consolarla. El semáforo cambia varias veces y los otros conductores hacen sonar sus cláxones amenazadoramente, cuando pasan por nuestro lado. Creo que esto hace aumentar la intensidad de su llanto.
Me froto mentalmente las manos, valorando la posibilidad de consolarla de manera más íntima. Ya me la imagino quitándose la ropa lenta y sensualmente ante mí, mientras la acaricio con delicadeza.
Un repentino frenazo a nuestras espaldas me sobresalta. Me giro y veo un todo–terreno envuelto en un pestilente humo de neumáticos quemados. No consigue frenar a tiempo e impacta ligeramente con el coche de ella, abollándose el maletero.
El otro conductor baja del vehículo entre improperios, insultos y malos modos. Ella parece que ni se ha dado cuenta del golpe y continua su inconsolable llanto. Yo también salgo de mi coche y, puesto que los daños no son apreciables lo convenzo para que continúe su camino. Se marcha sin abandonar los insultos.
–Todos se marchan. Todos me dejan –repite una y otra vez mientras fija su mirada en el todo–terreno que se aleja.
–Algunos es mejor que se vayan por donde han venido –respondo sin pensármelo mucho.
–Tú también me dejarás –me dice mirándome fijamente. El maquillaje cae junto con las abundantes lágrimas por las chorreras de su cara.
Al darme cuenta de lo inconveniente de mis palabras, empiezan a asaltarme dudas. Como escuché en alguna ocasión: “Esta tía está espiritualmente desahuciada”.
El golpe le ha dejado el maletero parcialmente abierto y, mientras intento cerrárselo, le aconsejo que se vaya a casa a descansar.
–Ya me quieres dejar. Ya me quieres dejar. No me dejes.
Con un fuerte empujón consigo cerrar el maletero pero, cuando lo suelto, éste se abre completamente mostrándome su espantoso contenido.
Varios cuerpos humanos están hacinados en su interior, amontonados y grotescamente retorcidos por la embestida del todo–terreno. Me aparto horrorizado y cuando levanto la vista la veo a ella que ha salido del coche y me apunta temblorosamente con una pistola.
–No he visto nada… –empiezo a decir mientras hago aspavientos con los brazos.
–Pum, pum, pum.
De los tres disparos, una bala atraviesa dolorosamente mi cuerpo y me hace recular del impacto. Duele mucho, pero no es grave y puedo salir corriendo como alma que lleva el diablo.
–Pum, pum.
Otra bala silba cerca de mí. Corro todo lo que puedo serpenteando entre los coches que vienen de cara.
–Sabía que me dejarías. Todos sois iguales –le oigo gritar a lo lejos.

Gregorio Sánchez. Marzo 2005.
(Publicado en 2010 en el libro "Relatos de Gregorio Sánchez" de Gregorio Sánchez. I.S.B.N.: 978-84-614-0192-5 - Depósito Legal: A-409-2010)


El relato en pdf: Lágrimas amargas

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