viernes, 16 de octubre de 2009

Dejad a los muertos en paz

I
Lucrecia vagaba distraída por la torre cuando una serie de rítmicos golpes la sacó de su ensimismamiento. La torre había sido restaurada y abierta al público para poder ser visitada. Ella sustituía a la anterior guía pero, en la semana que llevaba en la torre no había tenido tiempo de recorrerla con tranquilidad, y ahora que lo hacía se encontraba con unos ruidos extraños. No se consideraba miedosa, pero aquellos golpes la inquietaban y su imaginación estaba dando forma a un posible misterio. Se dirigió al lugar para demostrarse a sí misma que no era tan raro escuchar ruidos inquietantes en una vieja torre.
–Vieja torre…, vieja torre… –repetía en susurros. –¿Qué estoy buscando? Si no estuviera buscando nada diría torre vieja y no vieja torre. ¿Qué más me da, torre vieja que vieja torre?, lo que es evidente es que me estoy asustando.
Volvió a ensimismarse en sus pensamientos cuando los golpes volvieron a escucharse con más intensidad, o quizás más cerca, mucho más cerca, acompañados de una brusca bajada de temperatura que le puso la piel de gallina. Se giró despacio esperando ver lo que hacía los ruidos mientras sus músculos se preparaban para una huida rápida. Lo que fuera, estaba segura que la acechaba a su espalda. La visión de una sombra que intentaba, sin éxito, ocultarse de su mirada disparó un escalofrío que, recorriendo su espalda, actuó como el resorte que la impulsó a lanzarse a la carrera escalera abajo, con un grito de tal magnitud que la dejó sin resuello.
Su compañera la recibió con una sonrisita que cambió a una seria mueca, cuando vio el rostro desencajado por el terror de la chica. Con la boca abierta, intentaba rellenar de aire sus pulmones, vacíos tras el desesperado grito. El sudor que corría por su frente contrastaba con la pálida tez y eso asustó a su compañera, que, en un principio, se lo había tomado a broma.
–Tranquila, tranquila. Cuéntame que ha pasado –dijo, contagiada por los nervios.
–Golpes, más golpes y…
–¿Y…? –la azuzó, impaciente.
–Alguien que no se deja ver.
–¿Eso qué significa? Mira, vamos a subir las dos y comprobamos que no hay nadie. La torre es vieja y juega malas pasadas, pero no hay nada que temer.
Dejaron al vigilante de seguridad al cargo de la puerta y las dos chicas subieron por la escalera, para luego tomar el pasillo e ir mirando una por una las puertas que daban a él.
–Es importante que no te dejes influir por la antigüedad de la torre. No te puede dar miedo, está limpia y pintada. Aunque los ventanales están cerrados para proteger los cuadros, todo está bien iluminado. Nada de oscuras estancias donde acechan las sombras.
Llegaron a la habitación del final del pasillo y ya dentro, su mirada se cruzó con la del personaje del cuadro que dominaba la pared.
–D. Pedro Lizana. ¿Sabes qué ha sido ese ruido?– preguntó, como si la figura del cuadro fuera a contestarle pero, ante la mirada perdida de Lucrecia, decidió rectificar –No me hagas caso sólo intento eliminar la tensión.
–Eso es lo que vi. No el hombre del cuadro sino la figura que hay detrás.
El cuadro representaba a un hombre vestido con levita de estrecha cintura y largos faldones, llevando pantalones y zapatos a juego. Una gran capa se dejaba caer por su espalda sujeta por el lazo de un pañuelo que llevaba al cuello. Su expresión severa parecía impaciente por evadirse de la molestia de posar para el pintor que lo estaba inmortalizando, hasta el punto que la mueca de su boca descolocaba el mostacho de puntas retorcidas. Plantado ante un tapiz que representaba un exótico paisaje oriental, destacaba la postura forzada al apoyarse sobre un bastón para mantener el equilibrio.
En dicho cuadro no había más personajes, pero guiada por el dedo tembloroso de Lucrecia, su compañera pudo ver lo que parecía una figura camuflada entre las sombras del tapiz posterior. Los escalofríos que recorrían la espalda de Lucrecia intentaban saltar a su compañera, contagiando el miedo, pero la mayor experiencia de ésta lo impedía.
–Todavía estás afectada por el susto. Venga, vamos abajo, a ver si tú también vas a caer enferma como Melisa.
Lucrecia le preguntó a su compañera por el motivo de la baja de Melisa.
–A Melisa le dio una crisis cuando le dijeron que su amiga se había matado con el coche.
Cuando ésta le contó lo ocurrido, Lucrecia volvió a ponerse nerviosa.
–Vamos, vamos, ya eres mayorcita para creer en fantasmas.
Salieron de la habitación y su estado alterado hacía que los pensamientos se atropellasen en la cabeza. Entre ese barullo, Lucrecia recordó algo que le había llamado la atención cuando estudiaba sobre la historia de la torre; alguien había escrito unas palabras en la página que hablaba de D. Pedro Lizana; abuelo tacaño y miserable. Desde luego esa era la impresión que se sacaba del cuadro de D. Pedro, cuando se observaba.

II
Los ruidos y apariciones continuaron y, pese a ser previsibles, seguían asustándola. Nunca ocurrían cuando había visitas en la torre y lo hacían en menor medida cuando estaba acompañada. Pero era cuando iba sola, cuando se manifestaban con más fuerza, como si alguien, o más bien algo llamara su atención, pero conseguía el efecto contrario, al provocar su huida espantada.
Armada de valor, decidió grabar uno de los sucesos con el móvil. Con el miedo bombeado por su corazón desbocado, recorriendo cada músculo, erizando cada pelo y desbordándose por cada poro en forma de sudor frío; sacó su teléfono móvil y, empuñándolo como si fuera una pistola se dispuso a capturar la visión. Se dirigió a la habitación donde D. Pedro, desde su lugar en el cuadro, lo dominaba todo con su gesto despectivo.
Plantada en el centro de la estancia esperó a que ocurriera algo. La espera se volvió tensa hasta el punto de elevar su propia temperatura, haciéndola jadear, y provocando más sudor. Transcurrió lo que a ella le pareció una eternidad hasta que los primeros susurros y rasgaduras se escucharon, pero ninguna imagen apareció. Se le resbalaba el móvil de la mano húmeda y, cuando lo sujetó mejor, se disparó una foto con el característico sonido de una cámara antigua. La temperatura bajó de repente, enfriando el abundante sudor y provocando que su cuerpo temblara hasta la torpeza de soltar el móvil. Lo que fuera aquello que se manifestaba parecía ser reticente a salir en la foto, pues los extraños ruidos cesaron de inmediato. La temperatura volvió a su estado normal, pero el miedo se había instalado en su cuerpo haciendo el temblor incontrolable. Con paso vacilante, regresó a la entrada. De camino fue pensando que realmente no había ocurrido nada distinto a otras veces, pero al forzar la situación había amplificado su miedo. Con la mente sumida en sus pensamientos llegó junto a su compañera, que no la oyó y se dio un susto monumental al girarse y darse de bruces con Lucrecia. La tez pálida, las piernas inseguras, el pelo mojado y pegado a la cara, la ropa desarreglada y sobre todo la mirada distante del que está pensando en otra cosa, le daban un aspecto bastante terrible.
–¡Joder, tía, que susto me has dado! Anda arréglate un poco, que cada vez te pareces más al fantasma ese.
El grito la devolvió a la realidad, disculpándose rápidamente ante su compañera.
–He ido a hacerle una foto, pero no ha aparecido– dijo Lucrecia, depositando el móvil sobre la mesa.
Su compañera cogió el móvil y le advirtió que indicaba dos archivos nuevos, una foto y una grabación.
–A ver qué tal reportera eres– dijo mientras manipulaba el móvil para visualizar los archivos.
Primero reprodujo la grabación donde lo único que se veía eran los pies de Lucrecia mientras se escuchaba su pesada respiración.
–Desde luego acojona. Parece una de esas pelis de cámara al hombro.
–Pues yo no grabé eso. Con los nervios, se debió activar la grabación de video del móvil.
–Mira también tiene opciones de cámara lenta.
La compañera de Lucrecia reprodujo de nuevo la película, con la opción de cámara lenta y su sorpresa fue mayúscula cuando oyeron, entre respiración y respiración, una voz que decía: Melisa, ¡dejad a los muertos en paz!
El susto, convertido en auténtico terror, se había contagiado también a su compañera.
–Vale. Esto es una coincidencia, una alucinación, histeria colectiva o algo así. Eso creo..., eso quiero creer..., eso necesito creer...
Ambas rompieron a llorar y se quedaron abrazadas hasta que las lágrimas diluyeron el miedo, permitiéndoles razonar serenamente.
Con una corazonada rondándole la cabeza, Lucrecia buscó algún papel donde estuviera escrita la letra de Melisa. Efectivamente la letra coincidía con las anotaciones que había visto en el libro sobre la historia de la torre.
A pesar de la desagradable experiencia, o quizás a causa de ella, se marchó a casa de Melisa para averiguar qué tenía que ver con aquello. El por qué de aquellas palabras escritas y aquella advertencia.

III
Lucrecia se presentó en casa de Melisa, que la recibió con gesto serio pero amable. Tras las presentaciones y comentarios, Lucrecia fue directamente al asunto que la había traído.
–¿Por qué escribiste: “abuelo tacaño y miserable” en el libro?
Melisa la miró sorprendida, bajó la mirada y dijo:
–Yo... no...
–Sé que fuiste tú. La letra coincide con la tuya.
–Vale, vale –reconoció, y accedió a contarle el motivo con la condición que le dijera por qué quería saberlo.
Lucrecia meditó hasta dónde debía de contarle, pues no quería alterar el frágil estado anímico de Melisa.
–En la torre hay fenómenos extraños, ruidos, luces y esas cosas; y creo que tiene algo que ver contigo.
Melisa miró directamente a los ojos de Lucrecia que se acomodó y se dispuso a escuchar lo que la otra tenía que contarle.
–¿Sabes lo que es la guija? –comenzó preguntando.
–Sí, aunque nunca he jugado con ninguna.
–Ni lo hagas. No es ningún juego y además es muy peligrosa. Más de lo que la gente se cree.
Melisa permaneció en silencio un momento, tras el cual continuó.
–Cuando empezamos a trabajar en la torre, todavía estaba sin terminar de restaurar. Detrás de una estantería, habían ocultado con pintura una habitación que iba a permanecer cerrada y clausurada. Me pareció un lugar ideal para una sesión de guija. Ya habíamos hecho algunas anteriormente en casa de Ana, pero les dije que había encontrado un sitio ideal para una sesión terrorífica.
Como yo tenía la llave, fuimos a la torre cuando no había nadie. Entramos en el cuarto oculto y nos encantó. Todo estaba viejo, con paredes sucias y olor a humedad. Usamos una mesa y nos sentamos donde pudimos. Ana, que controlaba, colocó la guija y llamamos a los espíritus.
Pronto el puntero comenzó a moverse, arrastrando nuestras manos tras él. Hicimos las preguntas clásicas: ¿Hay alguien ahí? ¿Eres hombre o mujer? ¿Te conocemos? Todo bastante simple. El espíritu se marchó e invocamos otro.
Hicimos las mismas preguntas y a Clara se le ocurrió preguntar ¿qué tengo en el bolsillo?. No solamente acertó que tenía una chuleta para el examen del día siguiente, sino que encima nos dijo que estaba mal hecha y las respuestas eran incorrectas. Aquello se ponía interesante. Le preguntamos por las respuestas correctas y nos corrigió un par de ellas.
Cuando le hacíamos preguntas personales no contestaba o se iba por las ramas. Rebeca le preguntó si su novio la engañaba con otra. El espíritu contestó rápido con un “no”, pero luego siguió y aclaró que no la engañaba con otra mujer, pero sí la engañaba cuando le decía que estaba cansado y se marchaba a dormir. Realmente se iba a emborracharse a la taberna con los amigos.
–¿Taberna? –la interrumpió Lucrecia. –¿Dijo taberna en vez de bar? Qué curioso.
–Nosotras lo interpretamos como la tasca donde nos juntamos los fines de semana. Decidimos dejarlo ya, pero yo hice una última pregunta. Pregunté si conocía a Pedro Lizana. El puntero se nos escapó de las manos de lo brusco que se movió y dijo: El caballero D. Pedro Lizana, parándose mucho rato en la letra D. No quisimos seguir y nos marchamos. Lo más acojonante es que de regreso a casa, Rebeca dijo de ir a la tasca y vimos allí a su novio poniéndose ciego de calimocho con los colegas. Imagínate el disgusto que se llevó la pobre.
Melisa hizo otra pausa. Pausa que Lucrecia aprovechó para preguntarle:
–Vale. Conoces a D. Pedro Lizana, pero ¿de qué? Tu abuelo no puede ser.
–No era mi abuelo, era mi tatarabuelo. El abuelo de mi abuelo.
–¿Y por qué...? –preguntó impaciente Lucrecia, pero Melisa la interrumpió con un gesto y continuó con la narración.
–Al día siguiente, y con la escusa de distraer a Rebeca de su disgusto, decidimos convocar a mi antepasado a ver que nos contaba. Queríamos pasar miedo de verdad ¡Que insensatas! –y se quedó en silencio con la mirada perdida.
Pasaron algunos segundos hasta que Lucrecia carraspeó intencionadamente para devolver a Melisa al momento presente. Esta la miró y continuó.
–Preparamos el lugar a conciencia: encendimos incienso, que se mezcló con el olor a humedad, nos iluminamos con velas; y hasta pusimos música de misterio en un mp3 con unos altavoces. Aquello sin necesidad de guija, ya daba miedo. Fuimos directas al grano. Convocamos a D. Pedro Lizana, pero no ocurrió nada. Con un segundo intento tampoco ocurrió nada, pero al tercer intento la vela empezó a chisporrotear iluminando a varios espíritus revoloteando alrededor nuestro, el volumen de la música subió y empezó a hacer frío, mucho frío. No podíamos, o no queríamos, apartar las manos del tablero y cuando todo volvió a la normalidad leímos una aterradora advertencia: “Dejad a los muertos en paz”.
–Vaya, eso me suena –murmuró Lucrecia, pero Melisa no le prestó atención, absorta como estaba en la narración.
–Paramos y encendimos las luces. Todas estábamos acojonadas, pero Rebeca lloraba y se notaba que estaba más asustada que nosotras. Clara, Ana y yo queríamos seguir, sobre todo Ana, que le va más todo ese rollo. Estábamos emocionadas, pero evidentemente Rebeca no quería. Clara le dijo que ella también tenía miedo, pero que no iba a salir sola de la torre y menos de noche. El miedo a salir sola pudo más que el miedo a seguir. Ignorando la advertencia volvimos a convocar a D. Pedro Lizana. El tablero se movió, y no quiero decir el puntero, digo el tablero. Temblaba y vibraba haciendo saltar el puntero que se movía dando saltos de un lado a otro, buscando las letras necesarias, entre los fogonazos de las chispas de las velas.
Tras confirmarnos que era D. Pedro, se volvió huraño y grosero. Nos dijo que no teníamos derecho a molestarlo y a qué santo le preguntábamos cosas. Le dije que yo era su tataranieta y que tenía que averiguar por qué había tratado tan mal a mi abuelo.
–Eso son cosas de familia que no le importan a las zorras de tus amigas –nos respondió.
–¡Contéstame! –grité–.
–Está bien, niñas, si no tenéis modales, alguien tendrá que enseñároslos. Te contestaré cuando no me puedan oír porque la muerte las haya arrancado del mundo de los vivos, y como te veo impaciente por saberlo, te anticipo que eso no tardará mucho en ocurrir. Aquello fue demasiado y lo dejamos todo lo deprisa que pudimos. Recogimos y nos marchamos, jurando que había sido la experiencia más terrorífica que jamás habíamos imaginado.
Melisa temblaba como un flan y lloraba desconsoladamente. Lucrecia la abrazó para intentar calmarla y entre sollozos le contó lo que ya sabía.
–Al día siguiente Clara se mató con el coche. Dicen los que la vieron que no paraba de mirar por el espejo retrovisor, se despistó y se estrelló. A mí me dio un ataque de ansiedad y tuve que dejar el trabajo. No me atrevo ni a salir de casa.
Aquel relato dejó a Lucrecia sin palabras. Ambas estuvieron durante un rato sumidas en sus propios pensamientos hasta que la machacona musiquilla de moda sonó en el móvil de Melisa. Tras la conversación, su cara acentuó, más si cabe, los gestos de preocupación. Dejó caer el aparato y volvió a romper a llorar.
–¡Mierda! Rebeca está en el hospital. Le ha dado un infarto.
Lucrecia se ofreció a llevarla al hospital para visitar a su amiga. Aquel asunto era cada vez más preocupante, y ella estaba metida de lleno.
Mientras esperaban a que les permitieran pasar, Lucrecia preguntó que había pasado entre su abuelo y D. Pedro.
–Según me contó mi abuelo, su abuelo, D. Pedro, lo despreciaba.
–Creo que despreciaba a todo el mundo –interrumpió Lucrecia.
–Pero a mi abuelo especialmente. No le dejaba entrar en casa y tenía que comer y dormir en el establo. Por algún motivo que desconozco no lo consideraba su nieto e incluso lo llamaba pequeño bastardo. Te juro que mi abuelo era la persona más buena y amable que he conocido. Me contaba que a pesar del desprecio, nunca lo trató mal; de hecho nunca lo trató porque siempre estaba encerrado en su laboratorio.
–¿Era investigador? –preguntó Lucrecia. –Sabía que era médico, pero nada más.
–Según mi abuelo, cuando murió su esposa, compró la torre y se trasladó con su hija, la madre de mi abuelo, para dedicarse a investigar. La madre de mi abuelo era la que se encargaba de la casa, las compras, las comidas; dejando así a D. Pedro dedicarse exclusivamente a sus investigaciones.
–¿Que investigaba? –volvió a preguntar Lucrecia.
–No lo sé. Mi abuelo nunca me lo dijo. Supongo que él tampoco lo sabía. D. Pedro era bastante hermético y huraño.
Una enfermera entró en la sala y avisó a las chicas que podían pasar. Cuando entraron, Melisa se abrazó a su amiga y así permanecieron durante un breve rato. Lucrecia esperó paciente a que fuera presentada y cuando esto ocurrió no dudó en preguntarle si lo que le había pasado tenía algo que ver con la torre. Rebeca la miró horrorizada, buscó la mirada de su amiga y al ver que ésta asentía les relató lo que había ocurrido.
–Todo fue bastante raro. Entre lo que ocurrió en la torre y lo de mi novio, bueno ex-novio, yo estaba muy nerviosa. Me fui al gimnasio para relajarme y la mejor manera de descargar tensión era una buena dosis de bicicleta. Al poco de estar dándole vi por la ventana un tipo que parecía un tuno, por la forma de vestir. Me llamó la atención porqué caminaba con un bastón, hasta que llegó a la altura del gimnasio, se paró y de repente se giró y me miró directamente a los ojos señalándome además con el bastón. El susto me heló la sangre y empecé a pedalear como si quisiera huir de él sin darme cuenta que era una bicicleta estática. Ya no lo veía en la calle, pero notaba su presencia detrás de mí, cada vez más cerca. Tenía que alejarme, pedalear más, más rápido. Cuando apretaba el ritmo, la sensación parecía alejarse, pero por poco tiempo. Al momento volvía a sentir su presencia justo detrás de mí a poca distancia de mi nuca. Me faltaba el aliento, pero no podía parar, no quería parar.
Rebeca no pudo continuar pues su pulso se aceleró de tal manera que obligó a la máquina que tenía conectada a emitir un estridente pitido de alerta. Una enfermera llegó a la carrera, obligando a las dos chicas a salir. Melisa pidió a Rebeca que se tranquilizase mientras se despedía, al ser conducida fuera de la habitación.
Ya fuera del hospital, Lucrecia cambió el rumbo y en vez de dirigirse de regreso a casa de Melisa, se dirigió a la biblioteca municipal.
–No quiero ir a ningún lado. Llévame a mi casa –protestó Melisa.
–Tenemos que averiguar que investigaba D. Pedro. Está claro que se alteró mucho cuando le nombraste a tu abuelo y ahora hay que tranquilizarlo para que nos deje en paz a todos. Para eso supongo que tendremos que saber más sobre él.
De mala gana, Melisa accedió y antes de darse cuenta ya estaban sentadas en una gran mesa con una montaña de periódicos amarillos y quebradizos. Ambas habían estudiado sobre D. Pedro para poder trabajar de guías en la torre, por lo que pudieron aunar esfuerzos en encontrar los detalles más ocultos sobre la vida del que fue propietario de la torre.
El trabajo era arduo pues, a pesar que su nombre aparecía en algunos artículos donde se comentaban cotilleos de la gente más conocida, al llegar a determinada fecha la pista desaparecía. Como suele ocurrir en muchas investigaciones, las horas de trabajo con la cabeza cansada y en este caso en particular sometidas a la presión de los extraños acontecimientos, hacían que el rendimiento fuera cada vez más bajo, hasta el punto que no sacaban nada en claro.
La biblioteca cerró sus puertas deteniendo bruscamente su investigación que, de todas maneras, no daba frutos. Las dos chicas se marcharon a casa para poner sus ideas en claro. La ansiedad que provocaba a Melisa la suerte de sus amigas competía en intensidad con la ansiedad que sufría Lucrecia al verse involucrada en aquel extraño asunto y con la obligación de encontrar una salida.
Melisa acompañaba a una asustada Ana que temblaba en la sala de espera del médico. Intentaba calmarla con suaves palabras y consejos. Le aseguraba que el médico le daría algo para tranquilizarse. No había nadie más en la sala y sin embargo la consulta estaba ocupada o así lo indicaba la luz roja de la puerta. El murmullo habitual del centro de salud había ido bajando de tono progresivamente hasta casi el silencio. Melisa se asomó al pasillo y se sorprendió al no ver a nadie y el único sonido apreciable era los parpadeos de los tubos fluorescentes que daban un ambiente de irrealidad antes de apagarse definitivamente, dejando en penumbra las salas adyacentes. La monótona cantinela de Ana, que no paraba de atribuirse la culpa de lo que les había ocurrido, reclamó la atención de su amiga. Melisa se volvió a sentar justo en el momento que la señal acústica sonó y la luz verde se iluminó, indicando que ya podían pasar a la consulta. Nadie salió, pero el médico les permitía el paso.
La sarcástica sonrisa del médico molestó a Melisa, pero se abstuvo de hacer comentario alguno. Ante las inexistentes preguntas del médico, Ana, evidentemente, no respondió, pero el médico parecía tener su diagnóstico preparado con antelación. Este vació el contenido de un saquito de cuero sobre la mesa y unas píldoras rodaron hasta quedar al alcance de la mano de Ana. Ante el extraño acto del médico, Melisa lo miró a los ojos para protestarle, pero no pudo hablar al quedar sorprendida. Ella había visto esos ojos, esa mirada antes, en algún lado. Por educación, desvió la suya propia y al hacerlo se dio cuenta del abrigo y el sombrero que colgaban de un perchero cercano.
–Tranquila, mi niña, tu amiga pronto dejará de temblar y su sufrimiento se desvanecerá –dijo el misterioso médico al que Melisa no había reconocido antes como D. Pedro Lizana.
–¡No lo hagas! –gritó Melisa a su amiga, que ya había ingerido las píldoras y colgaba inerte entre espuma que se derramaba de su boca, su nariz y hasta sus oídos.
Melisa se despertó con el corazón a punto de salírsele del pecho, con la cara empapada con una mezcla de sudor y gruesos lagrimones que le caían sobre el también mojado pijama.
–Ha sido una pesadilla, una maldita pesadilla... –se repetía mientras llamaba a su amiga por teléfono. –¿Dónde estás? Vamos, cógelo.
Ante la imposibilidad de comunicarse con Ana, llamó al teléfono fijo de su casa.
–Ah, hola Melisa –le contestó la voz amable de la madre de su amiga. –Ana no puede ponerse, lleva mucho rato en el aseo.
–Dígale que es muy importante.
–¡Ana! –gritó la mujer para hacerse oír a través de la puerta. –Es Melisa. ¿Qué haces ahí tanto tiempo? ¡Ana, contesta!
Temiéndose lo peor, Melisa se vistió todo lo rápido que pudo y se marchó a casa de su amiga. Al llegar la recibió su madre sumida en un estado de nervios que ni siquiera el desconsolado llanto podía mitigar. Ana estaba tendida en el suelo, inerte, pero todavía con vida. Una variedad de tabletas de medicamentos permanecían vacías en el lavabo.
–Viene la ambulancia. Yo no me he atrevido a moverla, por si acaso.

IV
El móvil de Lucrecia vibró con un mensaje entrante. “va a x ellas y ay q pararlo pro no s cmo. nos vmos en la bibli”.
Otra vez estaban ambas chicas sentadas ante los periódicos del siglo XIX, repasando de nuevo los mismos artículos por si se les había pasado algo por alto. Repasando, repasando Lucrecia vio algo que, pese a no tener relación con D. Pedro, sí le llamó la atención. Era un dibujo que representaba un paisaje oriental y era muy parecido al que había de fondo en el cuadro de la torre. El texto donde estaba el dibujo hacía alusión a la entrega del tapiz para la inauguración de un club privado de personas respetables.
–Busca sobre este club a ver qué encuentras –dijo Lucrecia a Melisa, que ya ponía gesto de desesperación.
–Es un club privado de médicos o algo así. El nombre de D. Pedro Lizana no aparece entre los miembros del club, pero sí aparece como invitado a una reunión. En dicha reunión se habló sobre el vómito negro.
–Ya sabemos que investigaba tu tatarabuelo –afirmó triunfal Lucrecia. –Dices que D. Pedro compró la torre a la muerte de su mujer y es de suponer que murió de vómito negro.
–Lo que no entiendo es por qué va a por mis amigas y a por mí no, que soy la que le reprocha el maltrato a mi abuelo.
–Porque tú eres su familia y él actúa como protector, o sobreprotector en este caso. Hay una noticia anterior a la muerte de su mujer dónde habla de un altercado de tu antepasado con unas niñas que insultaron a su mujer –comentó Lucrecia mientras buscaba el periódico en cuestión.
Una vez encontrada la noticia, Lucrecia la leyó en voz alta: “...declaró el prestigioso médico D. Pedro Lizana que paseaba con su esposa y su hija, cuando un grupo de chicas jóvenes se mofaron de su esposa debido a su precario estado de salud. Él las golpeó con el bastón hasta que la gente que paseaba lo apartó de malos modos, no sin antes amenazar de muerte a las jóvenes”.
–¿Cumplió la amenaza? –Se interesó Melisa.
–No indica nada, pero, ahora que lo conocemos un poco mejor, no me extraña.
Siguieron buscando concordancias entre las averiguaciones hechas. Ahora que empezaban a arrojar luz sobre aquel oscuro personaje su entusiasmo iba creciendo.
Una de las ventanas próximas permitía que un hilillo de viento se filtrara provocando un molesto silbido. Lucrecia se acercó a cerrararla del todo, pero no pudo aguantar la presión del aire y se abrió del todo, propinando un fuerte golpe a Lucrecia que cayó aturdida al suelo. El viento entró como un vendaval, lanzando en todas direcciones los papeles y libros de la mesa. La cara ensangrentada de Lucrecia aumentó considerablemente el susto de las chicas, mientras veían todo volando por doquier. La actuación decidida de la encargada solucionó el problema al conseguir cerrar la ventana antes que el mal fuera a mayores; si es que esto era posible
–¿Estás bien? ¡Vaya golpe. Qué viento se ha levantado! Sí, hacía buen día –se extrañó la encargada, mientras atendía a Lucrecia.
–Nos acercamos –susurró Lucrecia, cuando la encargada se marchó a por el botiquín. –Lo estamos poniendo muy nervioso.
–Sí, y lo peor es que también peligroso –gimió Melisa.
Mientras colocaban de nuevo los papeles, reordenaron también sus ideas. El golpe recibido por la ventana dificultaba la concentración de ambas chicas. En las actas de la reunión sobre el vómito negro había un listado de víctimas y les llamó la atención, aunque no del todo casual, que las chicas del altercado aparecían en esa lista.
–Las fechas son posteriores a la muerte de su esposa y a los “ponentes les llamó la atención la extrema violencia de la enfermedad en ellas, al contrario que en otros pacientes. Esto huele muy turbio –dijo triunfal Lucrecia.
–Hablando de fechas; me llama la atención que la fecha de la reunión es nueve meses anterior al nacimiento de mi abuelo. Mi bisabuela tuvo una relación mientras él estaba ausente. Por eso despreciaba a mi abuelo y lo llamaba bastardo –concluyó Melisa.
Con mucha dificultad, Lucrecia convenció a Melisa que la única manera de acabar con aquella locura era intentar hacer entrar en razón al espíritu de D. Pedro, y la manera de hacerlo era con otra sesión de guija. Ella rechazó volver hacer otra sesión, pero el precario estado de sus amigas la convenció.

V
Con la misma parafernalia que usaron las chicas la última vez se dirigieron a la torre, pero esta vez las dos solas. Entraron en la habitación oculta y tras preparar el escenario, convocaron de forma respetuosa, lo más respetuosa que supieron, al espíritu de D. Pedro.
Creyeron ser lo suficientemente valientes como para no tener miedo, pero la situación les sobrepasaba ampliamente. Sudaban, tenían frio, les castañeteaban los dientes, les temblaban las manos y los pelos estaban tan erizados que se asustaban de mirarse una a la otra. Tenían presente el infarto de Rebeca, un infarto provocado por el mismísimo miedo. Ahora eran ellas las que estaban sufriendo aquel miedo y temían acabar también en el hospital, si no las encontraban muertas en aquel lugar. D. Pedro no se hizo esperar y pronto el tablero comenzó a vibrar, a dar saltos, fogonazos de luz aparecían por los rincones de la estancia y las velas se apagaron ante la violencia de las chispas que soltaban.
–¡Lo sabemos todo! –gritó Melisa con rabia.
El puntero de la guija se quedó fijo en el letrero del No. Por más fuerza que hacían ninguna de las dos podía moverlo de ahí.
–Sabemos que mataste a las niñas. Usaste la enfermedad de tu mujer para infectarlas y acabar con ellas. Sabemos que tu hija aprovechó tu viaje para reunirse con el que fue padre de su hijo. Sí, ese nieto al que despreciaste y no reconociste.
El puntero se movía enloquecido del Sí al No alternativamente asintiendo o negando lo que Melisa afirmaba.
–Tranquila Melisa, esa no son formas de tratar a un personaje tan importante como D. Pedro Lizana –gritó Lucrecia para hacerse oír.
–¿Personaje importante? Es un asesino.
–D. Pedro, le propongo un trato. Sabemos que las niñas murieron por su mano, pero también sabemos que usted estuvo investigando el vómito negro, que fue el causante de la muerte de su esposa. Muerte con la que le acompañamos en el sentimiento. Si usted abandona la actitud hostil hacía las amigas de su tataranieta, nos comprometemos a que la gente reconozca la labor de investigación que llevó a cabo sobre la enfermedad. Usted decide, o ser conocido como un asesino o como un hombre de ciencia que ayudó a salvar vidas.
La tremenda vorágine pareció calmarse y todo quedó en silencio, pues hasta la música del mp3 había cesado. La oscuridad parecía mucho más negra al no haber ningún tipo de sonido después de lo que acababa de ocurrir. A tientas consiguieron encender una de las velas que les proporcionó la luz suficiente para ver el tablero estaba resquebrajado por los golpes sufridos.
–Me parece una propuesta excelente –dijo Melisa. –Creo que todos salimos beneficiados ¿Qué le parece a usted D. Pedro?
El puntero se dirigió lentamente hacia el Sí donde se quedó inmóvil unos momentos antes de estallar en mil pedazos.
–¡Vaya! Esto significa que no hay nada más que decir. Que así sea –sentenció Lucrecia.
–No te volveré a molestar D. Pedro. Tatarabuelo: descanse usted en paz –le deseó Melisa limpiándose las lágrimas de la cara.

Gregorio Sánchez. Octubre 2009.

(Publicado en 2010 en el libro "Relatos de Gregorio Sánchez" de Gregorio Sánchez. I.S.B.N.: 978-84-614-0192-5 - Depósito Legal: A-409-2010)


El relato en pdf: Dejad a los muertos en paz

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