—Mi
señor Abad, ayer estuvo nevando y hacía mucho frío. Seguro que
abandonó el rebaño a su suerte y se fue a su casa a calentarse.
Cuando vuelva, yo mismo, como responsable del rebaño, lo pondré en
su sitio.
—Sí,
mi Señor, yo opino igual que el hermano Ramón. Aunque creo que
omite lo más importante —decía un tercer monje.
Fray
Gerardo de Peña, abad del monasterio, se detuvo a la altura de una
de las antorchas que iluminaban el pasillo, porque además de luz,
también desprendía un agradable calor a los que se aproximaban a
ella. Los otros dos monjes que acompañaban al Abad al darse cuenta
que éste se había parado, también se detuvieron.
—A
ver hermano. Revélenos qué es eso tan importante —dijo el Abad.
El
aludido miró con desconfianza a su alrededor, como esperando que
alguien lo estuviera espiando detrás de alguna esquina. Luego posó
sus ojos en fray Ramón y tras observarlo detenidamente, volvió a
mirar al abad mientras carraspeaba.
—Vamos,
hombre de Dios, diga lo que tenga que decir antes que nos enfriemos
—le urgió el Abad.
—Aquí
todo el mundo puede hacer lo que le dé la gana. Este tiene que ser
un lugar de comunión con Dios, un lugar donde nosotros, como devotos
siervos, busquemos la manera de hacer llegar su mensaje al ignorante
pueblo.
—¿Qué
tiene que ver eso con la desaparición del pastor? —le interrumpió
fray Ramón.
—Mano
dura, severa disciplina y rigurosa penitencia —prosiguió el
fraile.
Alzó
la voz para dar más énfasis a sus palabras, acompañándose de
enérgicos gestos con las manos.
—Estamos
aquí para servir a Dios y para interpretar sus designios. No para el
estudio de las hierbas, para holgazanear tocando la flauta, ni otras
tantas tareas inútiles a las que se dedican los monjes de este
monasterio.
Este
último comentario molestó profundamente al abad que, con voz
pausada pero firme, replicó a su interlocutor.
—Si
habéis acabado vuestro intransigente discurso —dijo el abad —os
diré que este monasterio es muy distinto a cualquier otro. Aquí la
gente viene por propia voluntad a investigar y desarrollar sus
propias inquietudes. Pueden ser más o menos lejanas de las ideas de
la madre iglesia, pero solamente Dios puede cuestionarlas. Vos haced
la penitencia que queráis pero no sois quien para inmiscuiros en el
trabajo de los demás.
—Mi
Señor Abad, debéis temer más a Dios pues su ira impartirá justo
castigo —dijo el monje con un grito, que retumbó por los pasillos.
Fray
Ramón aconsejó que se fueran todos a descansar y así tranquilizar
los ánimos.
—Efectivamente,
no quiero más gritos. Todo el mundo a su celda a descansar —ordenó
el abad, visiblemente nervioso.
—Disculpe
mi Señor, mi falta de respeto. No debí gritaros —y con una
reverencia forzada se alejó por el pasillo, dándose frotes en
lugares donde tenía heridas recientes, acompañándolos de quedos
quejidos.
Una
vez se quedaron solos fray Gerardo y fray Ramón tomaron la decisión
de enviar a alguno de los chicos a buscar al pastor. Gonzalo se
quedaría en el monasterio pues, como hijo de un noble no lo iban a
enviar a buscar a nadie, y menos al pastor. Matías se quedaría
cuidando al rebaño.
—De
acuerdo mi señor Abad, al amanecer enviaré a Diego a buscar al
pastor.
—Que
lo acompañe Tedesio para que no vaya solo. Diego es un muchacho
valiente, pero prefiero que vaya acompañado.
Fray
Ramón se alejó por el pasillo, tras despedirse, dejando al abad
sumido en sus pensamientos.
\`´/
Calzados con botas forradas de lana y gruesos chaquetones para combatir el frío, Diego y Tedesio partieron a buscar al Choto. Matías les había dicho que faltaban dos ovejas, y ante esa advertencia se habían provisto de sendas varas largas por si se encontraban con lobos. Tomaron el camino del pueblo para ir en primer lugar a la casa del Choto a la que llegaron en poco tiempo. Les recibió su madre, una mujer de mediana edad con signos de envejecimiento prematuro por las duras tareas de labranza. Cuando Diego le preguntó si estaba el Choto en casa, sus arrugas se acentuaron, delatando su preocupación.
—¿No
está en el monasterio? —contestó la señora con otra pregunta.
—No.
Anoche el ganado volvió solo —contestó a su vez Diego.
—Seguro
que le ha pasado algo. Él es un chico responsable y no abandonaría
al ganado.
—¿Sabe si hay lobos en las montañas? —intervino Diego.
—¿Sabe si hay lobos en las montañas? —intervino Diego.
A
la señora se le llenaron los ojos de lágrimas y, entre sollozos,
contestó a los chicos.
—Ay,
hijo, no lo sé. Eso lo sabrá mi marido. A veces hablan de lobos en
el monte. Preguntárselo a él.
Diego
cogió a Tedesio por el brazo y tiró de él bruscamente para salir
de la casa, al tiempo que se despedía de la madre del Choto.
—Gracias
señora, vamos a buscarlo. No se preocupe, seguro que el Choto está
bien. Conoce el monte y sabe cuidarse.
Una
vez fuera, Diego reprochó a Tedesio su falta de tacto.
—¿Es
que no puedes callarte? No tenías que haberle dicho nada de los
lobos. Ahora se habrá quedado más preocupada.
A
la salida del pueblo encontraron al padre del Choto que volvía de
recoger leña. Le preguntaron si había visto a su hijo y ante la
negativa de éste, le dijeron que no había vuelto con el rebaño. El
hombre dejó caer el fardo de leña que cargaba y al tiempo que se
tomaba un respiro dijo a los chicos que su hijo no abandonaba nunca
al rebaño.
—¿Se
habrá encontrado con lobos? —preguntó Diego.
—¿Lobos?
—su ruda voz denotaba que, se iba enfureciendo. —Eso es lo que os
han dicho los monjes, esos vividores del monasterio. Viven tan a
gusto y felices que no quieren saber nada de los campesinos; si
pasamos frío y hambre, o si las alimañas se comen nuestro ganado.
Nosotros mismos tuvimos que limpiar el monte de lobos y otras
bestias, pero a ellos lo único que les interesa es que no les falte
la comida, el vino y la leña.
—Nos
han enviado a buscar al Choto —le interrumpió Tedesio en un
intento por calmar al enfadado lugareño.
—Prefieren
mandar a unos chicos en vez de ir ellos mismos. Sus delicados pies no
soportarían una caminata por el monte —ironizó el padre del
Choto, que volvió a cargar el fardo de leña sobre sus hombros al
tiempo que les advertía:
—Cuidado
con los monjes. No os fiéis porque cuando no les seáis útiles se
desharán de vosotros como hicieron con chico del barranco.
Nerviosos
por las ásperas respuestas y duros comentarios del padre del Choto,
los chicos se despidieron rápidamente de él y siguieron su camino.
Tomaron
un sendero que los llevaría desde el pueblo hasta las montañas
próximas. En el pueblo y sus alrededores no había mucha nieve, pero
las blancas copas de los árboles del bosque próximo delataban que
más allá sí había caído mucha. A medida que fueron internándose
en el bosque y ascendiendo por las montañas, el espesor de nieve fue
aumentando hasta hacer desaparecer el sendero. Las cimas de las
montañas estaban ocultas por las nubes que descansaban sobre ellas.
A
pesar de no distinguir el sendero, Diego avanzaba por el bosque con
seguridad. Por el contrario, Tedesio observaba atentamente el entorno
fijándose en las particularidades del terreno que atravesaban:
árboles, peñascos, troncos caídos y demás puntos de referencia.
Atravesada
la parte más espesa del bosque, la nieve dejó de ser tan abundante
con lo cual volvieron a reconocer el sendero. Esto les alivió pues
las nubes bajas que veían antes ahora era niebla que no les dejaba
ver a lo lejos. El avance seguro de Diego tranquilizó a Tedesio,
pero no evitaba que frecuentemente le preguntara si quedaba mucho.
—Ya
estamos llegando, así que cállate —dijo Diego por fin. —Detrás
de esa colina hay un lugar con excelentes pastos. Al Choto le gustaba
venir aquí con el ganado.
Llegaron
a un pequeño valle que se formaba entre varias colinas. La niebla se
quedó en lo alto, rodeando la hondonada y creando el efecto de un
fantasmal techo. Estuvieron un rato buscando al pastor e incluso lo
llamaron a voces un par de veces. Nadie les contestó.
Exhaustos
después de la caminata, buscaron un lugar para descansar y reponer
fuerzas.
—Este
es un buen lugar para practicar los encantamientos —dijo Tedesio al
poco rato.
—Sí,
es solitario y alejado —respondió Diego, mientras masticaba
algunas nueces que portaban.
Tedesio
se puso en pie y rebuscó en su memoria las palabras adecuadas.
Empezó a recitarlas. Un hormigueo recorrió su cuerpo y se le puso
la carne de gallina. Esta agradable sensación lo puso nervioso y
aumentó el ritmo, precipitando así el final del cántico.
Diego
lo observaba con atención, escuchando la armonía.
—El
rítmo. Te sigue fallando el rítmo. Quieres acabar muy rápido —le
indicó Diego a Tedesio.
Ante
la mirada burlona de su amigo, Tedesio lo invitó a mejorarlo. Diego
también se puso en pie dispuesto a demostrarle cómo se hacía. Con
un suave murmullo entonó el cántico sin pronunciar palabra alguna.
—La
melodía te sale bien, pero al ser hombre de pocas palabras te faltan
é,stas —le dijo Tedesio, llevándose el dedo índice a la boca en
señal de silencio.
Así
estuvieron largo rato olvidándose de buscar al Choto. Practicando
uno de los encantamientos y apoyándose el uno en el otro para
mejorar tanto la pronunciación como la musicalidad. El cosquilleo
que recorría sus cuerpos había pasado a ser pequeños escalofríos
y se produjeron algunos cambios en ellos. Sus sentidos mejoraron más
allá de lo humano.
Al
oído de Tedesio llegaba con claridad el suave silbido del viento
deslizándose por las colinas. Como si hubiera liberado sus oídos de
un compacto tapón de cerumen, oía sonidos desconocidos por él
hasta el momento. El sonido de un ciempiés, moviéndose entre la
hojarasca, le llamó la atención y, dejándose guiar por él, dio un
gran salto hasta el lugar exacto donde se producía, y allí estuvo
un rato acechándolo.
Similares
cambios se produjeron en Diego, pero en éste fue el olfato lo que
mejoró sustancialmente. De forma similar a lo que le ocurría a
Tedesio con el oído, a la nariz de Diego comenzaron a llegar
multitud de olores. Mas allá de la liberación de impurezas que
entorpecen el olor, Diego no solamente recibía, sino que era capaz
de diferenciar y clasificar cada uno de ellos. Entre estos, uno le
llamó la atención, era el hedor de carne muerta. Levantó la mirada
y comprobó que su visión se había acortado, no obstante, se dejó
guiar por su finísimo olfato y ste le guiaba mas allá de donde
Tedesio estaba jugando con el ciempiés. En el lugar donde provenía
el hedor, escarbó entre la nieve, dejando al descubierto los cuerpos
de dos de las cabras del rebaño.
—He
encontrado las cabras que faltaban —avisó Diego a su amigo. —Han
sido los lobos.
—No
estoy tan seguro —contestó Tedesio cuando llegó junto a su amigo.
—¿Por qué no se las han comido?
—Las
habrán enterrado para comérselas luego.
—Yo
no lo veo tan claro. Algo me dice que no han sido los lobos. Yo creo
que se las habrían comido en el momento. Además el padre del Choto
nos dijo que, desde la última cacería de lobos no se ha vuelto a
ver ninguno por la comarca. Mira las heridas, son demasiado grandes
para un lobo. Al menos para un lobo normal.
—Espera,
espera —le interrumpió Diego. —¿Qué quieres decir? ¿Un
monstruo? Uno de esos que cuentan los juglares en sus canciones. ¿Un
hombre lobo? ó ¿Un basilisco, quizás?
Tedesio
contestó a Diego.
—Un
basilisco no. Las habría convertido en piedra. Y un hombre lobo
tampoco, esos se dedican a raptar bellas muchachas.
—Los
hombres lobo no raptan chicas, eso lo hacen los dragones —le
discutió Diego.
—No.
Los dragones raptan princesas para llevarlas a su guarida. Luego un
caballero va a rescatarlas y si le demuestra al dragón su valor,
este le da a la chica a cambio de un tesoro —aclaró Tedesio.
—Si
no han sido lobos, ni un basilisco, ni un hombre lobo, ni un dragón.
¿Qué ha sido? —dijo Diego, ligeramente molesto.
—No
lo sé. Pero, ¿que te parece si intentamos averiguarlo? Podemos
ayudarnos de nuestros nuevos sentidos mejorados.
La
curiosidad juvenil de Diego se activó y, asintiendo con la cabeza,
le dijo a Tedesio:
—De
acuerdo. Hagámoslo. Parece divertido.
Los
chicos se dirigieron al árbol bajo el cual se colocaba el Choto.
Allí comprobaron que había estado lanzando piedras con su honda.
—Era
el hondero más rápido y certero que he visto. No fallaba nunca. Era
el mejor —dijo Diego.
Éste
llamó a lo que había atacado el rebaño, el enemigo, usando la
jerga militar que tanto le gustaba.
Las
piedras lanzadas por el Choto estaban todas en la misma zona, por lo
que dedujeron que el enemigo era uno sólo. También que era grande y
pesado, pues había aplastado la vegetación a su alrededor. Sus
finos olfatos les descubrieron que había gran cantidad de sangre
esparcida por todos lados.
—Ha
sido una buena idea —dijo Diego con la cara iluminada por la
emoción. —Ha habido una batalla.
Tedesio
curioseaba los alrededores buscando indicios que le permitieran
averiguar qué había ocurrido. Su amigo comprobaba la disposición
de las piedras con respecto a la vegetación aplastada mientras se
imaginaba como había sido el combate. Diego saltaba de un lado a
otro, corría y se ponía en guardia sin perder de vista el lugar,
desde donde el Choto lanzaba las piedras. Tedesio se dirigió, con
una rápida carrera al árbol desde donde suponían que el Choto
disparaba. Desde allí observó las evoluciones de su compañero. Los
saltos que este daba le parecían lógicos y evidentes, y eso le
llevó a sacar algunas conclusiones:
—El
enemigo aguantaba las pedradas, pero algo le impedía abalanzarse
sobre el Choto —razonaba Tedesio en voz alta. —Todos los pastores
llevan un perro que les controla el ganado.
—El
Choto tenía una perra negra. Negra con las patas blancas —dijo
Diego, elevando la voz para que lo oyera su compañero.
—Pues
está claro. La perra hostigaba al enemigo. Pero no conseguían
ahuyentarlo, porque sino, no habría disparado tanto —continuó
Tedesio pensando en voz alta —si la nieve no hubiera tapado las
huellas a lo mejor podríamos ver qué clase de monstruo era.
—Entonces
la apartaremos —dijo Diego, mientras se ponía a apartar la nieve
con una facilidad sorprendente.
Tedesio
fue a ayudar a su amigo, pero cuando llegó, éste ya había
despejado un claro en el lugar. Efectivamente en el lugar había
muchas huellas, pero la mayoría eran las que el propio Diego había
ido dejando en su ficticia lucha. Esto molestó a Tedesio.
—Lo
has pisoteado todo.
—Vaya,
no me di cuenta —se disculpó Diego y acto seguido se agachó
buscando olores que, con su nuevo olfato desarrollado podría
diferenciar.
Entre
las numerosas huellas de Diego habían dos tipos de huellas
distintas: unas eran de la perra y las otras eran las de un felino
asombrosamente grande.
—¡Vaya
zarpas! Efectivamente luchaban contra un monstruo —dijo Tedesio con
un tono de temor.
—Sí,
y la perra murió en el combate —afirmó Diego, mientras apartaba
una gran roca que cubría el cuerpo destrozado de la fiel compañera
del Choto.
Los
chicos retrocedieron asustados ante el espantoso descubrimiento. La
cabeza del animal estaba parcialmente descarnada y había sido
arrancada del cuerpo, cuerpo que estaba partido, aunque algunos
trozos de piel y músculos lo mantenían unido.
La
terrible visión de la perra les asustó y eso fué suficiente para
plantearse el irse de aquel lugar maldito lo antes posible, tal y
como suponían que había hecho el Choto. La horrible visión les
impedía pensar y apartaron la mirada.
—Si
el Choto hubiera huido, habría ido a su casa, y allí no estaba. Nos
falta algo.
—Yo
me siento más seguro con un arma en las manos —dijo Diego mientras
se dirigía a coger las varas que habían traído para defenderse de
los lobos.
Regresó
con las varas y los zurrones y se encontró a Tedesio mirando
fijamente a lo lejos. Le devolvió a su amigo sus cosas y este
fascinado le dijo que había descubierto por donde había huido el
Choto.
—Con
la vista mejorada puedo ver claramente el rastro de matojos
pisoteados y ramas rotas que dejó el Choto al salir corriendo.
Tomaron
el camino que les mostraba el rastro de destrozos de una alocada
huida. Éste continuaba hasta los límites del pequeño valle donde
se perdía, al no haber vegetación que pudiera verse afectada por la
persecución evidente,dadas las huellas que la nieve había
conservado.
Sus
sentidos amplificados estaban volviendo poco a poco a la normalidad.
Usaron lo que les quedaba de olfato para seguir el rastro, antes que
lo perdieran definitivamente. Y su insistencia dio sus frutos, pues
al poco descubrieron lo que parecía ser un cuerpo cubierto por la
nieve.
Con
la terrible imagen de la perra todavía en sus mentes, su imaginación
se encargó de infundir el miedo necesario para que dudasen si
descubrir el cuerpo o no.
—¿Qué
hacemos? —preguntó Tedesio y, sin esperar a una respuesta,
continuó exponiendo. —Con lo que hemos averiguado hasta ahora
podemos deducir que este cuerpo solamente puede ser el del Choto, y
con esta deducción nos ahorramos el horror de tener que descubrir el
cuerpo. Aunque, como dice fray Ramiro: "La deducción siempre se
ha de complementar con la comprobación para confirmar así su
certeza". Tenemos que ser valientes para verificar nuestras
sospechas y comprobar, aunque nos cause horror que este cuerpo es el
del pastor.
—A
mi la verdad no me da miedo —sentenció Diego que, siempre que se
la ponía en duda, demostraba su valentía.
El
muchacho apartó la nieve descubriendo el cuerpo que estaba enterrado
en ella. A pesar de las evidentes heridas, el cuerpo era fácilmente
reconocible como el del Choto.
Ya
estaba anocheciendo y el frío nocturno facilitó que volvieran a
caer algunos copos de nieve. Los dos chicos se alejaron del lugar,
regresando con premura al monasterio a comunicar el hallazgo. La
oscuridad de la noche y la nevada dificultaban su avance, pero la
atenta observación anterior de Tedesio evitó que se perdieran.
Helados
y cansados llegaron ante las grandes puertas del monasterio y allí
montando guardia estaba fray Luis acompañado de fray Ramiro, el cual
disimuló como pudo su alegría por el regreso de los muchachos.
—Lo
hemos... lo hemos... cof, cof... encontrado —dijo un fatigado
Tedesio.
—Hermano
Luis, avisa al Abad que los chicos han regresado. Yo los llevaré a
la cocina para que tomen algo caliente. Tranquilos descansad ya nos
lo contaréis tranquilamente.
Sigue en: 8 - El rayo blanco
Sigue en: 8 - El rayo blanco
Un
relato de magia
ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973
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