sábado, 10 de noviembre de 2018

Un relato de magia ancestral - 7 - La búsqueda del “Choto”

Si al amanecer no ha venido el pastor, mandaré alguien a buscarlo pero no creo que, como decís, haya abandonado el rebaño y se haya ido a su casa.
Mi señor Abad, ayer estuvo nevando y hacía mucho frío. Seguro que abandonó el rebaño a su suerte y se fue a su casa a calentarse. Cuando vuelva, yo mismo, como responsable del rebaño, lo pondré en su sitio.
Sí, mi Señor, yo opino igual que el hermano Ramón. Aunque creo que omite lo más importante —decía un tercer monje.
Fray Gerardo de Peña, abad del monasterio, se detuvo a la altura de una de las antorchas que iluminaban el pasillo, porque además de luz, también desprendía un agradable calor a los que se aproximaban a ella. Los otros dos monjes que acompañaban al Abad al darse cuenta que éste se había parado, también se detuvieron.
A ver hermano. Revélenos qué es eso tan importante —dijo el Abad.
El aludido miró con desconfianza a su alrededor, como esperando que alguien lo estuviera espiando detrás de alguna esquina. Luego posó sus ojos en fray Ramón y tras observarlo detenidamente, volvió a mirar al abad mientras carraspeaba.
Vamos, hombre de Dios, diga lo que tenga que decir antes que nos enfriemos —le urgió el Abad.
Aquí todo el mundo puede hacer lo que le dé la gana. Este tiene que ser un lugar de comunión con Dios, un lugar donde nosotros, como devotos siervos, busquemos la manera de hacer llegar su mensaje al ignorante pueblo.
¿Qué tiene que ver eso con la desaparición del pastor? —le interrumpió fray Ramón.
Mano dura, severa disciplina y rigurosa penitencia —prosiguió el fraile.
Alzó la voz para dar más énfasis a sus palabras, acompañándose de enérgicos gestos con las manos.
Estamos aquí para servir a Dios y para interpretar sus designios. No para el estudio de las hierbas, para holgazanear tocando la flauta, ni otras tantas tareas inútiles a las que se dedican los monjes de este monasterio.
Este último comentario molestó profundamente al abad que, con voz pausada pero firme, replicó a su interlocutor.
Si habéis acabado vuestro intransigente discurso —dijo el abad —os diré que este monasterio es muy distinto a cualquier otro. Aquí la gente viene por propia voluntad a investigar y desarrollar sus propias inquietudes. Pueden ser más o menos lejanas de las ideas de la madre iglesia, pero solamente Dios puede cuestionarlas. Vos haced la penitencia que queráis pero no sois quien para inmiscuiros en el trabajo de los demás.
Mi Señor Abad, debéis temer más a Dios pues su ira impartirá justo castigo —dijo el monje con un grito, que retumbó por los pasillos.
Fray Ramón aconsejó que se fueran todos a descansar y así tranquilizar los ánimos.
Efectivamente, no quiero más gritos. Todo el mundo a su celda a descansar —ordenó el abad, visiblemente nervioso.
Disculpe mi Señor, mi falta de respeto. No debí gritaros —y con una reverencia forzada se alejó por el pasillo, dándose frotes en lugares donde tenía heridas recientes, acompañándolos de quedos quejidos.
Una vez se quedaron solos fray Gerardo y fray Ramón tomaron la decisión de enviar a alguno de los chicos a buscar al pastor. Gonzalo se quedaría en el monasterio pues, como hijo de un noble no lo iban a enviar a buscar a nadie, y menos al pastor. Matías se quedaría cuidando al rebaño.
De acuerdo mi señor Abad, al amanecer enviaré a Diego a buscar al pastor.
Que lo acompañe Tedesio para que no vaya solo. Diego es un muchacho valiente, pero prefiero que vaya acompañado.
Fray Ramón se alejó por el pasillo, tras despedirse, dejando al abad sumido en sus pensamientos.
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Calzados con botas forradas de lana y gruesos chaquetones para combatir el frío, Diego y Tedesio partieron a buscar al Choto. Matías les había dicho que faltaban dos ovejas, y ante esa advertencia se habían provisto de sendas varas largas por si se encontraban con lobos. Tomaron el camino del pueblo para ir en primer lugar a la casa del Choto a la que llegaron en poco tiempo. Les recibió su madre, una mujer de mediana edad con signos de envejecimiento prematuro por las duras tareas de labranza. Cuando Diego le preguntó si estaba el Choto en casa, sus arrugas se acentuaron, delatando su preocupación.
¿No está en el monasterio? —contestó la señora con otra pregunta.
No. Anoche el ganado volvió solo —contestó a su vez Diego.
Seguro que le ha pasado algo. Él es un chico responsable y no abandonaría al ganado. 
¿Sabe si hay lobos en las montañas? —intervino Diego.
A la señora se le llenaron los ojos de lágrimas y, entre sollozos, contestó a los chicos.
Ay, hijo, no lo sé. Eso lo sabrá mi marido. A veces hablan de lobos en el monte. Preguntárselo a él.
Diego cogió a Tedesio por el brazo y tiró de él bruscamente para salir de la casa, al tiempo que se despedía de la madre del Choto.
Gracias señora, vamos a buscarlo. No se preocupe, seguro que el Choto está bien. Conoce el monte y sabe cuidarse.
Una vez fuera, Diego reprochó a Tedesio su falta de tacto.
¿Es que no puedes callarte? No tenías que haberle dicho nada de los lobos. Ahora se habrá quedado más preocupada.
A la salida del pueblo encontraron al padre del Choto que volvía de recoger leña. Le preguntaron si había visto a su hijo y ante la negativa de éste, le dijeron que no había vuelto con el rebaño. El hombre dejó caer el fardo de leña que cargaba y al tiempo que se tomaba un respiro dijo a los chicos que su hijo no abandonaba nunca al rebaño.
¿Se habrá encontrado con lobos? —preguntó Diego.
¿Lobos? —su ruda voz denotaba que, se iba enfureciendo. —Eso es lo que os han dicho los monjes, esos vividores del monasterio. Viven tan a gusto y felices que no quieren saber nada de los campesinos; si pasamos frío y hambre, o si las alimañas se comen nuestro ganado. Nosotros mismos tuvimos que limpiar el monte de lobos y otras bestias, pero a ellos lo único que les interesa es que no les falte la comida, el vino y la leña.
Nos han enviado a buscar al Choto —le interrumpió Tedesio en un intento por calmar al enfadado lugareño.
Prefieren mandar a unos chicos en vez de ir ellos mismos. Sus delicados pies no soportarían una caminata por el monte —ironizó el padre del Choto, que volvió a cargar el fardo de leña sobre sus hombros al tiempo que les advertía:
Cuidado con los monjes. No os fiéis porque cuando no les seáis útiles se desharán de vosotros como hicieron con chico del barranco.

Nerviosos por las ásperas respuestas y duros comentarios del padre del Choto, los chicos se despidieron rápidamente de él y siguieron su camino.
Tomaron un sendero que los llevaría desde el pueblo hasta las montañas próximas. En el pueblo y sus alrededores no había mucha nieve, pero las blancas copas de los árboles del bosque próximo delataban que más allá sí había caído mucha. A medida que fueron internándose en el bosque y ascendiendo por las montañas, el espesor de nieve fue aumentando hasta hacer desaparecer el sendero. Las cimas de las montañas estaban ocultas por las nubes que descansaban sobre ellas.
A pesar de no distinguir el sendero, Diego avanzaba por el bosque con seguridad. Por el contrario, Tedesio observaba atentamente el entorno fijándose en las particularidades del terreno que atravesaban: árboles, peñascos, troncos caídos y demás puntos de referencia.
Atravesada la parte más espesa del bosque, la nieve dejó de ser tan abundante con lo cual volvieron a reconocer el sendero. Esto les alivió pues las nubes bajas que veían antes ahora era niebla que no les dejaba ver a lo lejos. El avance seguro de Diego tranquilizó a Tedesio, pero no evitaba que frecuentemente le preguntara si quedaba mucho.
Ya estamos llegando, así que cállate —dijo Diego por fin. —Detrás de esa colina hay un lugar con excelentes pastos. Al Choto le gustaba venir aquí con el ganado.
Llegaron a un pequeño valle que se formaba entre varias colinas. La niebla se quedó en lo alto, rodeando la hondonada y creando el efecto de un fantasmal techo. Estuvieron un rato buscando al pastor e incluso lo llamaron a voces un par de veces. Nadie les contestó.
Exhaustos después de la caminata, buscaron un lugar para descansar y reponer fuerzas.
Este es un buen lugar para practicar los encantamientos —dijo Tedesio al poco rato.
Sí, es solitario y alejado —respondió Diego, mientras masticaba algunas nueces que portaban.
Tedesio se puso en pie y rebuscó en su memoria las palabras adecuadas. Empezó a recitarlas. Un hormigueo recorrió su cuerpo y se le puso la carne de gallina. Esta agradable sensación lo puso nervioso y aumentó el ritmo, precipitando así el final del cántico.
Diego lo observaba con atención, escuchando la armonía.
El rítmo. Te sigue fallando el rítmo. Quieres acabar muy rápido —le indicó Diego a Tedesio.
Ante la mirada burlona de su amigo, Tedesio lo invitó a mejorarlo. Diego también se puso en pie dispuesto a demostrarle cómo se hacía. Con un suave murmullo entonó el cántico sin pronunciar palabra alguna.
La melodía te sale bien, pero al ser hombre de pocas palabras te faltan é,stas —le dijo Tedesio, llevándose el dedo índice a la boca en señal de silencio.
Así estuvieron largo rato olvidándose de buscar al Choto. Practicando uno de los encantamientos y apoyándose el uno en el otro para mejorar tanto la pronunciación como la musicalidad. El cosquilleo que recorría sus cuerpos había pasado a ser pequeños escalofríos y se produjeron algunos cambios en ellos. Sus sentidos mejoraron más allá de lo humano.
Al oído de Tedesio llegaba con claridad el suave silbido del viento deslizándose por las colinas. Como si hubiera liberado sus oídos de un compacto tapón de cerumen, oía sonidos desconocidos por él hasta el momento. El sonido de un ciempiés, moviéndose entre la hojarasca, le llamó la atención y, dejándose guiar por él, dio un gran salto hasta el lugar exacto donde se producía, y allí estuvo un rato acechándolo.
Similares cambios se produjeron en Diego, pero en éste fue el olfato lo que mejoró sustancialmente. De forma similar a lo que le ocurría a Tedesio con el oído, a la nariz de Diego comenzaron a llegar multitud de olores. Mas allá de la liberación de impurezas que entorpecen el olor, Diego no solamente recibía, sino que era capaz de diferenciar y clasificar cada uno de ellos. Entre estos, uno le llamó la atención, era el hedor de carne muerta. Levantó la mirada y comprobó que su visión se había acortado, no obstante, se dejó guiar por su finísimo olfato y ste le guiaba mas allá de donde Tedesio estaba jugando con el ciempiés. En el lugar donde provenía el hedor, escarbó entre la nieve, dejando al descubierto los cuerpos de dos de las cabras del rebaño.
He encontrado las cabras que faltaban —avisó Diego a su amigo. —Han sido los lobos.
No estoy tan seguro —contestó Tedesio cuando llegó junto a su amigo. —¿Por qué no se las han comido?
Las habrán enterrado para comérselas luego.
Yo no lo veo tan claro. Algo me dice que no han sido los lobos. Yo creo que se las habrían comido en el momento. Además el padre del Choto nos dijo que, desde la última cacería de lobos no se ha vuelto a ver ninguno por la comarca. Mira las heridas, son demasiado grandes para un lobo. Al menos para un lobo normal.
Espera, espera —le interrumpió Diego. —¿Qué quieres decir? ¿Un monstruo? Uno de esos que cuentan los juglares en sus canciones. ¿Un hombre lobo? ó ¿Un basilisco, quizás?
Tedesio contestó a Diego.
Un basilisco no. Las habría convertido en piedra. Y un hombre lobo tampoco, esos se dedican a raptar bellas muchachas.
Los hombres lobo no raptan chicas, eso lo hacen los dragones —le discutió Diego.
No. Los dragones raptan princesas para llevarlas a su guarida. Luego un caballero va a rescatarlas y si le demuestra al dragón su valor, este le da a la chica a cambio de un tesoro —aclaró Tedesio.
Si no han sido lobos, ni un basilisco, ni un hombre lobo, ni un dragón. ¿Qué ha sido? —dijo Diego, ligeramente molesto.
No lo sé. Pero, ¿que te parece si intentamos averiguarlo? Podemos ayudarnos de nuestros nuevos sentidos mejorados.
La curiosidad juvenil de Diego se activó y, asintiendo con la cabeza, le dijo a Tedesio:
De acuerdo. Hagámoslo. Parece divertido.
Los chicos se dirigieron al árbol bajo el cual se colocaba el Choto. Allí comprobaron que había estado lanzando piedras con su honda.
Era el hondero más rápido y certero que he visto. No fallaba nunca. Era el mejor —dijo Diego.
Éste llamó a lo que había atacado el rebaño, el enemigo, usando la jerga militar que tanto le gustaba.
Las piedras lanzadas por el Choto estaban todas en la misma zona, por lo que dedujeron que el enemigo era uno sólo. También que era grande y pesado, pues había aplastado la vegetación a su alrededor. Sus finos olfatos les descubrieron que había gran cantidad de sangre esparcida por todos lados.
Ha sido una buena idea —dijo Diego con la cara iluminada por la emoción. —Ha habido una batalla.
Tedesio curioseaba los alrededores buscando indicios que le permitieran averiguar qué había ocurrido. Su amigo comprobaba la disposición de las piedras con respecto a la vegetación aplastada mientras se imaginaba como había sido el combate. Diego saltaba de un lado a otro, corría y se ponía en guardia sin perder de vista el lugar, desde donde el Choto lanzaba las piedras. Tedesio se dirigió, con una rápida carrera al árbol desde donde suponían que el Choto disparaba. Desde allí observó las evoluciones de su compañero. Los saltos que este daba le parecían lógicos y evidentes, y eso le llevó a sacar algunas conclusiones:
El enemigo aguantaba las pedradas, pero algo le impedía abalanzarse sobre el Choto —razonaba Tedesio en voz alta. —Todos los pastores llevan un perro que les controla el ganado.
El Choto tenía una perra negra. Negra con las patas blancas —dijo Diego, elevando la voz para que lo oyera su compañero.
Pues está claro. La perra hostigaba al enemigo. Pero no conseguían ahuyentarlo, porque sino, no habría disparado tanto —continuó Tedesio pensando en voz alta —si la nieve no hubiera tapado las huellas a lo mejor podríamos ver qué clase de monstruo era.
Entonces la apartaremos —dijo Diego, mientras se ponía a apartar la nieve con una facilidad sorprendente.
Tedesio fue a ayudar a su amigo, pero cuando llegó, éste ya había despejado un claro en el lugar. Efectivamente en el lugar había muchas huellas, pero la mayoría eran las que el propio Diego había ido dejando en su ficticia lucha. Esto molestó a Tedesio.
Lo has pisoteado todo.
Vaya, no me di cuenta —se disculpó Diego y acto seguido se agachó buscando olores que, con su nuevo olfato desarrollado podría diferenciar.
Entre las numerosas huellas de Diego habían dos tipos de huellas distintas: unas eran de la perra y las otras eran las de un felino asombrosamente grande.
¡Vaya zarpas! Efectivamente luchaban contra un monstruo —dijo Tedesio con un tono de temor.
Sí, y la perra murió en el combate —afirmó Diego, mientras apartaba una gran roca que cubría el cuerpo destrozado de la fiel compañera del Choto.
Los chicos retrocedieron asustados ante el espantoso descubrimiento. La cabeza del animal estaba parcialmente descarnada y había sido arrancada del cuerpo, cuerpo que estaba partido, aunque algunos trozos de piel y músculos lo mantenían unido.
La terrible visión de la perra les asustó y eso fué suficiente para plantearse el irse de aquel lugar maldito lo antes posible, tal y como suponían que había hecho el Choto. La horrible visión les impedía pensar y apartaron la mirada.
Si el Choto hubiera huido, habría ido a su casa, y allí no estaba. Nos falta algo.
Yo me siento más seguro con un arma en las manos —dijo Diego mientras se dirigía a coger las varas que habían traído para defenderse de los lobos.
Regresó con las varas y los zurrones y se encontró a Tedesio mirando fijamente a lo lejos. Le devolvió a su amigo sus cosas y este fascinado le dijo que había descubierto por donde había huido el Choto.
Con la vista mejorada puedo ver claramente el rastro de matojos pisoteados y ramas rotas que dejó el Choto al salir corriendo.
Tomaron el camino que les mostraba el rastro de destrozos de una alocada huida. Éste continuaba hasta los límites del pequeño valle donde se perdía, al no haber vegetación que pudiera verse afectada por la persecución evidente,dadas las huellas que la nieve había conservado.
Sus sentidos amplificados estaban volviendo poco a poco a la normalidad. Usaron lo que les quedaba de olfato para seguir el rastro, antes que lo perdieran definitivamente. Y su insistencia dio sus frutos, pues al poco descubrieron lo que parecía ser un cuerpo cubierto por la nieve.
Con la terrible imagen de la perra todavía en sus mentes, su imaginación se encargó de infundir el miedo necesario para que dudasen si descubrir el cuerpo o no.
¿Qué hacemos? —preguntó Tedesio y, sin esperar a una respuesta, continuó exponiendo. —Con lo que hemos averiguado hasta ahora podemos deducir que este cuerpo solamente puede ser el del Choto, y con esta deducción nos ahorramos el horror de tener que descubrir el cuerpo. Aunque, como dice fray Ramiro: "La deducción siempre se ha de complementar con la comprobación para confirmar así su certeza". Tenemos que ser valientes para verificar nuestras sospechas y comprobar, aunque nos cause horror que este cuerpo es el del pastor.
A mi la verdad no me da miedo —sentenció Diego que, siempre que se la ponía en duda, demostraba su valentía.
El muchacho apartó la nieve descubriendo el cuerpo que estaba enterrado en ella. A pesar de las evidentes heridas, el cuerpo era fácilmente reconocible como el del Choto.
Ya estaba anocheciendo y el frío nocturno facilitó que volvieran a caer algunos copos de nieve. Los dos chicos se alejaron del lugar, regresando con premura al monasterio a comunicar el hallazgo. La oscuridad de la noche y la nevada dificultaban su avance, pero la atenta observación anterior de Tedesio evitó que se perdieran.
Helados y cansados llegaron ante las grandes puertas del monasterio y allí montando guardia estaba fray Luis acompañado de fray Ramiro, el cual disimuló como pudo su alegría por el regreso de los muchachos.
Lo hemos... lo hemos... cof, cof... encontrado —dijo un fatigado Tedesio.
Hermano Luis, avisa al Abad que los chicos han regresado. Yo los llevaré a la cocina para que tomen algo caliente. Tranquilos descansad ya nos lo contaréis tranquilamente.

Sigue en: 8 - El rayo blanco

Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973

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