Fray
Bonaventura era un joven fraile, músico y poeta. A pesar de las
críticas, no le gustaba cubrirse la cabeza con la capucha del hábito
y en vez de ello, la cubría con un curioso sombrerete que ocultaba
su precoz calvicie. Ello suscitaba no pocos comentarios de su falta
de uniformidad y acusaciones de parecer un juglar bellaco y
malandrín.
El
monje estaba preguntando a Gonzalo por la melodía que el chico
tarareaba.
—¿Dónde
has oído esa música? —preguntaba el joven fraile.
—Anoche
la oía en mis sueños —respondió Gonzalo. —Ahora no me la puedo
quitar de la cabeza.
—A ver repítela —le instó fray Bonaventura.
—A ver repítela —le instó fray Bonaventura.
Gonzalo
tuvo que repetirla varias veces, pues el fraile escuchaba y hacía
anotaciones en su pergamino.
Tedesio
esperó a que fray Bonaventura se fuera para sacar los pergaminos y,
ahora con la luz del día, mirarlos detenidamente. Los repartió
entre sus amigos. Los pergaminos parecían muy viejos. Tanto que,
algunos, crujían al ser desenrollados. Tenían extraños símbolos y
pequeños dibujos de árboles, animales, nubes y estrellas. Matías
comparaba algunos símbolos con las huellas que dejan algunos pájaros
en el barro. Los dibujos eran imprecisos y faltos de color. Más
toscos que las miniaturas que decoraban los textos monacales.
Uno
de los pergaminos parecía más reciente que el resto, pues el color
era más claro y los símbolos no mantenían el mismo estilo que en
los otros. Mientras sus compañeros se dedicaban a mirar los
pergaminos más viejos, Tedesio se concentró en el que parecía más
nuevo. Un detalle le llamó la atención. Había un dibujo del sol,
con su sonriente cara. Sus rayos convergían en un punto señalando
un lugar, una especie de grieta en el suelo. Rodeando esta grieta
había una multitud de símbolos.
—Creo
que esto de aquí es muy importante, pues es distinto a los demás.
Después
de estar un rato observándolos y especulando, llegaron a la
conclusión que nada de lo que veían tenía sentido. Solamente eran
líneas y dibujos.
—¿Alguno
de vosotros entiende algo? —preguntó Tedesio.
Los
otros le miraron y negaron con la cabeza.
—Ya
veo que estamos igual. Yo tampoco entiendo nada —se contestó a sí
mismo.
Recogió
los pergaminos y los guardó en los tubos, al tiempo que comentaba:
—De
acuerdo, el sol señala un agujero ¿pero dónde? y ¿por qué? Los
símbolos parecen explicarlo pero sobre ellos la mejor teoría que
tenemos es que son huellas de pájaros. Pues estamos listos. ¿Aquí
hay traductores, verdad? Podíamos llevárselos a ellos para ver si
saben algo. También podemos preguntarle a fray Ramiro, pero,
sinceramente, no tengo ganas de hacer más flexiones. Si Eusebio los
escondía es porque son peligrosos, con lo cual no deberíamos de
enseñárselos a mucha gente. Vosotros lleváis más tiempo que yo en
este sitio. ¿Sabéis quién puede ayudarnos?
Los
cuatro se quedaron pensativos. Gonzalo continuaba tarareando la
melodía.
—Gonzalo,
sé que la musiquilla esa le ha hecho gracia a fray Bonaventura, pero
no creo que él pueda ayudarnos en esto —comentó Tedesio.
Diego
intervino.
—Fray
Bonaventura no, pero el Padre Palomeque, el anciano bibliotecario
seguro que lo sabe. Él lo sabe todo. Sabe más que fray Alonso. Un
día fray Alonso se enfadó conmigo porque le pregunté por los
ejércitos de Roma. Sin embargo el Padre Palomeque sí me habló de
ellos. Me contó que era el ejército más poderoso del mundo. Sus
soldados eran invencibles y lo conquistaron todo.
—Hablemos
con el Padre Palomeque entonces —le interrumpió Tedesio,
desbordado de entusiasmo.
Los
cuatro chicos se marcharon tarareando a coro el sonsonete que cantaba
Gonzalo.
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El Padre Palomeque de Povedilla era un anciano monje que la edad y los años de estudio lo habían ascendido al cargo de bibliotecario del monasterio. Tenía la nariz larga y puntiaguda, parecía apoyarse en el espeso bigote y la poblada barba camuflaba la parte inferior de su rostro. Tez de tonos tostados, que indicaba su procedencia sureña y marcadas ojeras debidas a la gran cantidad de tiempo de estudio, no siempre en las condiciones adecuadas.
La
biblioteca era una gran estancia donde se almacenaban los libros,
pergaminos y todo el material escrito o dibujado que no iba a ser de
uso inmediato. Los libros y pergaminos estaban muy bien ordenados en
las estanterías y vitrinas, que a su vez formaban pasillos. Era un
lugar oscuro por la creencia que la luz dañaba el pergamino. El
único ventanal que había dejaba entrar abundante luz exterior a una
mesa situada bajo él. Allí estaba sentado el Padre Palomeque,
leyendo un pergamino con atención.
Cuando
entraron los estudiantes, les hizo un ademán para que se acercaran a
la mesa y volvió a centrarse en el pergamino que tenía en las
manos. Los muchachos esperaron a que el monje los atendiera.
Consiguieron calmar la impaciencia contemplando maravillados la
biblioteca. Tedesio fue a internarse por uno de los oscuros pasillos,
pero la mano de Diego lo agarró del brazo frenando su intención.
Hizo ademán de soltarse, pero cuando vio el gesto de negación de su
amigo volvió a lado de la mesa.
—Está
visto que la paciencia es una virtud que se aprende con los años
—dijo el Padre Palomeque cuando hubo terminado de leer el
pergamino. —Bien, ¿a qué habéis venido los cuatro?
—Hemos
encontrado este pergamino... —pero antes que Tedesio pudiera
continuar sintió el apretón que Diego le dio en el hombro, apretón
que le hizo callar y así Diego tomó las riendas de la conversación.
—Disculpe
nuestra intromisión, Padre Palomeque. No queríamos molestarle en
sus quehaceres porque sabemos que está muy ocupado —y esperó su
reacción.
El
fraile articuló una mueca de reproche y los animó a continuar.
—Bien,
ya que me habéis interrumpido, decidme a qué habéis venido.
Tedesio
fue el que continuó con la conversación.
—Padre,
hemos encontrado este pergamino, pero no entendemos la lengua en la
que está escrito —y dejó encima de la mesa, solamente uno de los
que habían encontrado. El resto los mantuvo ocultos bajo sus ropas.
El
anciano monje lo observó, sin tocarlo, durante algunos momentos.
—Parece
muy antiguo —dijo al fin. —¿Dónde lo habéis encontrado?
Los
chicos se cruzaron miradas de complicidad y dudaron sobre qué
responder. El Padre Palomeque desenrolló el pergamino y olvidándose
de lo que había preguntado lo examinó con más detenimiento.
—¿En
qué lengua está escrito? —preguntó Tedesio.
—Desde
luego es prerrománico. El tipo de escritura es como la de los
antiguos habitantes de la península. Pero ellos no escribían en
pergaminos. Lo hacían en vasijas, en pieles o esculpiendo en piedra,
pero no conocían el pergamino, con lo cual no podían escribir en él
¿Dónde decís que lo habéis encontrado?
—¿De
qué trata este escrito? —preguntó Matías esta vez.
—Parece
una especie de canción de animales. Estos símbolos recuerdo
haberlos visto en algún sitio. Son como las runas paganas que
empleaban los antiguos pueblos bárbaros, supongo que será una
especie de rito para el ganado.
—Pero,
lo pagano es malvado —matizó Matías.
—Yo
me dedico a archivar y clasificar los escritos que hay en este
monasterio. No me interesan ese tipo de discusiones, para eso ya
están los obispos que son los que adoctrinan. Yo tengo mis propias
ideas sobre lo correcto o incorrecto. Precisamente me gusta este
lugar porque permanecemos ajenos a esas discusiones que acaban en
posturas radicalmente enfrentadas.
Los
muchachos respiraron aliviados después de oír las palabras del
Padre Palomeque.
—Si
queréis saber más sobre las antiguas costumbres de los pueblos, os
puedo buscar algún libro que tengo archivado sobre el tema.
—Sí,
por favor —rogó Tedesio, a la vez que sus amigos asentían con la
cabeza.
El
anciano monje se levantó tras indicarles que esperaran, se dirigió
con lentitud hacía los estantes, hasta desaparecer entre ellos. Los
chicos no podían estar parados y se movían inquietos de aquí para
allá. Miraban el pergamino que todavía estaba extendido en la mesa
e intercambiaban impresiones.
Al
rato vieron salir del sombrío interior de la biblioteca al monje.
Venía con paso tranquilo y traía un libro en sus brazos. Lo
depositó con delicadeza en la mesa y les dijo:
—Este
libro lo escribió un griego hace siglos. En el podéis encontrar
información para descifrar los símbolos rúnicos. Si lo tratáis
con cuidado lo podéis usar como ayuda.
Gonzalo
cogió el libro, argumentando que él era el que mejor leía el
griego. Recogieron el pergamino que estaba en la mesa y se marcharon.
—Gracias
su paternidad. Le devolveremos el libro intacto lo antes posible —le
agradeció Diego antes de marcharse.
—Ese
libro es ahora responsabilidad vuestra, no lo olvidéis.
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Pasaron algunos días y los muchachos aprendieron, con la ayuda del Padre Palomeque, a descifrar los hasta entonces desconocidos textos. Los textos de Estrabón los iniciaron, pero tuvieron que consultar muchos más; antiguos y misteriosos escritos que les iban dando pistas de costumbres de pueblos paganos. El monje les avisó que fueran discretos, pues no todos estaban de acuerdo con la difusión de antiguas prácticas. Durante ese tiempo volvieron a tener misteriosos sueños. Sueños que interpretaron como instigadores a aprender de los pergaminos. De vez en cuando alguna pesadilla se colaba entre ellos.
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Pasaron algunos días y los muchachos aprendieron, con la ayuda del Padre Palomeque, a descifrar los hasta entonces desconocidos textos. Los textos de Estrabón los iniciaron, pero tuvieron que consultar muchos más; antiguos y misteriosos escritos que les iban dando pistas de costumbres de pueblos paganos. El monje les avisó que fueran discretos, pues no todos estaban de acuerdo con la difusión de antiguas prácticas. Durante ese tiempo volvieron a tener misteriosos sueños. Sueños que interpretaron como instigadores a aprender de los pergaminos. De vez en cuando alguna pesadilla se colaba entre ellos.
Reunidos
en el establo, los chicos comentaban los progresos. Habían
averiguado que los misteriosos escritos eran instrucciones para
realizar determinados ritos mágicos. También habían averiguado
como se hablaba en la antigua lengua celtíbera. Del pergamino más
reciente dedujeron, que a partir del lugar que indicaba el sol,
partía un camino que se internaba en la montaña. Al estar bajo
tierra el camino debía ser un pasadizo.
Por
fin creyeron estar dispuestos a probar uno de los ritos más fáciles.
Habían estudiado las palabras que debían ser dichas para producir
calor. El frío ambiente del monasterio los había llevado a elegir
este rito que consideraron de gran utilidad. Dijeron las palabras que
habían aprendido y esperaron a ver qué ocurría. No notaron alivio
en sus frías manos. Ni siquiera vieron lucecitas danzando a su
alrededor. Decepcionados volvieron a repetir el rito, pero esta vez
tampoco ocurrió nada.
—Algo
no estamos haciendo bien. Hace un frío que pela —indicó Gonzalo
frotándose las manos.
—Repitámoslo,
haciéndolo al mismo tiempo —dijo Tedesio.
Volvieron
a decir las palabras y esta vez las consiguieron decir todos a una.
El resultado fue una retahíla monótona de sinsentidos y tampoco
ocurrió nada.
Unas
gotas de agua cayeron en la cabeza de Gonzalo, provocando sus
protestas.
—Maldita
gotera. Matías, todavía no has arreglado la gotera.
—Para
qué, si hasta que la nieve deshiele no cae agua.
Miraron
hacia arriba y comprobaron que, efectivamente, caían unas gruesas
gotas de agua desde el techo. Advirtieron también que el agua no
estaba helada como es lo natural después del deshielo. Para su
sorpresa, estaba caliente.
Matías
subió ágilmente hasta el tejado del establo y cuando se recuperó
del asombro, llamó a sus compañeros.
—Subid
a ver esto —les gritó desde el tejado en el exterior del establo.
El
asombro se les fue contagiando a medida que llegaban al tejado. La
nieve acumulada formaba círculos concéntricos de hielo, alrededor
del lugar donde habían estado practicando el conjuro. El resultado
era un bonito mosaico de círculos helados, dando la impresión que
se había creado un rosetón de cristal en el tejado de la cuadra. El
viento que corría en lo alto del establo no podía enfriar los
acalorados ánimos de los chicos, que reían de alegría.
—Sí
ha funcionado, aunque no como esperábamos. Mirad, la nieve que había
encima de nosotros se ha derretido y luego el viento ha transformado
el agua en hielo —explicaba Tedesio.
—Es
precioso —murmuraba Matías, maravillado por el espectáculo.
El
viento arrastraba la nieve acumulada alrededor creando a su vez
pequeños montículos en los anillos que formaban el helado círculo.
—Nos
vamos a congelar. Entremos dentro —advirtió Diego.
Tuvieron
que obligar al estupefacto Matías, pero volvieron a entrar en el
establo. Sin parar de moverse para entrar en calor, comentaban lo
ocurrido.
—Algo
no hemos hecho bien. Estoy seguro que el calor tenía que haber
estado aquí y no ahí arriba —dijo Tedesio señalando el techo.
Con
aspecto pensativo, Gonzalo intervino:
—Cuando
estábamos repitiendo el conjuro, ha habido un momento que me ha
recordado la musiquilla del sueño del otro día. Estoy pensando que
a lo mejor es lo que falta, la música adecuada. Si los conjuros son
como ritos, la música es un componente importante en todos los
rituales.
Gonzalo
guardó silencio mientras se concentraba en sus pensamientos. Al
momento dijo que iría a hablar con fray Bonaventura, para averiguar
algo de la musiquilla que tarareaba el otro día, y se marchó
dejando a sus amigos debatiendo sobre lo sucedido.
Al
rato se marcharon Diego y Tedesio, dejando a Matías que se encargara
de sus quehaceres diarios en el establo.Tenía que dejar el lugar
preparado para cuando volviera el rebaño de cabras de pastar por el
monte. Los abrevaderos preparados con agua y comida, el suelo limpio
de excrementos y orines, y una capa de arena esparcida en él.
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Fray Bonaventura estaba resguardado por los arcos que rodeaban el claustro. Sentado en un banco de piedra interpretaba una melodía acompañado de su flauta. La tarde era gris. El viento había arrastrado las nubes hasta cubrir las cimas de las montañas próximas. El mismo viento que penetraba furtivamente en el claustro sacudiendo azarosamente las plantas del cuidado jardín. Cualquiera que permaneciera estático en el claustro se helaba con rapidez, quizás por eso el joven fraile tamborileaba el suelo con sus pies. Pero era más probable que tamborileara el suelo para marcar el ritmo de la música, pues él era capaz de permanecer en el claustro en las más incomodas condiciones.
Gonzalo
esperó a que acabara la melodía, escuchando atentamente las subidas
y bajadas de tono que oscilaban al compás de los pies. Esto daba
lugar a una sentida música, que relajaba el espíritu e invitaba al
pensamiento y la meditación.
Una
vez que la flauta se quedó en silencio, Gonzalo le felicitó
comentándole lo mucho que le había gustado. Acto seguido le
pregunto que podía decirle del tarareo del otro día, el del sueño.
—¡Ah!
sí. He estado haciendo algunos cambios o arreglos a la melodía que
tarareabas el otro día. A ver qué te parece.
Se
llevó de nuevo la flauta a los labios entonó una música distinta a
lo que era habitual en un monasterio donde todos los sonidos eran
destinados a la oración y la veneración.
No
le costó a Gonzalo seguirla emitiendo suaves silbidos, y
efectivamente sonaba mejor al oído. Al sonido de la música un
hormigueo recorrió su cabeza creándole una curiosa sensación de
paz. Estuvieron entonando melodías y comentándolas durante toda la
tarde. En un momento dado fray Bonaventura buscó entre sus
anotaciones y le entregó un papel.
—Aquí
tienes indicaciones por si, como me comentaste, pretendes acompañarla
de canto. Espero que esto te ayude a encontrar lo que andas buscando.
Cosa que no tengo muy clara, todo sea dicho de paso.
—Gracias
Padre.
—De
nada. Anda arréglate ese pelo y vamos a cenar.
Gonzalo
se tocó el pelo extrañado y descubrió que lo tenía erizado y todo
de punta. Por más que intentaba alisarlo este continuaba erguido.
Ante los inútiles intentos de peinarse, se cubrió con la capucha y
se marchó por el pasillo rumbo al refrectorio.
\`´/
Durante la cena los comentarios y cuchicheos eran continuos, el nerviosismo flotaba en el ambiente. Algo sucedía pero nadie sabía muy bien qué, y todos se preguntaban qué ocurría, pero pocos sabían alguna respuesta. Matías les comentó que el rebaño había vuelto al anochecer pero "El Choto", el pastor, no había regresado con él. Algo totalmente inusual.
Sigue en: 7 - La búsqueda del “Choto”
Un
relato de magia
ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973
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