sábado, 10 de noviembre de 2018

Un relato de magia ancestral - 5 - Sueños reveladores

El repicar de la campana anunciaba el comienzo de un nuevo día. Los muchachos se fueron levantando pesadamente. Tenían la cabeza cargada y los sentidos embotados, consecuencia de una extraña noche. Matías, abrió el ventanuco para ventilar la celda y se quedó ensimismado mirando el estrellado cielo, previo al alba. Diego rebuscó en el brasero, apartando la ceniza, una brasa lo suficientemente caliente y encendió la vela con ella. La luz de la llama, que danzaba debido a la ligera brisa que entraba por el ventanuco, descubrió a los muchachos realizando acciones fuera de lo normal. Gonzalo comprobaba que sus brazos, sus piernas y su boca estuvieran en su sitio. Tedesio observaba su propia sombra que se proyectaba a la inquieta luz de la vela. Inclinado ante la jofaina, Diego se lavaba la cara, los brazos, el cuello, la cara otra vez, de nuevo el cuello y una tercera vez la cara.
He tenido el sueño más extraño de mi vida —dijo Tedesio.
Y yo también —dijeron a coro Gonzalo y Matías, con una amplia sonrisa.
Mi sueño también ha sido raro —indicó Diego con el semblante más serio, —pero como lleguemos tarde al “oficio de laudes” vamos a vivir una pesadilla.
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Cuando terminó el oficio de laudes, los habitantes del monasterio se encaminaron a sus quehaceres diarios, tanto los monjes residentes, como los que estaban de paso. Los muchachos se dirigieron donde fray Ramiro impartía sus enseñanzas. Llegaron a la sala y el fraile todavía no había venido. Se sentaron en la alargada mesa y en vez de hacer bromas y travesuras, como era habitual cuando fray Ramiro se ausentaba, se contaron los misteriosos sueños que habían tenido.
El primero en relatar su sueño fue Matías.
Yo caminaba por un bosque. La mayoría de árboles habían perdido su follaje. Una muchacha corría sin prisa hacia una parte rocosa de la arboleda. Esa parte estaba al pie de una montaña. Se detuvo al llegar a un gran peñasco. Aceleré el paso para llegar hasta ella y vi a la chica danzando ante la gran roca. Dirigió su mirada hacia mí, y me saludó sonriente y sin palabras me invitó a bailar con ella. Agitando los brazos nos cedíamos el paso sucesivamente mientras dábamos calculados saltos, primero con un pie y luego con el otro. Un puñado de brillantes estrellas giraban a nuestro alrededor. Era divertido. Reíamos cada vez que pasábamos cerca el uno del otro. En un momento dado ella dio un suave brinco y se elevó a lo alto de la gran roca. Yo creía que las estrellas se irían con ella a lo alto del peñasco, pero unas cuantas continuaban danzado en torno a mí. Mi alegre compañera de baile me invitó a acompañarla, pero le dije que yo no podía subir hasta allí. Su sonrisa se convirtió en un mohín y eso me entristeció. Al momento chasqueó los dedos, imitando el ruido que hacen las chispas de una hoguera. Lo que antes eran estrellas bailarinas, se convirtieron en flamígeras chispas y, con un rápido ademán, me lanzó un chorro de las suyas propias. Sus chispas fueron convirtiendo a mis estrellas en nerviosas y crepitantes chispas que se pegaron a mi cuerpo y me elevaron suavemente hacia lo alto. Cuando llegué a su lado, ella cogió mi mano y sin soltarla extendió los brazos. Saltamos de lo alto de la roca, precipitándonos al suelo. Temí la caída, pero un apretón de su mano me tranquilizó y, en ese momento, iniciamos el ascenso hacia el cielo.
Hizo una pausa, manteniendo la mirada perdida y, tras un largo suspiro, continuó.
Subíamos y Subíamos. A medida que ganábamos altura sentía una presión en el pecho, pero ni me dolía, ni me molestaba. Era muy agradable. Las chisporroteantes luces escoltaban nuestro vuelo. Ella reía, reía mucho, contagiándome su alegría y su risa. Tras hacer una pirueta en el aire, bajamos velozmente encogiéndoseme el pecho. Las hojas sueltas del suelo revoloteaban a nuestro paso. Luego volvimos a subir, la presión cesó. Liberó mi mano dejándome suelto pero, se mantenía cerca de emi, vigilando mi vuelo. Vuelo que yo mismo dirigía a mi antojo. Nos perseguíamos entre las acolchadas nubes. Estuvimos así un buen rato. En un momento dado ella me señaló hacia abajo y al bajar la mirada, vi un pueblecito y a su lado gente trabajando el campo. Recogían afanosamente los frutos de la tierra y los amontonaban en un carro con bueyes que había en las proximidades. Empujados por el viento que se había levantado, nos alejamos del pueblo y cuando también dejamos atrás un bosque próximo llegamos a las montañas. Allí pudimos ver a un pastor que conducía el ganado hacia el monte. Al acercarnos a las montañas yo sentía más frío. Las ropas no me daban suficiente calor y temblaba a pesar de esforzarme en arroparme más. Ella se acercó y me abrazó, trasmitiéndome una agradable sensación de calor. Estuvimos abrazados un rato, mientras la brisa nos alejaba de las montañas rumbo de nuevo al bosque. Bajamos hasta rozar los árboles, el frío había desaparecido, pero continuábamos agradablemente abrazados. Volvimos a la gran roca y nos posamos suavemente sobre ella. La chica bajó al suelo y se volvió a internar en el bosque. Le dije que quería volver a verla. Ella se giró y me hizo una reverencia, luego continuó su camino, corriendo sin prisa. Me quedé contemplando cómo se alejaba. Luego me desperté.
Tras la narración de Matías, Gonzalo contó el sueño que había tenido él.
Era un bonito jardín. A pesar de estar descuidado continuaba siendo bello. La salvaje maleza parecía el colchón sobre el que se acomodaba las preciosas flores y arbustos. La hierba se apartaba a mi paso, con suaves ondulaciones. Era como el agua que se aparta al pisar un charco y vuelve cuando levantas el pie. El movimiento ondulante de la vegetación emitía un curioso sonido que iba siendo más armonioso a medida que me internaba en el jardín. Un par de arbustos me impedían el paso. Extendí los brazos para apartarlos, pero antes de tocarlos se retorcieron sobre sí mismos, mostrándome un camino entre ellos. Entonces vi a la más bella muchacha que jamás haya visto. Su pelo dorado cayendo por sus desnudos hombros, también ondulaba. Sus grandes ojos verdes emitían destellos como esmeraldas cuando les da la luz. Robusta, de prietas carnes, todavía lejos de la gordura.
Gonzalo miró a sus amigos con una sonrisa pícara y les dijo:
Sus grandes pechos, se adivinaban firmes bajo sus ropas que marcaban sus delicadas curvas. La fina falda marcaba sus piernas y su escotada camisola le dejaba los hombros y los brazos al descubierto.
Sus amigos sonreían al imaginarse a la chica. Él continuó la narración.
Sentada en el borde del camino, con la espalda apoyada a un tronco, tocaba una flauta, emitiendo una musiquilla al compás del sonido de la ondulante vegetación. Unos pesados pasos rompieron la armonía musical y al girarme vi a cuatro tipos malencarados que se dirigían a la chica con las peores intenciones. Armados con garrotes avanzaban con paso vacilante. Irían borrachos. Ella elevó el sonido de la flauta manteniéndose inmutable a pesar de la amenaza. Viendo que iban decididos a por ella, les ordené que dieran la vuelta y se marcharan por donde habían venido. No me hicieron caso y sus bocas sonrieron con maldad. Desenvainé mi espada y los volví a avisar. En ese momento vi que mi espada de madera todavía estaba rota por el último combate. A pesar del contratiempo me interpuse entre los bandidos y la muchacha. La tranquilicé diciéndole que la protegería pero ella no parecía muy preocupada.
Continuaba con su repetitiva música. Los destellos de sus ojos ahora parecían como fogonazos de una forja. continuaba bella, más todavía, con bravura. La melodía me envolvía y penetraba en mi cabeza. Me giré encarándome a los maleantes. Les grité una última advertencia, pero un rugido salió de mi garganta. Los malhechores se sorprendieron, pero yo aún más que ellos. Y mi sorpresa aumentó cuando mis brazos se hicieron más peludos y mis manos se convirtieron en garras. Mi boca se estiró y al abrirla quedaron al descubierto mis grandes colmillos. Ahora sí se pararon. Se quedaron quietos y temblorosos. Podía oler perfectamente su miedo, y eso me envalentonó aun más. Uno de ellos gritó asombrado que me había transformado en un terrible oso.
Otro me atacó con su garrote, pero su propio temor le hizo fallar el golpe. Yo le dí un zarpazo y pese a no golpearle de lleno le desgarré las ropas. Eso fue definitivo para que los asaltantes huyeran como alma que lleva el diablo. Plantado sobre mis patas traseras volví a rugir. Alguna vez he oído a algún oso rugir, pero mi rugido fue mucho mayor. Me giré orgulloso hacia mi protegida, y comprobé que ella sonreía ampliamente. Había dejado de tocar la flauta y sus ojos volvían a ser normales. Loco de alegría saltaba a su alrededor con mis oseznas patas. Ella reía y yo complacido me tumbé a su lado. Me acarició el lomo y un indescriptible temblor recorrió mi cuerpo. Una cálida baba se deslizaba por la comisura de mis fauces. Sentía su delicado cuerpo junto al mío y cerré los ojos para retener la sensación al máximo. El sonido de la campana me hizo abrirlos y desperté en mi camastro con la almohada húmeda.
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La mañana transcurrió entre estudios, enseñanzas y castigos. Los muchachos no podían quitarse de la cabeza los sueños que habían perturbado su descanso la noche anterior. Este hecho les impedía concentrarse en las enseñanzas de fray Ramiro, haciendo que el fraile se enfureciera y los castigara con rezos o recordando pasajes bíblicos a la vez que ejecutaban duros ejercicios físicos.
Cuando terminaron las clases con fray Ramiro, los cuatro chicos se dirigieron al claustro. Caminaban tranquilamente, demasiado despacio para cómo acostumbraban a moverse por el monasterio. Muchas veces les habían llamado la atención e incluso los habían castigado por correr ruidosamente por los pasillos. Escuchaban atentamente la narración del sueño que había tenido Diego la noche anterior.
Desde lo alto de la muralla se veían dos ejércitos. Los defensores armados con antiguas espadas largas, hachas y escudos redondos. Como armadura solamente llevaban gruesas chaquetas de cuero endurecido. Eran valientes, fuertes y rápidos. El atacante, disciplinado, bien armado y muy decidido. Portaban grandes escudos, poderosas lanzas y estaban protegidos con cotas de malla y cascos metálicos. El ejército atacante había construido un campamento en las proximidades donde se estaban organizando y construyendo pesados ingenios de guerra para asaltar la fortificación. Los valientes defensores salieron a combatir antes que sus rivales acabarán los preparativos para el ataque. A pesar de no haber acabado, los organizados atacantes, dejaron sus quehaceres y con una ordenada marcialidad cogieron sus armas y se dispusieron para repeler la carga. Pero más que una defensa, parecía que atacaban a los valientes guardianes de la ciudad. Cuando estaban próximos al cuerpo a cuerpo, y protegidos de las flechas por una primera línea de escudos, lanzaron las pesadas lanzas, eliminando a la primera línea de defensores.
Cogí una espada y un escudo y me dispuse a bajar al combate. Una mano femenina sujetaba mi hombro firmemente. Me giré y siguiendo su brazo con la mirada vi que quien me retenía era una chica vestida con una túnica blanca. Era muy guapa, y el pelo agitándose al viento le daba un aspecto solemne. Intenté liberarme pero ella no me soltaba. Con el semblante serio me indicó que mirara el combate.
El rugido de la batalla me llegaba claramente, el entrechocar de los escudos y las espadas y los gritos de los guerreros. Los atacantes mantenían la formación, aguantando firmemente los embates de los desorganizados defensores. Los iban empujando con sus grandes escudos obligándolos a retroceder, o caer y ser pisoteados. Aprovechaban la situación para lanzar rápidas estocadas con sus puntiagudas espadas cortas. Los defensores caían uno tras otro, víctimas del preciso ataque. Otro ocupaba el lugar de su compañero caído, pero también era víctima de los atacantes.
La batalla provocaba tan espesa polvareda que cada vez hacía más difícil seguir su evolución. No podía ver el combate pero adivinaba lo que estaba sucediendo. Una masacre. Le dije a la chica que me soltara, quería participar en la batalla a pesar de todo. Ella volvió a negar con la cabeza. Su semblante era más serio y más severo.
La fiereza y valentía de los defensores era insuficiente ante la marcial organización de los atacantes que continuaban avanzando lentos pero seguros. El estruendo era cada vez mayor, lo que indicaba su proximidad a la muralla, en la cual estábamos encaramados. El hedor que producía el polvo, el sudor y la sangre nos hacía arrugar la nariz. Con todas mis fuerzas, para hacerme oír por encima del ensordecedor ruido, grité que, para nuestra seguridad me dejara bajar e intentar reorganizar la línea de defensa. Temía más por la chica que por mí mismo.
Ella hizo un brusco gesto con la mano libre y el cielo se cubrió de nubes y un rayo saltó entre ellas. Se levantó mucho viento y arrastró la nube de polvo dispersándola. Sin soltarme se deslizó detrás de mí, me agarró con ambas manos la base de la cabeza, a la altura de la mandíbula, y me obligó a mirar al frente.
A los atacantes les costaba avanzar pues tropezaban y resbalaban con los ensangrentados cuerpos de los caídos. De los mermados defensores solamente quedaban los más hábiles guerreros que podían aguantar, debido a que el pesado escudo y armadura dificultaba el avance de los agresores en el resbaladizo suelo.
Cerré los ojos ante el pavoroso espectáculo, pero ella con sus manos todavía en mi cabeza, me obligó a abrirlos para que no perdiera detalle. Cuando los abrí estábamos en la base de la muralla, a pocos pasos del combate. Tan cerca que la sangre de las cuchilladas nos salpicaba de arriba a abajo.
Un pequeño grupo de defensores había cambiado la táctica sorprendiendo a sus rivales. Cambiaron sus armas de mano y, con la derecha habían clavado sus hachas en los grandes escudos reteniéndolos con fuerza, dificultando aun más sus movimientos. Con la zurda atacaban a las armas de sus enemigos en un intento de quitárselas de las manos. Pero a pesar de todo, sus fuerzas estaban demasiado mermadas, tanto en potencia como en número y fueron totalmente aniquilados.
Quedé cubierto de polvo y sangre. El sudor hacía resbalar la embarrada mezcla como churretes por mi cara. Ella, por contra, estaba impoluta. No la había llegado a tocar ni una sola gota de sangre. No me importaba la inmundicia, pero sí estaba pasmado ante la matanza. No he asistido nunca a una batalla real, pero creo que ya sé como son.
¿Y tú, Tedesio? ¿Qué has soñado? —preguntó Matías con curiosidad.
Su amigo caminaba ensimismado mirando algunos retablos que colgaban de las paredes. También miraba con temor las estatuas de santos que habían en algunos recodos.
¿Yo? Una pesadilla—respondió éste.
Se pararon casi al final del pasillo que desembocaba en el claustro. Ese pasillo era conocido como "el pasillo de las prisas". Dada la proximidad del claustro, el pasillo era frío. En ocasiones corría una afilada brisa por él que penetraba hasta los huesos. Era por eso, que en los días más frescos, los que caminaban por él lo hacían con premura y sin pausa. Tedesio, pensativo y con la mirada perdida, les relató la pesadilla que le turbó la noche anterior.
El monasterio estaba abandonado. Trozos de las piedras de los muros estaban esparcidos por el polvoriento suelo. Al final del pasillo se veían los arcos del claustro. Algunas columnas se habían caído, quedando la parte superior en un precario estado. Las vidrieras rotas permitían entrar la luz de la luna, haciendo el pasillo más siniestro, con difusas y alargadas sombras. En los nichos laterales, las estatuas de oscuros monjes parecían esconderse por miedo a asomarse al pasillo. Estatuas demacradas, como si una mortal enfermedad las hubiera infectado. En el techo había grandes telas de araña que se agitaban suavemente, esperando pacientemente a que alguna víctima cayera en su mortal trampa. Continué avanzando por el pasillo, temblando de frío y miedo. El tiempo había acumulado una fina capa de arena. Mis pies descalzos se quedaban impresos en el suelo. Conforme me acercaba al final, oía al viento silbar. A su señal pequeños remolinos de polvo se levantaban del suelo y jugaban a perseguirse.
Un crujido salió de una de las cavidades laterales. Me adelanté rápidamente y al llegar vi la estatua de un encapuchado monje. Anteriormente apoyaba ambas manos en un oxidado espadón, pero uno de los brazos se había desprendido y estaba en el suelo a sus pies, junto con la gran espada, la cual todavía tenía cogida. Al no tener en que apoyarse, la estatua estaba grotescamente inclinada. —Tedesio gesticuló, imitando la posición de la estatua y continuó.
Algo o alguien me acechaba, y me giré bruscamente con la intención de descubrirlo, pero las sombras lo ocultaban. Continué girando en redondo, buscando ávidamente a mi acechador. Le oía respirar, pero no lo veía. Cuando volví a mi posición original, la estatua había cambiado. El monje se había quitado la capucha y era una chica. Tenía el gesto de estar gritando con pétreas lágrimas resbalando por su rostro. El brazo que le quedaba apuntaba a mi espalda y tomándomelo como un aviso, me di la vuelta. Esta vez sí vi a mi terrorífico vigilante, o por lo menos sus demoníacos ojos, brillando en la oscuridad. Intenté salir rápidamente del pasillo hacia el claustro, pero me resbalaba con la acumulada arena. Uno de los resbalones me llevó de bruces al suelo. El demoníaco ser envolvía el pasillo con sus tentáculos de negro humo. Antes de quedarme encerrado en el espeso humo, volví a levantarme y volví a correr, y otra vez volví a resbalar y caer. Un gran rugido me hizo girar hacia la negrura del pasillo y así pude ver cómo los terroríficos ojos estaban acompañados de unas no menos terroríficas fauces, con grandes colmillos. Un rayo cayó en el claustro con gran estruendo y su luz apartó los sombríos tentáculos. Aproveché el hueco dejado para dirigirme hacia el claustro, esta vez con cuidado de no resbalar. El miedo hizo que olvidase las precauciones y volviese a correr.
Por fin llegué al claustro donde los relámpagos iluminaban los rincones más oscuros. Al lado del pozo estaba la estatua de antes, todavía manca. El viento se arremolinaba a su alrededor desprendiendo la piedra de su cara,, como el reseco barro que se adhiere a la piel. Su femenina piel quedaba al descubierto liberada de su pétreo encierro. Busqué con la mirada a mi perseguidor y lo vi en la desembocadura del pasillo al claustro. Era un monje que, bajo su encapuchada cabeza, emitía un rugido de frustración al no poder salir al claustro. Las sombras se movían con vida propia a su alrededor pero los relámpagos las hacían retroceder de nuevo al siniestro pasillo. Con un último rugido de advertencia, se giró y se marchó pasillo adentro, adelantado por sus siniestras sombras. Tenía en la espalda del hábito numerosos desgarrones.
La chica ya se había liberado totalmente de su pétrea prisión y el viento y los relámpagos habían cesado, dejando el claustro en un tranquilo silencio. Pero ella seguía inquieta mirando desconfiadamente a su alrededor. Inquietud que me contagiaba. Volvió a levantarse el viento y no acercamos a las columnas para protegernos . — En ese momento, Tedesio se adelantó a sus amigos cortándoles el paso y encarándose a ellos concluyó su narración. —No sé de donde surgió el más terrible monstruo que yo haya visto. Era como uno de los leones que muestran los retablos martirizando a los antiguos cristianos. Se abalanzó sobre ella y en ese momento me desperté.
Matías y Diego se sobresaltaron ante el brusco final, pero Gonzalo que estaba un poco más retrasado le replicó a Tedesio.
Impresionante relato —le dijo bromeando— digno del mejor juglar. Sí señor, has conseguido asustar a estos dos.
Bueno, más o menos lo recuerdo así —se defendió Tedesio.
Yo creo que esos pergaminos nos han hecho soñar esas cosas.
Pues ahora que lo dices sí parecen tener un significado. Todos hemos soñado con la misteriosa dama. A mí me parecen como avisos o advertencias.
Diego intervino en la conversación.
Pues cojamos los pergaminos y estudiémoslos con detenimiento a ver qué averiguamos. Tedesio ve a traerlos.
Tedesio se marchó corriendo a por los tubos. Mientras, sus compañeros lo esperaron en el claustro.
Despacio, que te van a reñir —le avisó Matías para frenar a Tedesio.
Tedesio redujo la velocidad, aunque no por mucho tiempo, ya que al poco reemprendió la carrera.

Sigue en: 6 - Descifrando los pergaminos

Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973

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