—He
tenido el sueño más extraño de mi vida —dijo Tedesio.
—Y
yo también —dijeron a coro Gonzalo y Matías, con una amplia
sonrisa.
—Mi
sueño también ha sido raro —indicó Diego con el semblante más
serio, —pero como lleguemos tarde al “oficio de laudes” vamos a
vivir una pesadilla.
\`´/
Cuando terminó el oficio de laudes, los habitantes del monasterio se encaminaron a sus quehaceres diarios, tanto los monjes residentes, como los que estaban de paso. Los muchachos se dirigieron donde fray Ramiro impartía sus enseñanzas. Llegaron a la sala y el fraile todavía no había venido. Se sentaron en la alargada mesa y en vez de hacer bromas y travesuras, como era habitual cuando fray Ramiro se ausentaba, se contaron los misteriosos sueños que habían tenido.
El
primero en relatar su sueño fue Matías.
—Yo
caminaba por un bosque. La mayoría de árboles habían perdido su
follaje. Una muchacha corría sin prisa hacia una parte rocosa de la
arboleda. Esa parte estaba al pie de una montaña. Se detuvo al
llegar a un gran peñasco. Aceleré el paso para llegar hasta ella y
vi a la chica danzando ante la gran roca. Dirigió su mirada hacia
mí, y me saludó sonriente y sin palabras me invitó a bailar con
ella. Agitando los brazos nos cedíamos el paso sucesivamente
mientras dábamos calculados saltos, primero con un pie y luego con
el otro. Un puñado de brillantes estrellas giraban a nuestro
alrededor. Era divertido. Reíamos cada vez que pasábamos cerca el
uno del otro. En un momento dado ella dio un suave brinco y se elevó
a lo alto de la gran roca. Yo creía que las estrellas se irían con
ella a lo alto del peñasco, pero unas cuantas continuaban danzado en
torno a mí. Mi alegre compañera de baile me invitó a acompañarla,
pero le dije que yo no podía subir hasta allí. Su sonrisa se
convirtió en un mohín y eso me entristeció. Al momento chasqueó
los dedos, imitando el ruido que hacen las chispas de una hoguera. Lo
que antes eran estrellas bailarinas, se convirtieron en flamígeras
chispas y, con un rápido ademán, me lanzó un chorro de las suyas
propias. Sus chispas fueron convirtiendo a mis estrellas en nerviosas
y crepitantes chispas que se pegaron a mi cuerpo y me elevaron
suavemente hacia lo alto. Cuando llegué a su lado, ella cogió mi
mano y sin soltarla extendió los brazos. Saltamos de lo alto de la
roca, precipitándonos al suelo. Temí la caída, pero un apretón de
su mano me tranquilizó y, en ese momento, iniciamos el ascenso hacia
el cielo.
Hizo
una pausa, manteniendo la mirada perdida y, tras un largo suspiro,
continuó.
—Subíamos
y Subíamos. A medida que ganábamos altura sentía una presión en
el pecho, pero ni me dolía, ni me molestaba. Era muy agradable. Las
chisporroteantes luces escoltaban nuestro vuelo. Ella reía, reía
mucho, contagiándome su alegría y su risa. Tras hacer una pirueta
en el aire, bajamos velozmente encogiéndoseme el pecho. Las hojas
sueltas del suelo revoloteaban a nuestro paso. Luego volvimos a
subir, la presión cesó. Liberó mi mano dejándome suelto pero, se
mantenía cerca de emi, vigilando mi vuelo. Vuelo que yo mismo
dirigía a mi antojo. Nos perseguíamos entre las acolchadas nubes.
Estuvimos así un buen rato. En un momento dado ella me señaló
hacia abajo y al bajar la mirada, vi un pueblecito y a su lado gente
trabajando el campo. Recogían afanosamente los frutos de la tierra y
los amontonaban en un carro con bueyes que había en las
proximidades. Empujados por el viento que se había levantado, nos
alejamos del pueblo y cuando también dejamos atrás un bosque
próximo llegamos a las montañas. Allí pudimos ver a un pastor que
conducía el ganado hacia el monte. Al acercarnos a las montañas yo
sentía más frío. Las ropas no me daban suficiente calor y temblaba
a pesar de esforzarme en arroparme más. Ella se acercó y me abrazó,
trasmitiéndome una agradable sensación de calor. Estuvimos
abrazados un rato, mientras la brisa nos alejaba de las montañas
rumbo de nuevo al bosque. Bajamos hasta rozar los árboles, el frío
había desaparecido, pero continuábamos agradablemente abrazados.
Volvimos a la gran roca y nos posamos suavemente sobre ella. La chica
bajó al suelo y se volvió a internar en el bosque. Le dije que
quería volver a verla. Ella se giró y me hizo una reverencia, luego
continuó su camino, corriendo sin prisa. Me quedé contemplando cómo
se alejaba. Luego me desperté.
Tras
la narración de Matías, Gonzalo contó el sueño que había tenido
él.
—Era
un bonito jardín. A pesar de estar descuidado continuaba siendo
bello. La salvaje maleza parecía el colchón sobre el que se
acomodaba las preciosas flores y arbustos. La hierba se apartaba a mi
paso, con suaves ondulaciones. Era como el agua que se aparta al
pisar un charco y vuelve cuando levantas el pie. El movimiento
ondulante de la vegetación emitía un curioso sonido que iba siendo
más armonioso a medida que me internaba en el jardín. Un par de
arbustos me impedían el paso. Extendí los brazos para apartarlos,
pero antes de tocarlos se retorcieron sobre sí mismos, mostrándome
un camino entre ellos. Entonces vi a la más bella muchacha que jamás
haya visto. Su pelo dorado cayendo por sus desnudos hombros, también
ondulaba. Sus grandes ojos verdes emitían destellos como esmeraldas
cuando les da la luz. Robusta, de prietas carnes, todavía lejos de
la gordura.
Gonzalo
miró a sus amigos con una sonrisa pícara y les dijo:
—Sus
grandes pechos, se adivinaban firmes bajo sus ropas que marcaban sus
delicadas curvas. La fina falda marcaba sus piernas y su escotada
camisola le dejaba los hombros y los brazos al descubierto.
Sus
amigos sonreían al imaginarse a la chica. Él continuó la
narración.
—Sentada
en el borde del camino, con la espalda apoyada a un tronco, tocaba
una flauta, emitiendo una musiquilla al compás del sonido de la
ondulante vegetación. Unos pesados pasos rompieron la armonía
musical y al girarme vi a cuatro tipos malencarados que se dirigían
a la chica con las peores intenciones. Armados con garrotes avanzaban
con paso vacilante. Irían borrachos. Ella elevó el sonido de la
flauta manteniéndose inmutable a pesar de la amenaza. Viendo que
iban decididos a por ella, les ordené que dieran la vuelta y se
marcharan por donde habían venido. No me hicieron caso y sus bocas
sonrieron con maldad. Desenvainé mi espada y los volví a avisar. En
ese momento vi que mi espada de madera todavía estaba rota por el
último combate. A pesar del contratiempo me interpuse entre los
bandidos y la muchacha. La tranquilicé diciéndole que la protegería
pero ella no parecía muy preocupada.
Continuaba
con su repetitiva música. Los destellos de sus ojos ahora parecían
como fogonazos de una forja. continuaba bella, más todavía, con
bravura. La melodía me envolvía y penetraba en mi cabeza. Me giré
encarándome a los maleantes. Les grité una última advertencia,
pero un rugido salió de mi garganta. Los malhechores se
sorprendieron, pero yo aún más que ellos. Y mi sorpresa aumentó
cuando mis brazos se hicieron más peludos y mis manos se
convirtieron en garras. Mi boca se estiró y al abrirla quedaron al
descubierto mis grandes colmillos. Ahora sí se pararon. Se quedaron
quietos y temblorosos. Podía oler perfectamente su miedo, y eso me
envalentonó aun más. Uno de ellos gritó asombrado que me había
transformado en un terrible oso.
Otro
me atacó con su garrote, pero su propio temor le hizo fallar el
golpe. Yo le dí un zarpazo y pese a no golpearle de lleno le
desgarré las ropas. Eso fue definitivo para que los asaltantes
huyeran como alma que lleva el diablo. Plantado sobre mis patas
traseras volví a rugir. Alguna vez he oído a algún oso rugir, pero
mi rugido fue mucho mayor. Me giré orgulloso hacia mi protegida, y
comprobé que ella sonreía ampliamente. Había dejado de tocar la
flauta y sus ojos volvían a ser normales. Loco de alegría saltaba a
su alrededor con mis oseznas patas. Ella reía y yo complacido me
tumbé a su lado. Me acarició el lomo y un indescriptible temblor
recorrió mi cuerpo. Una cálida baba se deslizaba por la comisura de
mis fauces. Sentía su delicado cuerpo junto al mío y cerré los
ojos para retener la sensación al máximo. El sonido de la campana
me hizo abrirlos y desperté en mi camastro con la almohada húmeda.
\`´/
La mañana transcurrió entre estudios, enseñanzas y castigos. Los muchachos no podían quitarse de la cabeza los sueños que habían perturbado su descanso la noche anterior. Este hecho les impedía concentrarse en las enseñanzas de fray Ramiro, haciendo que el fraile se enfureciera y los castigara con rezos o recordando pasajes bíblicos a la vez que ejecutaban duros ejercicios físicos.
Cuando
terminaron las clases con fray Ramiro, los cuatro chicos se
dirigieron al claustro. Caminaban tranquilamente, demasiado despacio
para cómo acostumbraban a moverse por el monasterio. Muchas veces
les habían llamado la atención e incluso los habían castigado por
correr ruidosamente por los pasillos. Escuchaban atentamente la
narración del sueño que había tenido Diego la noche anterior.
—Desde
lo alto de la muralla se veían dos ejércitos. Los defensores
armados con antiguas espadas largas, hachas y escudos redondos. Como
armadura solamente llevaban gruesas chaquetas de cuero endurecido.
Eran valientes, fuertes y rápidos. El atacante, disciplinado, bien
armado y muy decidido. Portaban grandes escudos, poderosas lanzas y
estaban protegidos con cotas de malla y cascos metálicos. El
ejército atacante había construido un campamento en las
proximidades donde se estaban organizando y construyendo pesados
ingenios de guerra para asaltar la fortificación. Los valientes
defensores salieron a combatir antes que sus rivales acabarán los
preparativos para el ataque. A pesar de no haber acabado, los
organizados atacantes, dejaron sus quehaceres y con una ordenada
marcialidad cogieron sus armas y se dispusieron para repeler la
carga. Pero más que una defensa, parecía que atacaban a los
valientes guardianes de la ciudad. Cuando estaban próximos al cuerpo
a cuerpo, y protegidos de las flechas por una primera línea de
escudos, lanzaron las pesadas lanzas, eliminando a la primera línea
de defensores.
Cogí
una espada y un escudo y me dispuse a bajar al combate. Una mano
femenina sujetaba mi hombro firmemente. Me giré y siguiendo su brazo
con la mirada vi que quien me retenía era una chica vestida con una
túnica blanca. Era muy guapa, y el pelo agitándose al viento le
daba un aspecto solemne. Intenté liberarme pero ella no me soltaba.
Con el semblante serio me indicó que mirara el combate.
El
rugido de la batalla me llegaba claramente, el entrechocar de los
escudos y las espadas y los gritos de los guerreros. Los atacantes
mantenían la formación, aguantando firmemente los embates de los
desorganizados defensores. Los iban empujando con sus grandes escudos
obligándolos a retroceder, o caer y ser pisoteados. Aprovechaban la
situación para lanzar rápidas estocadas con sus puntiagudas espadas
cortas. Los defensores caían uno tras otro, víctimas del preciso
ataque. Otro ocupaba el lugar de su compañero caído, pero también
era víctima de los atacantes.
La
batalla provocaba tan espesa polvareda que cada vez hacía más
difícil seguir su evolución. No podía ver el combate pero
adivinaba lo que estaba sucediendo. Una masacre. Le dije a la chica
que me soltara, quería participar en la batalla a pesar de todo.
Ella volvió a negar con la cabeza. Su semblante era más serio y más
severo.
La
fiereza y valentía de los defensores era insuficiente ante la
marcial organización de los atacantes que continuaban avanzando
lentos pero seguros. El estruendo era cada vez mayor, lo que indicaba
su proximidad a la muralla, en la cual estábamos encaramados. El
hedor que producía el polvo, el sudor y la sangre nos hacía arrugar
la nariz. Con todas mis fuerzas, para hacerme oír por encima del
ensordecedor ruido, grité que, para nuestra seguridad me dejara
bajar e intentar reorganizar la línea de defensa. Temía más por la
chica que por mí mismo.
Ella
hizo un brusco gesto con la mano libre y el cielo se cubrió de nubes
y un rayo saltó entre ellas. Se levantó mucho viento y arrastró la
nube de polvo dispersándola. Sin soltarme se deslizó detrás de mí,
me agarró con ambas manos la base de la cabeza, a la altura de la
mandíbula, y me obligó a mirar al frente.
A los atacantes les costaba avanzar pues tropezaban y resbalaban con los ensangrentados cuerpos de los caídos. De los mermados defensores solamente quedaban los más hábiles guerreros que podían aguantar, debido a que el pesado escudo y armadura dificultaba el avance de los agresores en el resbaladizo suelo.
A los atacantes les costaba avanzar pues tropezaban y resbalaban con los ensangrentados cuerpos de los caídos. De los mermados defensores solamente quedaban los más hábiles guerreros que podían aguantar, debido a que el pesado escudo y armadura dificultaba el avance de los agresores en el resbaladizo suelo.
Cerré
los ojos ante el pavoroso espectáculo, pero ella con sus manos
todavía en mi cabeza, me obligó a abrirlos para que no perdiera
detalle. Cuando los abrí estábamos en la base de la muralla, a
pocos pasos del combate. Tan cerca que la sangre de las cuchilladas
nos salpicaba de arriba a abajo.
Un
pequeño grupo de defensores había cambiado la táctica
sorprendiendo a sus rivales. Cambiaron sus armas de mano y, con la
derecha habían clavado sus hachas en los grandes escudos
reteniéndolos con fuerza, dificultando aun más sus movimientos. Con
la zurda atacaban a las armas de sus enemigos en un intento de
quitárselas de las manos. Pero a pesar de todo, sus fuerzas estaban
demasiado mermadas, tanto en potencia como en número y fueron
totalmente aniquilados.
Quedé
cubierto de polvo y sangre. El sudor hacía resbalar la embarrada
mezcla como churretes por mi cara. Ella, por contra, estaba impoluta.
No la había llegado a tocar ni una sola gota de sangre. No me
importaba la inmundicia, pero sí estaba pasmado ante la matanza. No
he asistido nunca a una batalla real, pero creo que ya sé como son.
—¿Y
tú, Tedesio? ¿Qué has soñado? —preguntó Matías con
curiosidad.
Su
amigo caminaba ensimismado mirando algunos retablos que colgaban de
las paredes. También miraba con temor las estatuas de santos que
habían en algunos recodos.
—¿Yo?
Una pesadilla—respondió éste.
Se
pararon casi al final del pasillo que desembocaba en el claustro. Ese
pasillo era conocido como "el pasillo de las prisas". Dada
la proximidad del claustro, el pasillo era frío. En ocasiones corría
una afilada brisa por él que penetraba hasta los huesos. Era por
eso, que en los días más frescos, los que caminaban por él lo
hacían con premura y sin pausa. Tedesio, pensativo y con la mirada
perdida, les relató la pesadilla que le turbó la noche anterior.
—El
monasterio estaba abandonado. Trozos de las piedras de los muros
estaban esparcidos por el polvoriento suelo. Al final del pasillo se
veían los arcos del claustro. Algunas columnas se habían caído,
quedando la parte superior en un precario estado. Las vidrieras rotas
permitían entrar la luz de la luna, haciendo el pasillo más
siniestro, con difusas y alargadas sombras. En los nichos laterales,
las estatuas de oscuros monjes parecían esconderse por miedo a
asomarse al pasillo. Estatuas demacradas, como si una mortal
enfermedad las hubiera infectado. En el techo había grandes telas de
araña que se agitaban suavemente, esperando pacientemente a que
alguna víctima cayera en su mortal trampa. Continué avanzando por
el pasillo, temblando de frío y miedo. El tiempo había acumulado
una fina capa de arena. Mis pies descalzos se quedaban impresos en el
suelo. Conforme me acercaba al final, oía al viento silbar. A su
señal pequeños remolinos de polvo se levantaban del suelo y jugaban
a perseguirse.
Un
crujido salió de una de las cavidades laterales. Me adelanté
rápidamente y al llegar vi la estatua de un encapuchado monje.
Anteriormente apoyaba ambas manos en un oxidado espadón, pero uno de
los brazos se había desprendido y estaba en el suelo a sus pies,
junto con la gran espada, la cual todavía tenía cogida. Al no tener
en que apoyarse, la estatua estaba grotescamente inclinada. —Tedesio
gesticuló, imitando la posición de la estatua y continuó.
—Algo
o alguien me acechaba, y me giré bruscamente con la intención de
descubrirlo, pero las sombras lo ocultaban. Continué girando en
redondo, buscando ávidamente a mi acechador. Le oía respirar, pero
no lo veía. Cuando volví a mi posición original, la estatua había
cambiado. El monje se había quitado la capucha y era una chica.
Tenía el gesto de estar gritando con pétreas lágrimas resbalando
por su rostro. El brazo que le quedaba apuntaba a mi espalda y
tomándomelo como un aviso, me di la vuelta. Esta vez sí vi a mi
terrorífico vigilante, o por lo menos sus demoníacos ojos,
brillando en la oscuridad. Intenté salir rápidamente del pasillo
hacia el claustro, pero me resbalaba con la acumulada arena. Uno de
los resbalones me llevó de bruces al suelo. El demoníaco ser
envolvía el pasillo con sus tentáculos de negro humo. Antes de
quedarme encerrado en el espeso humo, volví a levantarme y volví a
correr, y otra vez volví a resbalar y caer. Un gran rugido me hizo
girar hacia la negrura del pasillo y así pude ver cómo los
terroríficos ojos estaban acompañados de unas no menos terroríficas
fauces, con grandes colmillos. Un rayo cayó en el claustro con gran
estruendo y su luz apartó los sombríos tentáculos. Aproveché el
hueco dejado para dirigirme hacia el claustro, esta vez con cuidado
de no resbalar. El miedo hizo que olvidase las precauciones y
volviese a correr.
Por
fin llegué al claustro donde los relámpagos iluminaban los rincones
más oscuros. Al lado del pozo estaba la estatua de antes, todavía
manca. El viento se arremolinaba a su alrededor desprendiendo la
piedra de su cara,, como el reseco barro que se adhiere a la piel. Su
femenina piel quedaba al descubierto liberada de su pétreo encierro.
Busqué con la mirada a mi perseguidor y lo vi en la desembocadura
del pasillo al claustro. Era un monje que, bajo su encapuchada
cabeza, emitía un rugido de frustración al no poder salir al
claustro. Las sombras se movían con vida propia a su alrededor pero
los relámpagos las hacían retroceder de nuevo al siniestro pasillo.
Con un último rugido de advertencia, se giró y se marchó pasillo
adentro, adelantado por sus siniestras sombras. Tenía en la espalda
del hábito numerosos desgarrones.
La
chica ya se había liberado totalmente de su pétrea prisión y el
viento y los relámpagos habían cesado, dejando el claustro en un
tranquilo silencio. Pero ella seguía inquieta mirando
desconfiadamente a su alrededor. Inquietud que me contagiaba. Volvió
a levantarse el viento y no acercamos a las columnas para protegernos
. — En ese momento, Tedesio se adelantó a sus amigos cortándoles
el paso y encarándose a ellos concluyó su narración. —No sé de
donde surgió el más terrible monstruo que yo haya visto. Era como
uno de los leones que muestran los retablos martirizando a los
antiguos cristianos. Se abalanzó sobre ella y en ese momento me
desperté.
Matías
y Diego se sobresaltaron ante el brusco final, pero Gonzalo que
estaba un poco más retrasado le replicó a Tedesio.
—Impresionante
relato —le dijo bromeando— digno del mejor juglar. Sí señor,
has conseguido asustar a estos dos.
—Bueno,
más o menos lo recuerdo así —se defendió Tedesio.
—Yo
creo que esos pergaminos nos han hecho soñar esas cosas.
—Pues
ahora que lo dices sí parecen tener un significado. Todos hemos
soñado con la misteriosa dama. A mí me parecen como avisos o
advertencias.
Diego
intervino en la conversación.
—Pues
cojamos los pergaminos y estudiémoslos con detenimiento a ver qué
averiguamos. Tedesio ve a traerlos.
Tedesio
se marchó corriendo a por los tubos. Mientras, sus compañeros lo
esperaron en el claustro.
—Despacio,
que te van a reñir —le avisó Matías para frenar a Tedesio.
Tedesio
redujo la velocidad, aunque no por mucho tiempo, ya que al poco
reemprendió la carrera.
Sigue en: 6 - Descifrando los pergaminos
Sigue en: 6 - Descifrando los pergaminos
Un
relato de magia
ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973
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