Ya
era por la tarde cuando los chicos se dirigieron a "su lugar
secreto". Ese lugar que todos los chicos tienen, donde hablan,
bromean y hacen planes sin que sus mayores los molesten. En el caso
de los estudiantes del monasterio, este sitio era el establo situado
a poca distancia.
En
el establo era donde se guardaban los animales que tenía el
monasterio: el negro caballo del abad, seis mulas y el rebaño de
cabras que proporcionaba leche fresca por las mañanas. A la parte
alta se accedía mediante una remendada escala de madera o bien
trepando por una cuerda que colgaba del techo. Allí se almacenaba la
paja seca que alimentaba a los animales cuando el tiempo o la nieve
impedía que salieran a pastar. El pajar del altillo era un lugar
idóneo para jugar, con montones de paja en los que revolcarse,
cuerdas para columpiarse y multitud de objetos variados para usarlos
en otros tantas diversiones. Matías era el encargado de la limpieza
del establo y esto les daba cierta privacidad.
Gonzalo
invitó a Tedesio a acompañarlos.
—Anda,
ven con nosotros porque veo que no eres como Eusebio.
La
robusta cuerda que colgaba de una viga servía de columpio. Matías
se balanceaba en ella a cierta altura de sus amigos. Gonzalo estaba
tumbado sobre un montón de heno. Periódicamente se levantaba para
remover el montón y así hacerlo mas mullido. Diego estaba sentado a
horcajadas sobre un fardo de paja. Se sujetaba con los pies a las
cuerdas que rodeaban el fardo. Tras dar un rápido vistazo al lugar,
Tedesio trepó ágilmente a una de las vigas que había a poca altura
del altillo. Colocó un saco roto en ella y allí se acomodó.
—¿Qué
era eso que tenías que decir anoche?, —preguntó Diego a Gonzalo,
cuando se hubieron acomodado.
—La
noche de la tormenta, me desperté y Eusebio no estaba... —Gonzalo
volvió a relatar lo ocurrido aquella noche, dirigiéndose esta vez a
los tres muchachos.
—Buena
historia, pero, ¿quién es Eusebio?, —preguntó Tedesio.
Los
otros chicos bajaron la mirada, quedaron en silencio y cambiaron el
semblante. Una sombría tristeza cayó sobre ellos, como el polvo que
cae del techo empujado por una ráfaga de viento. Un oportuno
estornudo de Diego los sacó de su ensimismamiento.
—Eusebio
murió hace poco, —dijo Matías con voz entrecortada.
Al
que le cambió ahora el semblante fue a Tedesio, que se quedó sin
palabras. Aunque se recuperó pronto. Cambió su postura, sentándose
en la viga con los pies colgando y preguntó:
—¿Qué
ocurrió? ¿Cómo fue?
Diego
suspiró y le relató lo que sabían:
—Nos
dirigíamos a las clases de fray Ramiro cuando oímos gritos y
carreras. El padre del Choto gritaba que había un chico muerto en el
barranco. Corrimos hacia la base de la torre y desde ahí vimos el
cuerpo de Eusebio,rodeado de un gran charco de sangre. Lo más fácil
es que se cayera desde lo alto del campanario.
Tedesio
arrugó el ceño al imaginarse la caída, y preguntó:
—¿Por
qué dices que es fácil que se cayera de lo alto?
—A
Eusebio le gustaba subir a lo alto del campanario. Se sentaba en la
cornisa y pasaba mucho tiempo allí arriba. Debió tropezar y caerse.
Era un solitario. No quería estar con nosotros. Con el único que se
relacionaba era con el Choto, el pastor. A veces lo acompañaba
cuando llevaba el rebaño a pastar. Cuando no estaba cumpliendo con
sus obligaciones andaba por los lugares más extraños.
—¿Se
escaqueaba? —volvió a preguntar Tedesio.
—No
se escaqueaba, —le contestó Diego, —pero cuando terminaba sus
trabajos se largaba por ahí.
—Sí
que tropezó —intervino Matías con su aguda voz. —Cuando lo
subieron del barranco vi que tenía la túnica desgarrada. Supongo
que se enredaría con su propia ropa y caería.
La
tarde continuó entre comentarios sobre las particulares costumbres
del monasterio, los monjes y las gentes del lugar. De cómo el abad
había modificado y adaptado la regla monástica a su gusto,
aprovechando que el monasterio estaba en un lugar muy remoto en el
interior de las montañas. El funesto recuerdo de Eusebio había dado
paso a una conversación más animada. Incluso el frío que entraba
por los tablones mal encajados de las ventanas parecía haber
cambiado su afilado tacto por un romo aliento que se desvanecía
entre la paja. La conversación derivó a un punto donde los
muchachos hablaron de sí mismos.
Los
tres muchachos miraron a Tedesio cuando Matías le preguntó:
—¿A
qué has venido a este monasterio?
—Mi
padre es el administrador de Don Juan de Villalobos, —respondió
Tedesio con entusiasmo. —Como estoy destinado a suceder a mi padre,
mi señor me ha enviado a este lugar a adquirir los conocimientos
necesarios para poder llevar sus cuentas con diligencia y eficacia.
Mi padre dice que mi señor prefiere pagar mis estudios aquí, que
tenerme dando mareo por allí. Como los palos de mi padre no me
enderezan, puede que el estudio y la vida monástica me enseñe a
comportarme ante mi señor, así como ante otros.
Las
carcajadas de Gonzalo interrumpieron a Tedesio.
—Yo
estoy destinado a ser clérigo, —dijo Gonzalo cuando acabó de
reírse. —Cuando sea ordenado sacerdote, mi padre, Don Federico de
Peñarroja me construirá una iglesia en sus tierras para mantener
las cristianas costumbres entre los campesinos, pueblerinos y
porcinos que allí habitan.
Se
levantó tranquilamente del montón de heno y en vez de arreglarlo,
avanzó unos pasos y cogió su espada de madera. La colocó frente a
su cara y, a modo de saludo, continuó diciendo:
—Pero
prefiero estar al mando de un destacamento de lanceros. Limpiaré los
caminos de maleantes, asaltadores y demás vagos. Luego nos
incorporaremos a las campañas de Su Majestad —y diciendo esto
hincó rodilla en tierra y apoyó su frente en la empuñadura. Luego
se alzó y se dejó caer de nuevo sobre su mullido montón de paja.
—Pues
el destino está trazado, pero cada uno tiene la libertad de
rescribirlo con sus acciones y decisiones —puntualizó Tedesio.
—Por
supuesto que no está escrito, —intervino Diego, —pero hay
situaciones en las que las acciones de uno sólo repercuten en
muchos.
Acto
seguido se irguió en el fardo en el que estaba subido, como si
montara en un caballo, y continuó diciendo.
—Yo
seré uno de esos. Soy el hijo del Capitán Sancho Romero. La
valentía, inteligencia y dominio de la espada de mi padre lo han
hecho ascender por méritos propios a Capitán de Su Majestad. He
crecido entre espadas, lanzas y armaduras. Cuando mi padre y sus
compañeros de armas relataban batallas al calor del fuego, el vino y
el asado, yo siempre escuchaba atentamente cada detalle. De él he
aprendido las bases del combate. Me decía que la perfección se
consigue con entrenamiento y estudio. Por eso pidió que yo fuera
admitido en este lugar, para aprender lo que el campo de batalla no
enseña y es necesario para ser más que un soldado.
Tan
solemnemente como había empezado, acabó diciendo:
—La
ignorancia hace buenos soldados. La sabiduría buenos capitanes. La
capacidad de organizar las tropas y prepararlas para el combate se
consigue con estudio y preparación.
Los
cuatro chicos se quedaron en silencio. El viento silbaba al filtrarse
entre los tablones. Las mulas masticaban rítmicamente, triturando la
paja con sus molares, mientras Tiznao, el caballo del abad, hacía
de solista resoplando, masticando y volviendo a resoplar. La nota
disonante la ponía el gruñido que emitía la gruesa cuerda de la
que colgaba Matías al rozar con la viga a la que estaba enganchada.
Tedesio
rompió el inexistente silencio:
—¿Ese
es el bollo de esta mañana? —preguntó a Gonzalo. —Si masticaras
un poco más fuerte podrías unirte a la orquesta de rumiantes.
—"Sif,
efte ef el follo que me efcondí en el clauftro", —Le
respondió Gonzalo con la boca llena.
Sus
amigos se rieron a mandíbula batiente.
—¿Qué?
—preguntó el muchacho, aún con la boca llena.
—"Nof,
fi no pafa nada. Folo que no fe te enfiende fada de lo que difes",
—exageró Tedesio, imitando la voz de Gonzalo.
Esta
vez se rieron los cuatro durante un buen rato
—¡Eh!
Dame un poco de "fastel", —pidió Matías desde su
trapecio, entre risas.
Tras
pensárselo un momento, Gonzalo le lanzó el trozo que le quedaba,
mientras que lo instaba a que lo cogiera en el aire.
Le
defraudó no haciendo intento de cogerlo y cayendo este lejos de su
alcance.
Matías
se dio impulso y cuando cogió velocidad se soltó las manos quedando
la cuerda enrollada a un pie. Colgando cabeza abajo, cogió la forca
con una mano y aprovechando el impulso de regreso volvió a su
posición original, sujetándose con la mano libre. Al siguiente
vaivén lanzó la herramienta al montón de paja donde había caído
el bollo y el impacto hizo que éste saltara por los aires cayendo
más cerca de él. Otro impulso más y esta vez sí se soltó
completamente de la cuerda. Hizo una pirueta en el aire y cayó
sentado junto al bollo que había rodado hasta ahí. Su propio peso
hizo que este volviera a saltar y poco faltó para que cayera sobre
la mano que tenía extendida. A pesar de esa última imprecisión,
sus amigos le aplaudieron y vitorearon. Él saludó con una
reverencia y se comió su premio.
—¿Y
tú? —preguntó Tedesio a Matías —¿Te vas a dedicar a las
acrobacias y piruetas?
—No
lo sé —respondió con franqueza el otro. —Trotamundos, viajero,
observador de gentes y lugares. Iré donde me lleven los pies y me
guié el corazón.
Con
la mirada perdida más allá de las paredes del establo, Matías le
contó a Tedesio, que no tenía padres. De pequeño, los monjes lo
recogieron y lo educaron.
—Este
monasterio es mi casa, ellos mis padres, —dijo refiriéndose a los
monjes —y vosotros mis hermanos.
—Podrías
ser un gran juglar. Tienes alma de poeta, dotes de narrador y gracia
de ..., —dijo Tedesio. Y se quedó pensativo buscando la palabra
adecuada.
—Tengo
el presentimiento, —continuó Matías, —que ocurrirá algo que va
a condicionar nuestras vidas. Algo inusual. Algo... —y tras
pensárselo unos momentos dijo, —algo mágico.
—Gracia
de... —continuaba el otro chico buscando la palabra adecuada.
Los
otros tres muchachos no prestaban atención a Tedesio y su búsqueda
de la palabra que había perdido. Estaban mirando atentamente una de
las ventanas superiores del establo. Las portezuelas se habían
abierto al saltar el cerrojo. Entró una ráfaga de viento, como un
torrente sin cauce, se desparramó por el establo, arremolinándose y
lanzando briznas de paja al aire. Los animales relincharon asustados.
No fueron los únicos que se asustaron, pues Tedesio que estaba
absorto con sus pensamientos, también se asustó, cayendo desde la
viga en la que se había aposentado. Por fortuna, la paja amortiguó
su caída. La ventisca de paja había cesado y esta caía suavemente,
como copos de nieve en las primeras nevadas.
—Gracia
de pájaro, —dijo Tedesio con fastidio y sin ningún triunfalismo.
—¿Gracia
de pájaro? —se extrañó Diego.
—No
se me ocurría otra cosa, —le contestó el otro.
—Vayámonos
porque os estáis poniendo muy trascendentales, —concluyó el
aspirante a militar.
El
primero en descender del altillo fue Diego, que bajó por la cuerda
con habilidad. Tras él bajó Matías con gracia y habilidad. El
tercero fue Gonzalo que se deslizó y cayó de culo en el suelo.
Tedesio intentó emular a Matías, pero el impulso fue excesivo y
cayó de bruces. Por suerte solamente se magulló ligeramente, pero
el contenido de un abrevadero se derramó encima de él.
\`´/
Tedesio había llegado al dormitorio antes que sus compañeros, y eso que tras la cena había ido a lavarse la suciedad que el abrevadero le había dejado por todo el cuerpo.
Los
tres chicos entraron divertidos en la celda—dormitorio y se
encontraron a Tedesio examinando unos tubos portapergaminos, cerrados
herméticamente en un extremo y con un tapón de madera sellando el
otro extremo con una cinta anudada.
Si
que habéis tardado —les dijo con los tubos en las manos. —Desde
que llegué al monasterio no he podido dormir bien. Vine a acomodar
el camastro y al deshacerlo he encontrado lo que escondía Eusebio.
Los
otros se acercaron curiosos a examinar los portapergaminos.
—Matías,
monta guardia, —ordenó Diego. —Gonzalo acerca la luz. Veamos el
misterio que escondía Eusebio.
Del
interior de los tubos extrajeron varios pergaminos enrollados. En
ellos había textos, anotaciones, mapas y extraños símbolos. Un
olor viejo y ancestral se expandía por la habitación a medida que
desenrollaban los pergaminos. Más que un olor era un sentimiento.
Con la poca luz que emitía la vela, no podían ver con claridad el
contenido de los papeles.
Matías
hizo una señal de advertencia desde la puerta.
—Alguien
viene. Rápido, escóndelos, —apremió Diego.
Al
momento apareció fray Ramiro por la puerta de la celda. En sus
brazos portaba una manta de lana. Desde el umbral miró con
desconfianza a los chicos mientras el extraño olor le hacía arrugar
la nariz.
—Abrid
el ventanuco que se ventile esto, —ordenó el monje señalando la
pequeña ventana de la celda—dormitorio.
—Vas
aprendiendo. Bien, —felicitó fray Ramiro a Tedesio, el cual se
puso inmediatamente de pie. —Sabías que no podías perderte la
cena y preferiste entrar en el refrectorio sucio y mojado.
Tedesio
sonrió satisfecho y fray Ramiro continuó:
—Ahora
extiende los brazos hacia delante, arrodíllate y recuerda los
mandamientos.
El
semblante del satisfecho muchacho cambió a una expresión de
confusión.
—Pero.
No entiendo, —dijo Tedesio sin atreverse a desobedecer a fray
Ramiro.
El
fraile depositó la pesada manta en los brazos del chico.
—Los
Diez Mandamientos de la Ley de Dios son: Amarás a Dios sobre todas
las cosas. No tomarás el Nombre de Dios en vano, —recitó Tedesio
con esfuerzo.
Cuando
hubo acabado fray Ramiro le aclaró:
—A
las liturgias hay que asistir limpio y aseado. Es una falta de
respeto, a Dios y a nuestro Señor Abad, acudir sucio y desaliñado.
Además no hay que mezclar las inmundicias del establo con los
alimentos, porque le abrirás las puertas a las enfermedades que
tanto venera el diablo.
Y
antes de marcharse por la puerta se dirigió a Diego y le dijo:
—La
noche amenaza fría. Diego usa la manta para taparte
convenientemente.
El
monje cerró la puerta y se alejó.
El
diablo confunda a fray Ramiro, —maldijo en voz baja Tedesio, cuando
el fraile se hubo marchado.
—Sshh,
—advirtió Matías. —Todavía está en el pasillo.
—Hermano,
¿qué hacéis aquí a estas horas?, —le preguntaba fray Ramiro a
alguien en el pasillo.
—Bien
hecho, hermano —le contestaba su interlocutor. A los chicos hay que
enseñarles respeto al altísimo y a sus superiores. Las normas de
este monasterio son demasiado permisivas. Deberían ceñirse al
máximo a la "Regla Monástica". Aquí la gente tiene mucho
tiempo libre, tiempo que lo usan en gandulear en vez de orar y dar
gracias a Dios.
Los
dos monjes se apartaron unos pasos de la celda de los muchachos,
haciendo la conversación más tenue a los oídos de éstos. Pese a
la distancia y el bajo tono de la conversación se podía seguir el
diálogo entre ambos.
—¿Desde
cuándo os interesa la educación de los jóvenes?
—Se
les da mucha libertad para andar fisgoneando por ahí. Sus jóvenes
almas no están preparadas para saber ciertos conocimientos que están
reservados a mentes cultivadas y preparadas para administrarlos
convenientemente. Es como darle conocimiento al populacho. Su
ignorancia les impide tener plena conciencia de la magnitud de
ciertos saberes, y si llegarán a conocerlos quedarían confundidos,
pues los usarían en el beneficio personal de cada uno, permitiendo
que el demonio los corrompa. Al final ese conocimiento quedaría en
manos demoníacas para que el diablo lo usara en corromper sus pobres
almas.
—Para
eso estamos nosotros, para administrar ese conocimiento con justicia
entre todos los hijos de Dios, dosificándolo entre aquellos que
realmente le van a sacar provecho y utilidad a la causa divina.
—Ahí
es donde os equivocáis, hermano Ramiro. Todos los conocimientos han
de estar en posesión de la iglesia y ésta hará el uso adecuado de
ellos. El resto del mundo ha de hacer caso de lo que digamos sin
rechistar, pues nosotros tenemos la verdad absoluta. Nosotros sabemos
qué es lo mejor para ellos, qué decisiones tomar en cada momento
para que la gente no caiga en desgracia espiritual. Las desgracias
terrenales no son más que pruebas y penitencias que han de pasar
aquellos que se desvían de la fe.
—Creo
que vuestras ideas son muy extremas y, si me permitís, algo
anticuadas —le contestaba fray Ramiro.
Y
mientras las voces se alejaban por el pasillo, los chicos todavía
pudieron oír la voz de su maestro decir:
—La
ignorancia es el alimento del maligno. Una persona culta es más
difícil que caiga en sus garras.
Sigue en: 5 - Sueños reveladores
Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
No hay comentarios:
Publicar un comentario