sábado, 10 de noviembre de 2018

Un relato de magia ancestral - 4 - Amigos en el establo

Ya era por la tarde cuando los chicos se dirigieron a "su lugar secreto". Ese lugar que todos los chicos tienen, donde hablan, bromean y hacen planes sin que sus mayores los molesten. En el caso de los estudiantes del monasterio, este sitio era el establo situado a poca distancia.
En el establo era donde se guardaban los animales que tenía el monasterio: el negro caballo del abad, seis mulas y el rebaño de cabras que proporcionaba leche fresca por las mañanas. A la parte alta se accedía mediante una remendada escala de madera o bien trepando por una cuerda que colgaba del techo. Allí se almacenaba la paja seca que alimentaba a los animales cuando el tiempo o la nieve impedía que salieran a pastar. El pajar del altillo era un lugar idóneo para jugar, con montones de paja en los que revolcarse, cuerdas para columpiarse y multitud de objetos variados para usarlos en otros tantas diversiones. Matías era el encargado de la limpieza del establo y esto les daba cierta privacidad.
Gonzalo invitó a Tedesio a acompañarlos.
Anda, ven con nosotros porque veo que no eres como Eusebio.
La robusta cuerda que colgaba de una viga servía de columpio. Matías se balanceaba en ella a cierta altura de sus amigos. Gonzalo estaba tumbado sobre un montón de heno. Periódicamente se levantaba para remover el montón y así hacerlo mas mullido. Diego estaba sentado a horcajadas sobre un fardo de paja. Se sujetaba con los pies a las cuerdas que rodeaban el fardo. Tras dar un rápido vistazo al lugar, Tedesio trepó ágilmente a una de las vigas que había a poca altura del altillo. Colocó un saco roto en ella y allí se acomodó.
¿Qué era eso que tenías que decir anoche?, —preguntó Diego a Gonzalo, cuando se hubieron acomodado.
La noche de la tormenta, me desperté y Eusebio no estaba... —Gonzalo volvió a relatar lo ocurrido aquella noche, dirigiéndose esta vez a los tres muchachos.
Buena historia, pero, ¿quién es Eusebio?, —preguntó Tedesio.
Los otros chicos bajaron la mirada, quedaron en silencio y cambiaron el semblante. Una sombría tristeza cayó sobre ellos, como el polvo que cae del techo empujado por una ráfaga de viento. Un oportuno estornudo de Diego los sacó de su ensimismamiento.
Eusebio murió hace poco, —dijo Matías con voz entrecortada.
Al que le cambió ahora el semblante fue a Tedesio, que se quedó sin palabras. Aunque se recuperó pronto. Cambió su postura, sentándose en la viga con los pies colgando y preguntó:
¿Qué ocurrió? ¿Cómo fue?
Diego suspiró y le relató lo que sabían:
Nos dirigíamos a las clases de fray Ramiro cuando oímos gritos y carreras. El padre del Choto gritaba que había un chico muerto en el barranco. Corrimos hacia la base de la torre y desde ahí vimos el cuerpo de Eusebio,rodeado de un gran charco de sangre. Lo más fácil es que se cayera desde lo alto del campanario.
Tedesio arrugó el ceño al imaginarse la caída, y preguntó:
¿Por qué dices que es fácil que se cayera de lo alto?
A Eusebio le gustaba subir a lo alto del campanario. Se sentaba en la cornisa y pasaba mucho tiempo allí arriba. Debió tropezar y caerse. Era un solitario. No quería estar con nosotros. Con el único que se relacionaba era con el Choto, el pastor. A veces lo acompañaba cuando llevaba el rebaño a pastar. Cuando no estaba cumpliendo con sus obligaciones andaba por los lugares más extraños.
¿Se escaqueaba? —volvió a preguntar Tedesio.
No se escaqueaba, —le contestó Diego, —pero cuando terminaba sus trabajos se largaba por ahí.
Sí que tropezó —intervino Matías con su aguda voz. —Cuando lo subieron del barranco vi que tenía la túnica desgarrada. Supongo que se enredaría con su propia ropa y caería.

La tarde continuó entre comentarios sobre las particulares costumbres del monasterio, los monjes y las gentes del lugar. De cómo el abad había modificado y adaptado la regla monástica a su gusto, aprovechando que el monasterio estaba en un lugar muy remoto en el interior de las montañas. El funesto recuerdo de Eusebio había dado paso a una conversación más animada. Incluso el frío que entraba por los tablones mal encajados de las ventanas parecía haber cambiado su afilado tacto por un romo aliento que se desvanecía entre la paja. La conversación derivó a un punto donde los muchachos hablaron de sí mismos.
Los tres muchachos miraron a Tedesio cuando Matías le preguntó:
¿A qué has venido a este monasterio?
Mi padre es el administrador de Don Juan de Villalobos, —respondió Tedesio con entusiasmo. —Como estoy destinado a suceder a mi padre, mi señor me ha enviado a este lugar a adquirir los conocimientos necesarios para poder llevar sus cuentas con diligencia y eficacia. Mi padre dice que mi señor prefiere pagar mis estudios aquí, que tenerme dando mareo por allí. Como los palos de mi padre no me enderezan, puede que el estudio y la vida monástica me enseñe a comportarme ante mi señor, así como ante otros.
Las carcajadas de Gonzalo interrumpieron a Tedesio.
Yo estoy destinado a ser clérigo, —dijo Gonzalo cuando acabó de reírse. —Cuando sea ordenado sacerdote, mi padre, Don Federico de Peñarroja me construirá una iglesia en sus tierras para mantener las cristianas costumbres entre los campesinos, pueblerinos y porcinos que allí habitan.
Se levantó tranquilamente del montón de heno y en vez de arreglarlo, avanzó unos pasos y cogió su espada de madera. La colocó frente a su cara y, a modo de saludo, continuó diciendo:
Pero prefiero estar al mando de un destacamento de lanceros. Limpiaré los caminos de maleantes, asaltadores y demás vagos. Luego nos incorporaremos a las campañas de Su Majestad —y diciendo esto hincó rodilla en tierra y apoyó su frente en la empuñadura. Luego se alzó y se dejó caer de nuevo sobre su mullido montón de paja.
Pues el destino está trazado, pero cada uno tiene la libertad de rescribirlo con sus acciones y decisiones —puntualizó Tedesio.
Por supuesto que no está escrito, —intervino Diego, —pero hay situaciones en las que las acciones de uno sólo repercuten en muchos.
Acto seguido se irguió en el fardo en el que estaba subido, como si montara en un caballo, y continuó diciendo.
Yo seré uno de esos. Soy el hijo del Capitán Sancho Romero. La valentía, inteligencia y dominio de la espada de mi padre lo han hecho ascender por méritos propios a Capitán de Su Majestad. He crecido entre espadas, lanzas y armaduras. Cuando mi padre y sus compañeros de armas relataban batallas al calor del fuego, el vino y el asado, yo siempre escuchaba atentamente cada detalle. De él he aprendido las bases del combate. Me decía que la perfección se consigue con entrenamiento y estudio. Por eso pidió que yo fuera admitido en este lugar, para aprender lo que el campo de batalla no enseña y es necesario para ser más que un soldado.
Tan solemnemente como había empezado, acabó diciendo:
La ignorancia hace buenos soldados. La sabiduría buenos capitanes. La capacidad de organizar las tropas y prepararlas para el combate se consigue con estudio y preparación.
Los cuatro chicos se quedaron en silencio. El viento silbaba al filtrarse entre los tablones. Las mulas masticaban rítmicamente, triturando la paja con sus molares, mientras Tiznao, el caballo del abad, hacía de solista resoplando, masticando y volviendo a resoplar. La nota disonante la ponía el gruñido que emitía la gruesa cuerda de la que colgaba Matías al rozar con la viga a la que estaba enganchada.
Tedesio rompió el inexistente silencio:
¿Ese es el bollo de esta mañana? —preguntó a Gonzalo. —Si masticaras un poco más fuerte podrías unirte a la orquesta de rumiantes.
"Sif, efte ef el follo que me efcondí en el clauftro", —Le respondió Gonzalo con la boca llena.
Sus amigos se rieron a mandíbula batiente.
¿Qué? —preguntó el muchacho, aún con la boca llena.
"Nof, fi no pafa nada. Folo que no fe te enfiende fada de lo que difes", —exageró Tedesio, imitando la voz de Gonzalo.
Esta vez se rieron los cuatro durante un buen rato
¡Eh! Dame un poco de "fastel", —pidió Matías desde su trapecio, entre risas.
Tras pensárselo un momento, Gonzalo le lanzó el trozo que le quedaba, mientras que lo instaba a que lo cogiera en el aire.
Le defraudó no haciendo intento de cogerlo y cayendo este lejos de su alcance.
Matías se dio impulso y cuando cogió velocidad se soltó las manos quedando la cuerda enrollada a un pie. Colgando cabeza abajo, cogió la forca con una mano y aprovechando el impulso de regreso volvió a su posición original, sujetándose con la mano libre. Al siguiente vaivén lanzó la herramienta al montón de paja donde había caído el bollo y el impacto hizo que éste saltara por los aires cayendo más cerca de él. Otro impulso más y esta vez sí se soltó completamente de la cuerda. Hizo una pirueta en el aire y cayó sentado junto al bollo que había rodado hasta ahí. Su propio peso hizo que este volviera a saltar y poco faltó para que cayera sobre la mano que tenía extendida. A pesar de esa última imprecisión, sus amigos le aplaudieron y vitorearon. Él saludó con una reverencia y se comió su premio.
¿Y tú? —preguntó Tedesio a Matías —¿Te vas a dedicar a las acrobacias y piruetas?
No lo sé —respondió con franqueza el otro. —Trotamundos, viajero, observador de gentes y lugares. Iré donde me lleven los pies y me guié el corazón.
Con la mirada perdida más allá de las paredes del establo, Matías le contó a Tedesio, que no tenía padres. De pequeño, los monjes lo recogieron y lo educaron.
Este monasterio es mi casa, ellos mis padres, —dijo refiriéndose a los monjes —y vosotros mis hermanos.
Podrías ser un gran juglar. Tienes alma de poeta, dotes de narrador y gracia de ..., —dijo Tedesio. Y se quedó pensativo buscando la palabra adecuada.
Tengo el presentimiento, —continuó Matías, —que ocurrirá algo que va a condicionar nuestras vidas. Algo inusual. Algo... —y tras pensárselo unos momentos dijo, —algo mágico.
Gracia de... —continuaba el otro chico buscando la palabra adecuada.
Los otros tres muchachos no prestaban atención a Tedesio y su búsqueda de la palabra que había perdido. Estaban mirando atentamente una de las ventanas superiores del establo. Las portezuelas se habían abierto al saltar el cerrojo. Entró una ráfaga de viento, como un torrente sin cauce, se desparramó por el establo, arremolinándose y lanzando briznas de paja al aire. Los animales relincharon asustados. No fueron los únicos que se asustaron, pues Tedesio que estaba absorto con sus pensamientos, también se asustó, cayendo desde la viga en la que se había aposentado. Por fortuna, la paja amortiguó su caída. La ventisca de paja había cesado y esta caía suavemente, como copos de nieve en las primeras nevadas.
Gracia de pájaro, —dijo Tedesio con fastidio y sin ningún triunfalismo.
¿Gracia de pájaro? —se extrañó Diego.
No se me ocurría otra cosa, —le contestó el otro.
Vayámonos porque os estáis poniendo muy trascendentales, —concluyó el aspirante a militar.
El primero en descender del altillo fue Diego, que bajó por la cuerda con habilidad. Tras él bajó Matías con gracia y habilidad. El tercero fue Gonzalo que se deslizó y cayó de culo en el suelo. Tedesio intentó emular a Matías, pero el impulso fue excesivo y cayó de bruces. Por suerte solamente se magulló ligeramente, pero el contenido de un abrevadero se derramó encima de él.
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Tedesio había llegado al dormitorio antes que sus compañeros, y eso que tras la cena había ido a lavarse la suciedad que el abrevadero le había dejado por todo el cuerpo.
Los tres chicos entraron divertidos en la celda—dormitorio y se encontraron a Tedesio examinando unos tubos portapergaminos, cerrados herméticamente en un extremo y con un tapón de madera sellando el otro extremo con una cinta anudada.
Si que habéis tardado —les dijo con los tubos en las manos. —Desde que llegué al monasterio no he podido dormir bien. Vine a acomodar el camastro y al deshacerlo he encontrado lo que escondía Eusebio.
Los otros se acercaron curiosos a examinar los portapergaminos.
Matías, monta guardia, —ordenó Diego. —Gonzalo acerca la luz. Veamos el misterio que escondía Eusebio.
Del interior de los tubos extrajeron varios pergaminos enrollados. En ellos había textos, anotaciones, mapas y extraños símbolos. Un olor viejo y ancestral se expandía por la habitación a medida que desenrollaban los pergaminos. Más que un olor era un sentimiento. Con la poca luz que emitía la vela, no podían ver con claridad el contenido de los papeles.
Matías hizo una señal de advertencia desde la puerta.
Alguien viene. Rápido, escóndelos, —apremió Diego.
Al momento apareció fray Ramiro por la puerta de la celda. En sus brazos portaba una manta de lana. Desde el umbral miró con desconfianza a los chicos mientras el extraño olor le hacía arrugar la nariz.
Abrid el ventanuco que se ventile esto, —ordenó el monje señalando la pequeña ventana de la celda—dormitorio.
Vas aprendiendo. Bien, —felicitó fray Ramiro a Tedesio, el cual se puso inmediatamente de pie. —Sabías que no podías perderte la cena y preferiste entrar en el refrectorio sucio y mojado.
Tedesio sonrió satisfecho y fray Ramiro continuó:
Ahora extiende los brazos hacia delante, arrodíllate y recuerda los mandamientos.
El semblante del satisfecho muchacho cambió a una expresión de confusión.
Pero. No entiendo, —dijo Tedesio sin atreverse a desobedecer a fray Ramiro.
El fraile depositó la pesada manta en los brazos del chico.
Los Diez Mandamientos de la Ley de Dios son: Amarás a Dios sobre todas las cosas. No tomarás el Nombre de Dios en vano, —recitó Tedesio con esfuerzo.
Cuando hubo acabado fray Ramiro le aclaró:
A las liturgias hay que asistir limpio y aseado. Es una falta de respeto, a Dios y a nuestro Señor Abad, acudir sucio y desaliñado. Además no hay que mezclar las inmundicias del establo con los alimentos, porque le abrirás las puertas a las enfermedades que tanto venera el diablo.
Y antes de marcharse por la puerta se dirigió a Diego y le dijo:
La noche amenaza fría. Diego usa la manta para taparte convenientemente.
El monje cerró la puerta y se alejó.
El diablo confunda a fray Ramiro, —maldijo en voz baja Tedesio, cuando el fraile se hubo marchado.
Sshh, —advirtió Matías. —Todavía está en el pasillo.
Hermano, ¿qué hacéis aquí a estas horas?, —le preguntaba fray Ramiro a alguien en el pasillo.
Bien hecho, hermano —le contestaba su interlocutor. A los chicos hay que enseñarles respeto al altísimo y a sus superiores. Las normas de este monasterio son demasiado permisivas. Deberían ceñirse al máximo a la "Regla Monástica". Aquí la gente tiene mucho tiempo libre, tiempo que lo usan en gandulear en vez de orar y dar gracias a Dios.
Los dos monjes se apartaron unos pasos de la celda de los muchachos, haciendo la conversación más tenue a los oídos de éstos. Pese a la distancia y el bajo tono de la conversación se podía seguir el diálogo entre ambos.
¿Desde cuándo os interesa la educación de los jóvenes?
Se les da mucha libertad para andar fisgoneando por ahí. Sus jóvenes almas no están preparadas para saber ciertos conocimientos que están reservados a mentes cultivadas y preparadas para administrarlos convenientemente. Es como darle conocimiento al populacho. Su ignorancia les impide tener plena conciencia de la magnitud de ciertos saberes, y si llegarán a conocerlos quedarían confundidos, pues los usarían en el beneficio personal de cada uno, permitiendo que el demonio los corrompa. Al final ese conocimiento quedaría en manos demoníacas para que el diablo lo usara en corromper sus pobres almas.
Para eso estamos nosotros, para administrar ese conocimiento con justicia entre todos los hijos de Dios, dosificándolo entre aquellos que realmente le van a sacar provecho y utilidad a la causa divina.
Ahí es donde os equivocáis, hermano Ramiro. Todos los conocimientos han de estar en posesión de la iglesia y ésta hará el uso adecuado de ellos. El resto del mundo ha de hacer caso de lo que digamos sin rechistar, pues nosotros tenemos la verdad absoluta. Nosotros sabemos qué es lo mejor para ellos, qué decisiones tomar en cada momento para que la gente no caiga en desgracia espiritual. Las desgracias terrenales no son más que pruebas y penitencias que han de pasar aquellos que se desvían de la fe.
Creo que vuestras ideas son muy extremas y, si me permitís, algo anticuadas —le contestaba fray Ramiro.
Y mientras las voces se alejaban por el pasillo, los chicos todavía pudieron oír la voz de su maestro decir:
La ignorancia es el alimento del maligno. Una persona culta es más difícil que caiga en sus garras.

Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973

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