sábado, 10 de noviembre de 2018

Un relato de magia ancestral - 3 - Por el honor de la dama

Diego golpeó un par de veces la puerta con los nudillos y esperó a que le autorizaran para entrar.
Los golpes entreabrieron un poco la puerta que estaba mal cerrada, dejando salir la conversación que se producía en su interior.
Pero hombre de Dios, ¿por qué no me lo dijiste antes?
No tiene importancia, es sólo un molesto corte. Ya se curará por si solo.
Curarse puede que se cure, pero también puede ponerse feo y causarte fiebres, calenturas, si no algo peor.
La misma voz continuó. —Mira que es difícil hacerse semejante corte en la espalda uno mismo. 
Tropecé en el establo y al caer hacia atrás me golpeé con un gancho.
Claro, por eso está tan feo. El establo es un mal sitio para hacerse heridas, tan lleno de pestes, orines y excrementos.
Venga limpia la herida y cada cual a lo suyo. Cuando venga el barbero ya la mirará mejor.
La conversación terminó y Diego sólo escuchaba el sonido de la palangana con agua y las gasas.
Ahora que la veo limpia, santo Dios, que profunda es. Parece que te la haya hecho el mismo Demonio.
La otra voz, enojada, gritó algo que retumbó en las paredes de la estancia. El sonido le llegó a Diego distorsionado e hizo que no lo entendiera con claridad. Tras una corta pausa se oyó a fray Abelardo disculparse.
Perdona no quise decir eso. Lo dije por lo fea y muy profunda que es.
Diego tosió un par de veces y comenzó a dar vueltas en el pasillo para entrar en calor.
El monje que estaba con fray Abelardo salió de la estancia, tropezando con Diego, le dio un empujón y se marchó por el pasillo murmurando y maldiciendo por lo bajo.
Diego observó cómo se alejaba por el pasillo y luego pidió permiso para entrar.
¿Vuecencia da su permiso?
Pasa Diego, pasa.
La herboristería era una habitación que, pese a no ser de las más grandes del monasterio, tenía el techo bastante alto. Gruesas vigas de madera coronaban el cielo de la estancia, y colgando de éstas había varios manojos de hierbas secas. Esto hacía que nada mas entrar la nariz se inundase de variados olores. Alguno llegaba incluso a marearse.
En una pared había un par de estanterías con frascos, tarros de barro y envases varios. Enfrente, una alacena con cajones situada bajo el ventanuco. Pero lo que llamaba la atención era la robusta mesa de madera que había en el centro donde, ocasionalmente como ahora, atendía a los enfermos o heridos. Debajo de ésta había una palangana, algunos trapos y una jofaina. Un brasero situado en un rincón calentaba la estancia.
Diego se quedó de pie, marcialmente rígido, en la entrada de la enfermería, mientras fray Abelardo avivaba las brasas.
Descansa muchacho y acércate que te examine.
El chico se acercó al monje y, sin mirarlo directamente, se quedó en la misma postura.
En el futuro serás un buen soldado, pero ahora sé un buen paciente y relájate.
Diego suspiró y adoptó una postura más cómoda.
Fray Abelardo lo examinó y con un gesto aprobatorio le dijo:
Eres fuerte y ya no tienes fiebres. ¿Has rezado tus plegarias?
Sí, y también he sudado mucho tal y como me dijo.
Sudar está bien, pero recuerda que debes buscar la ayuda de Dios para que te libre de los diablos esos que han invadido tu cuerpo.
Fray Abelardo bendijo un frasquito con un líquido amarillento y se lo dio al muchacho, al tiempo que le decía:
Tómate esto por la noche, reza un rosario y ya no hace falta que guardes cama. Abrígate y suda lo que puedas.
Tras esto despidió al muchacho que salió en busca de sus amigos.
Al llegar al claustro encontró a Tedesio, el recién llegado. Estaba curioseando alrededor del pozo que había en el centro y del que partían los caminos hechos con jardines a las diferentes partes del claustro. Con unas rápidas zancadas se dirigió hacia él.
Hola, ¿has visto a los otros? —preguntó cuando estuvo cerca.
¡Ah!, hola. Ya veo que estás mejor. Vaya noche de estornudos y toses...
Viendo que no le contestaba, le interrumpió.
Gracias, pero, ¿los has visto? ¿O no?
Eh, sí. Gonzalo estaba aquí hace un momento pero como no quería hablar conmigo se ha marchado, con la excusa de no sé qué apretón. Pero no tardará en volver porque se ha dejado el bollo que se estaba comiendo.
En ese momento apareció Gonzalo, que al ver a Diego exclamo con alegría:
Hombre Diego, ya estás bien.
¿Ves?, ya vuelve a por su bollo —se burló Tedesio.
Sí. Fray Abelardo dice que ya estoy bien —contestó Diego, ignorando el comentario de Tedesio.
Bien, así podremos continuar donde lo dejamos —dijo Gonzalo, y tras colocar el pastel en algún pliegue de su sayo, señaló a Tedesio y le ordenó:
Tú, mequetrefe, ve al establo y traenos nuestras armas, que este caballero y yo tenemos una afrenta pendiente.
¿Mequetrefe yo? No pienso traerte nada, gordo pastelero, pues no soy tu lacayo ni mucho menos tu escudero.
Ja, ja, ja. Eres hábil con las palabras —comentó Diego entre risas.
Manteniendo la sonrisa en la cara, Diego conminó a Gonzalo ir a por su equipamiento, dejando solo a Tedesio.
Al poco rato volvieron los dos chicos portando espadas y escudos de madera a imitación de auténticas armas.
El semblante serio y concentrado de los dos contendientes acalló el comentario jocoso que iba a decir Tedesio. En vez de ello se sentó en un saliente del adornado pozo y se dispuso a contemplar el combate.
¿Qué mueve esta afrenta? —preguntó Tedesio.
¡El honor de una dama! —dijo Gonzalo en voz alta a la vez que iniciaba el ataque tratando de coger desprevenido a su rival. Pero el otro, esperando el golpe, no tuvo dificultad en pararlo con el escudo. Realizó un segundo ataque, cambiando la dirección del golpe y este ya no pudo ser detenido con facilidad, obligando a su contrincante a desviar el ataque con el escudo.
Diego pasó al contraataque, lanzando un par de rápidos tajos que obligaron a su grueso rival a dedicarse por completo a la defensa. Gonzalo consiguió mantener la posición evitando caer al suelo pero su escudo no resistió los embates. Emitió un sonoro crujido y se agrietó.
Bravo —aplaudió Tedesio. —Que gran ataque. Ánimo Pastelero, todavía podéis vencerle.
El comentario dio nuevos bríos a Gonzalo que se abalanzó sobre el otro, colocando su agrietado escudo por delante. El choque fue fuerte, y Diego, a pesar de haber parado el ataque, no pudo evitar caer al suelo de espaldas. Tal y como había visto hacer a su padre en alguna ocasión, rodó por el suelo y aprovechó el movimiento para darse impulso y ponerse en pie.
Ese ataque me ha cogido desprevenido pero te ha costado tu escudo. Comentó el muchacho una vez estuvo de pie.
El escudo de su rival no había resistido el impacto y se había partido, mientras que el suyo, que estaba mejor fabricado y era más resistente, sólo tenía una abolladura.
Gonzalo miró su escudo roto con decepción. Se lo quitó y lo arrojó a un lado. Cogió su espada con ambas manos y se dispuso a proseguir el combate.
Esa espada es muy pequeña para usarla a dos manos —le aconsejó Tedesio que observaba el duelo desde el pozo situado en el centro del claustro.
Es la única oportunidad que tengo frente a la espada y el escudo —contestó el otro, mientras meditaba la manera de compensar su desventaja.
Yo creo que si la sujetas con una mano y usas la otra como distracción, puedes hacer ataques rápidos y precisos y apartarte para volver a atacar rápidamente, claro que no sé si esa oronda panza tuya te lo va a permitir.
Cállate flacucho. Eso no es caballeroso. Tú qué sabrás del noble arte del combate a espada —dijo Gonzalo visiblemente enfadado.
De artes nobles no sé mucho, pero lo veo más práctico.
No le hagas caso y prosigamos —intervino Diego, que había dejado caer el escudo al suelo. —Ahora estamos igualados otra vez.
El combate se reanudó. Armado únicamente con las espadas de madera, se lanzaban tajos y estocadas. Los golpes paradas y carreras, resonaban por todo el claustro. Diego, delgado pero fibroso, lanzaba duros ataques que Gonzalo podía aguantar gracias a su mayor corpulencia. Tedesio animaba a los luchadores y les daba consejos. Su distante posición le permitía observar los errores que cometía cada uno durante el combate y no dudaba en gritarles las correcciones que debían hacer.
Tan concentrados estaban los tres muchachos en el combate que no se dieron cuenta de la llegada de fray Ramiro. El primero en darse cuenta de la presencia del fraile fue Tedesio, que estaba de espectador.
Esto..., chicos, tenemos compañía. Hola fray Ramiro. ¿Cómo se encuentra esta mañana?
Los dos contendientes pararon de inmediato e, instintivamente, ocultaron las espadas de madera tras la espalda. Con el semblante serio, fray Ramiro taladró a los chicos con la mirada a la vez que ironizaba.
Pero, ¿dónde os creéis que estáis? ¿En una taberna? ¿En un mugriento callejón?
Se quedó callado unos momentos. El silencio sólo lo alteraba la brisa al serpentear entre las columnas del claustro. Tedesio iba a replicar pero antes de articular palabra fray Ramiro gritó con tal fuerza que retumbó por el silencioso jardín, y el eco que creaban las paredes se encargó de multiplicar su aterrador efecto.
¡NO!
La potente voz de fray Ramiro fue como si los muchachos fuesen golpeados por el sonido, dejándolos mudos de asombro. Luego continuó con voz más suave.
Vais sobrados de fuerzas, necesitáis desahogaros y poneros en paz con Dios.
Fray Abelardo me dijo que tenía que sudar para curarme el resfriado —intentó justificarse Diego.
Pero eso no implica armar alboroto en el claustro —le aclaró el fraile y continuó subiendo el volumen de voz.
Vais a llevar los fardos de leña que hay en el borde del camino hasta el almacén. Absolutamente todos.
La cara de Gonzalo cambió a una expresión de horror cuando comprendió que no les daría tiempo de asistir a la comida.
Pero son muchos fardos. No terminaremos antes del mediodía —gimoteó el rollizo muchacho.
Haberlo pensado antes de perturbar la paz del monasterio —dijo fray Ramiro impasiblemente. —Además el hambre, como otros sufrimientos, fortalece el alma.
Tedesio no aguantó y habló en defensa de sus compañeros.
Pero su paternidad se excede en el castigo. Solamente estaban jugando y entrenándose para servir el día de mañana a Su Majestad. Además Diego cumplía órdenes de fray Abelardo, que le dijo que sudara, y Gonzalo le ayudaba a la vez que se ponía en forma.
La cara de los muchachos se alegró al ver que fray Ramiro asentía con la cabeza. Pero la expresión les cambió cuando el monje les dijo:
De acuerdo Tedesio. Lo haréis entre los tres y además los colocaréis ordenados por tamaños.
Y tras esto se marchó por una de las puertas que comunicaban el claustro con el interior del monasterio.
Gonzalo volvió a lloriquear.
No llegaremos a tiempo de comer. Hoy no comemos. No nos dará tiempo.
Pues venga. Démonos prisa —animaba Tedesio al tiempo que corría hacia el lugar.
Diego miró al cielo buscando la posición del sol y, haciendo un gesto de duda, corrió en la misma dirección. El tercer muchacho también corrió tras los otros.
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La campana avisó que era mediodía y era el momento de comer. Un pequeño grupo de lugareños subían todos los días por el difícil sendero que llevaba al monasterio para preparar y servir a los clérigos. Los monjes interrumpieron sus quehaceres para asistir a la comida.
Matías estaba en el refrectorio esperando la comida. Miraba impacientemente hacia la entrada para ver si entraban sus amigos. Si llegaban tarde sufrirían humillación y no comerían. Estaban a punto de comenzar los salmos cuando llegaron los tres muchachos, visiblemente fatigados y casi sin respiración. Al momento entró Fray Gerardo de Peña, abad del monasterio y comenzaron los salmos. A continuación comieron.
Creía que no llegabais. ¿Por qué habéis tardado tanto? —preguntó en voz baja Matías.
Uf, uf. Espera, ahora te cuento —le contestó Tedesio.
Cuando recuperó el aliento le relató cómo habían realizado el castigo.
Como eran muchos fardos y teníamos que ordenarlos, nos repartimos el trabajo. Diego y yo, que somos más rápidos, transportamos la leña, y Gonzalo la iba clasificando y apilando.
Una de las veces que levantaron la vista se percataron que fray Ramiro los observaba e inmediatamente se callaron y se dedicaron a comer antes que Gonzalo acabara con las existencias. 

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El taciturno monje caminaba por los pasillos, como alma en pena, sumido en sus pensamientos. Jugueteaba con una piedra preciosa y ante cualquier ruido sospechoso o sombra misteriosa la ocultaba rápidamente entre sus ropas. Era un hombre muy temeroso y suponía que aquello que acababa de descubrir no era algo propio de hombres de Dios. Él creía temer a la justicia divina por haberse apartado de su camino, pero a quien realmente temía era a la justicia de los hombres que eran capaces de las mayores atrocidades por obtener más poder.
Ahora conocía un terrible secreto y no podía permitir que cayera en manos de cualquiera, y para eso estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso a eliminar a quién hiciera falta. Ya lo había hecho y lo volvería a hacer.
Murmuraba repetitivamente una cantinela que le había oído a Eusebio, que en principio no tenía ningún sentido, pero por alguna extraña razón le producía un agradable cosquilleo. Había visto al chico transformarse en un águila e incluso lo había visto salir volando y siempre musitaba antes esa tonadilla. Supuso que la clave del asunto estaba en el contenido de la cantinela pero al estar en un dialecto desconocido para él, era incapaz de saber lo que decía.
Cada vez que oía algún ruido sospechoso callaba de inmediato pues, igual que él se lo había oído a Eusebio por casualidad, otro podría hacer lo mismo. Su desconfianza y su miedo lo llevaron a un estado paranoico, hasta el punto que incluso andaba con tal suavidad que sus pies no hacían ruido al pisar las losas del suelo.
Intrigado por su propio sigilo, bajó la mirada a sus pies y no vio nada que le llamará la atención y, dudando de sus propios sentidos, se giró para mirar el trayecto recorrido en sigilo y vio sus propias huellas, pero para su sorpresa no eran las de su calzado si no las producidas por algún gran felino. Eran huellas de león, lo sabía con certeza pues no era la primera vez que veía unas similares y eran demasiado grandes para ser de un gato. Sorprendido, miró sus pies de nuevo y volvió a verlos tal y como tenían que ser, pies humanos como los veía cada vez que se calzaba.
Recordó que hacía años había estado en las ruinas de un circus, un lugar donde, en tiempos inmemoriales, se había sacrificado a cristianos en macabros espectáculos donde los hacían luchar contra bestias. Estos sacrificios estaban grabados en las paredes donde, a pesar del tiempo, todavía se podía apreciar cómo eran esos combates. Los enfrentaban a infernales lobos, descomunales minotauros con la fuerza de diez hombres y a terribles leones traídos de los confines de la tierra donde las bestias son dueños y señores.
Al levantar la cabeza el susto fue mayúsculo al ver cómo se proyectaba en la pared la difusa sombra de una gran melena de la que sobresalían unas terribles fauces. Se giró con rapidez con el temor de encontrarse cara a cara con un terrible monstruo, pero para su alivio ahí detrás no había nada, salvo el ventanuco por donde entraba la luz que hacía brillar las motas de polvo como pequeños duendes que jugueteaban a su alrededor.
Agitó el aire con la mano en un intento por dispersar las motas y lo único que consiguió fue que éstas adquirieran velocidad y giraran todavía más enloquecidamente. Un punzante dolor le recorrió la espalda recordándole la herida que le había producido el chico-águila y que ahora se le había abierto por los bruscos movimientos.
Maldijo al diablo que, según él, lo había elegido como víctima para sus pesadas bromas.
Maldito seas. Te has equivocado conmigo. Soy tu peor enemigo y voy a usar tus propios encantamientos para acabar con tus fechorías en la tierra, las tuyas o las de tus impíos seguidores.
Continuó su camino meditando sobre la piedra preciosa que le había arrebatado a Eusebio la cual, cuando la miraba a trasluz, emitía luces de colores en todas direcciones dándole un carácter mágico.

Sigue en: 4 - Amigos en el establo

Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973

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