El
llamador de la gran puerta de entrada al monasterio sonó varias
veces. El sol ya estaba escondiéndose tras las montañas que
rodeaban el valle donde estaba ubicado el monasterio. No era normal
que nadie estuviera allí tan tarde.
La
argolla volvió a golpear la puerta, avisando así la llegada de
algún visitante. Tras repetir la llamada, el portón se abrió con
un chirrido estridente, tan agudo que hacía castañear los dientes.
Una vez abierta la puerta por completo, el sirviente observó al
visitante que tan insistentemente golpeaba con la argolla.
Plantado
ante la puerta, el viajero respiraba agitada y nerviosamente. El
largo viaje y la agotadora ascensión al monasterio lo obligaba a
respirar con grandes bocanadas, expulsando el aire con tanta fuerza
que lo hacía toser. Pero el cansancio no menguaba la impaciencia de
sumergirse entre tal acumulación de sabiduría.
Sin
dar tiempo al sirviente a pronunciar palabra, el muchacho saludó, se
presentó, y dijo a qué había venido. Lo dijo con tal rapidez y
atropello que el sirviente se quedó abrumado.
—Buenas
tardes, ¿o debería decir noches? Soy Tedesio Vázquez, hijo del
administrador del Señor de Villalobos, y he sido enviado por mi
señor para adquirir la cultura necesaria para suceder a mi padre en
el puesto de administrador de bienes de Don Juan de Villalobos. Si me
conduce ante el Abad yo mismo le entregaré la carta y le explicaré
con detalle el pqué de mi visita a tan grandioso cúmulo de saber
que es este monasterio.
—Don
Gerardo de Peña, Abad de este monasterio, me comunicó su inminente
llegada. Pero no podrá recibirle. Le conduciré ante Fray Ramiro, el
cual le pondrá al corriente de sus obligaciones. Sígame.
Tedesio
caminaba tras los pasos del sirviente que le conducía en silencio
por los pasillos del monasterio. Mientras admiraba curiosamente los
tapices, cuadros y decoración en general. El trayecto se recorrió
demasiado despacio para el acelerado carácter del chico y cuando
empezaba a desesperarse el sirviente se paró ante una puerta. Llamó
un par de veces, esperó unos segundos y después se retiró,
despidiéndose del muchacho que se quedó allí plantado como un
pasmarote, sin saber qué hacer.
Pasó
un tiempo, que se le hizo interminable, la puerta se abrió con un
crujido seco. Conteniendo el aliento, Tedesio contempló al personaje
que estaba frente a él. Era un hombre de unos cuarenta años, con
unas arrugas típicas de la edad. Los ojos profundos y penetrantes,
con bolsas debido a los años de estudio y lectura, y con marcadas
ojeras. Una arreglada barba blanca, disimulaba el resto de sus
facciones; sus cariados dientes y resecos labios, consecuencia de
humedecerse los dedos para pasar las páginas. De estatura media,
aunque confusa, debido al encorvamiento de tanto años de estudio. De
complexión recia aunque no gruesa, se movía inquietamente por su
excesiva panza.
Con
un ademán le indicó al chico que pasara.
—Adelante
muchacho. Pasa y siéntate.
Tedesio
entró y se dirigió directamente al sillón indicado. Lanzó un
sonoro suspiro cuando se dejó caer en la silla de madera maciza.
—Buf.
Estoy realmente cansado —el muchacho tomó aire y le repitió
mecánicamente la misma parrafada que le había soltado al sirviente
nada más llegar.
El
fraile también tomó asiento, y cuando estuvo acomodado, se quedó
mirando al locuaz muchacho mientras éste proseguía su cháchara.
—...
y como puede ver, aquí estoy dispuesto a aprender y a aumentar mi
cultura acerca del mundo y las ciencias.
El
fraile permanecía quieto y callado. Sentado tras la mesa de roble,
decorada con figuras talladas en sus bordes y con las patas
retorcidas, haciendo una espiral, semejante a una escalera de
caracol enroscada sobre una torre. Fray Ramiro contemplaba al
muchacho que ya empezaba a pesarle el silencio, se movía
nerviosamente en su silla, a pesar de que ésta era bastante cómoda.
Se le pasó por la cabeza producir un carraspeo para aliviar el
pesado silencio, pero cuando estuvo a punto de hacerlo, el fraile
comenzó a hablar despacio y pausadamente, como si separara las
palabras en sílabas.
—Vaya,
vaya. ¿Qué tenemos aquí?
Y
antes de que el chico respondiera, Fray Ramiro alzó la mano
conteniendo así al muchacho. Tedesio renunció a pronunciar sonido
alguno y dejó al fraile continuar.
—Tenemos
un muchacho locuaz, hábil con las palabras, nervioso, impertinente y
maleducado. Contigo vamos a tener que invertir mucho más tiempo en
enseñarte lo mismo que a los demás. Como comprenderás no vamos a
variar la rutina del monasterio por ti, así que tendrás que
permanecer en este hogar de Dios durante más tiempo que los demás,
quizás tres años, o cuatro, o cinco...
Tedesio
no pudo aguantarse e interrumpió al fraile.
—Pero
Señor, no entiendo, soy persona aplicada y tengo ganas de aprender.
No comprendo por qué se me tiene que discriminar. Permanecer por más
tiempo del previsto aumentará mucho los gastos de mi Señor al
tenerme aquí.
Fray
Ramiro esperó pacientemente a que el muchacho se tranquilizase y
sobre todo a que se callara.
Ya
veo que no lo comprendes, chico. Contigo será más complicado porque
antes de enseñarte cultura deberás aprender a callar. Sólo cuando
una persona ha aprendido a escuchar en silencio, se le puede enseñar
algo.
Tedesio
quedó impresionado ante la explicación de fray Ramiro. Durante el
resto de la conversación se esforzó en guardar silencio y responder
sólo ante preguntas directas.
El
fraile hizo una mueca de aprobación y prosiguió.
—"Mens
sana in corpore sano". Tan
importante es una cosa como la otra. El águila tiene mejor vista que
el hombre, el gato más agilidad, el olfato del perro es superior y
la fuerza del toro es incomparable. La inteligencia es lo que Dios
nos ha dado para diferenciarnos de los animales y las bestias. Pero
no hay que acomodarse y creer que eso es todo. La mente hay que
cultivarla, adiestrarla e instruirla. Cuando dejamos de ser niños
creemos que lo sabemos todo. Ja —fray Ramiro soltó una carcajada
seca y meneó la cabeza de un lado para otro.
—Durante
este tiempo aprenderás muchas cosas, cultivaras tu mente.
Comprenderás cómo con la meditación y el acercamiento a Dios, la
mente se aclara y las ideas surgen. Pero esto no es espontáneo. No
chico, no es tan fácil. Con el estudio de las diversas artes y
ciencias verás cómo, con la ayuda del Señor, puedes buscar esas
ideas y conocimientos, y hacer con ellas algo útil y creativo.
—Ahora
dirígete a tus aposentos y descansa. A partir de mañana comenzará
la actividad normal.
Fray
Ramiro indicó a Tedesio cómo llegar hasta su celda-dormitorio,
luego despidiéndose del muchacho, volvió a entrar en el despacho y
cerró la puerta con brusquedad, produciendo un ruido seco que
retumbó por todo el pasillo.
Tedesio
cogió el equipaje y, recordando en voz baja las instrucciones, se
dirigió a la zona del monasterio donde estaban situadas las
habitaciones.
\`´/
Sentados en los fríos banco de madera pulida, el auditorio escuchaba en silencio el texto que fray Abelardo leía durante la cena, antes de ir a dormir.
—Por
lo expuesto anteriormente, puedo decir que, algunas hierbas pueden
expandir nuestra mente acercándonos a Dios. Hacernos más receptivos
a su mensaje y a su palabra. Pero no debemos confundir el efecto de
las infusiones con la santidad. No por beber estos preparados,
necesariamente estaremos más cerca de Dios. De hecho, las tribus
paganas de algunos lugares las han usado toda la vida y siguen siendo
salvajes paganos. Para alcanzar la santidad debemos ser elegidos por
El Altísimo y estar en un sublime estado de comunión con él. Los
brebajes no hacen santos, pero ayudan a quien sí lo es a comunicarse
y entender el mensaje de Dios. Mensaje que está codificado para que
sólo los elegidos puedan descifrarlo y entenderlo correctamente.
Mientras
fray Abelardo proseguía con su lectura, los monjes, ya terminada su
cena, escuchaban en silencio las palabras de su compañero, roto tan
sólo por el sonido de los cubiertos al rozar con los platos, alguna
orden dada a los sirvientes y algún eructo. Se podía oír,
agudizando mucho el oído, un murmullo proveniente de una de las
mesas más alejadas. Era la conversación entre dos muchachos
estudiantes.
—Matías,
te digo que Eusebio escondía algo en el cuarto, en su cofre, en su
camastro o en algún sitio.
El
que así hablaba era un muchacho de unos catorce años, de ojillos
que, o bien eran pequeños o eso parecía al estar camuflados con los
protuberantes pómulos y las sonrosadas mejillas. No cabía duda que
su familia era noble, y que la exagerada alimentación, a base de
guisos y dulces había hecho de Gonzalo un muchacho obeso.
—No
sé. Eusebio era muy reservado, hablaba poco y se relacionaba menos,
pero eso no quiere decir que ocultara algo.
Matías
era algún año menor que Gonzalo, aunque su edad no se podía
calcular con exactitud. Dos monjes, encargados de mantener una
pequeña ermita perdida en ningún sitio, encontraron a Matías que
vagaba llorando por el bosque. Probablemente se perdió o lo
abandonaron, porque el pueblo más cercano se encontraba a varios
días de camino a pie.
Los
monjes lo recogieron, lo cuidaron hasta que creció y lo enviaron al
monasterio para que terminara su aprendizaje. Gonzalo y Matías
esperaron a que Fray Abelardo continuara con la lectura. Tras una
pausa para tomar un trago de agua, el fraile prosiguió, Gonzalo
aprovechó para continuar su conversación con Matías.
—Mira
te voy a contar lo que ví el otro día.
Miró
con desconfianza si lo observaban y comenzó la narración:
—Me
desperté por la noche para beber agua, fue la noche de la tormenta,
como no veía nada fui tanteando hacia la botija. De pronto cayó un
rayo que iluminó el cuarto y a parte de ver la botija, también ví
que el camastro de Eusebio estaba vacío. Creí que se había ido a
mear y me volví al mío. Me costaba dormir por los relámpagos y
truenos. Eusebio tardaba mucho y pensé que estaría esperando a que
aflojase la tormenta para volver. Ya estaba casi dormido cuando entró
Eusebio. Volvió jadeando y resoplando. Con la oscuridad no pude ver
bien lo que llevaba pero traía algo entre las manos. No paraba de
hacer ruido por el cuarto, luego se acostó canturreando algo.
Aunque
yo no entendía lo que decía no paraba de repetir una machacona
cantinela.
Fray
Abelardo prosiguió con su lectura.
—De
lejanas tierras, vienen algunas plantas que tienen poderosos efectos
mágicos. Cuidado debemos tener con ellas y han de ser controladas y
evitar que el pueblo haga mal uso, pues corremos el riesgo que
aparezcan falsos santificados, como caracoles después de la lluvia.
Pero sí podemos utilizarlas nosotros, pues somos los transmisores de
la palabra de Dios. Y esa palabra ha de ser entendida, analizada y
traducida para que la gente pueda comprenderla en su inmensa
ignorancia.
Matías
replicó a Gonzalo y le expuso su versión.
—Hombre
yo no lo veo tan raro. Eusebio se fue al establo a cagar. Luego
esperó a que la lluvia aflojase para salir del establo, como la
tormenta no paraba salió y corrió por el claustro y luego subió a
la habitación. Lo que llevaba entre las manos sería la ropa mojada,
y el canturreo sería una oración antes de volver a acostarse.
Gonzalo
se encogió de hombros y dijo;
—Qué
va, hombre, qué va. Eso no puede ser. La ropa mojada no la he visto
por ningún lado, y eso que me levanté antes que él. Ya sabes que a
Eusebio siempre le ha costado levantarse por las mañanas. El
canturreo puede que fuera una oración, pero ¿y el rayo?. Por la luz
que hizo tuvo que caer muy cerca, si no encima del monasterio.
Matías
se quedó pensativo y antes de que respondiera Gonzalo le dijo;
—¿A
qué no oíste ningún relámpago anoche? Si cayó tan cerca
tendríais que haberlo oído tú y Diego.
Asintiendo
con la cabeza concluyó;
—El
rayo, o lo que fuese, no hizo ruido. Yo no he visto nunca ningún
rayo que caiga tan cerca y no haga ruido.
Fray
Abelardo acababa su sermón elevando la voz para dar más énfasis a
sus palabras.
Al
tiempo que el fraile terminaba lanzó una mirada de advertencia a los
muchachos, los cuáles quedaron en silencio al instante.
\`´/
Tedesio avanzó expectante por el pasillo. El único ruido que hacía al caminar era el producido por la arenilla suelta del desgastado suelo . Llegó hasta la puerta que le había indicado Fray Ramiro. Accionó la manivela y esta para su sorpresa, no hizo el característico chirrido que producen las viejas y pesadas puertas de los monasterios. Cuando la puerta estuvo abierta completamente, el muchacho recogió sus pocas pertenencias y entró en el dormitorio.
El
cuarto era pequeño pero bien distribuido. Contenía cuatro
camastros, sujetos a la pared a modo de literas, dos en la pared de
enfrente, justo debajo del enrejado ventanuco que daba al patio
interior del monasterio. Los otros dos quedaban semiocultos por el
perchero atiborrado de ropa, a la derecha de la puerta. En la otra
pared, justo al abrir la puerta, quedaba el soporte con la palangana
de agua y una silla con un lienzo colgado en el respaldo.
Acostado
en uno de los camastros estaba un chico de la misma edad que Tedesio,
más o menos.
Tedesio
se acercó a saludar al chico del camastro.
—Hola,
me llamo Tedesio —le dijo tendiéndole la mano.
El
muchacho del camastro se incorporó con dificultad y tras toser un
par de veces se presentó a su vez.
—Hola.
Yo soy Diego —contestó con la voz afónica.
Pero
antes de que Tedesio pudiera estrecharle la mano, Diego se volvió a
acostar resoplando ruidosamente, tras lo cual volvió a toser un par
de veces.
—Vaya
tos. ¿Te has resfriado?
Diego
contestó a desgana.
—Sí
me he acatarrado. Este monasterio puede llegar a ser muy frío. —Tras
estas palabras cerró los ojos y se quedó acostado respirando con
dificultad.
Tedesio
se sentó en uno de los camastros y buscó con la mirada un lugar
para dejar sus cosas.
En
esto estaba cuando se abrió la puerta de la habitación y entraron
dos muchachos. Tedesio se fijó en la gordura de uno de ellos.
Los
dos chicos se quedaron sorprendidos, pues no esperaban encontrarse
con nadie más en el cuarto a parte de Diego.
El
más menudo saludó a Tedesio.
—Hola,
¿y tú quién eres?
—Soy
Tedesio. Acabo de llegar.
—Esa
es mi cama —dijo el muchacho grueso con seriedad.
Tedesio
lo miró desafiante y tras algunos momentos de tensión se levantó y
preguntó.
—¿Y
cuál es el mío?
Matías
le indicó con la mano el camastro que antes ocupaba Eusebio, justo
debajo del suyo.
Tras
esto preguntó a Diego como se encontraba, aliviando así la tensión
del ambiente.
—Fray
Abelardo ha venido a verme hace un rato —contestó Diego con
dificultad y entre toses —y dice que como soy un chico fuerte me
recuperaré pronto. Supongo que mañana ya podré levantarme de la
cama.
—Ya
veo que os habéis presentado —empezó a decir fray Ramiro cuando
entró tras Tedesio.
—Sí,
ya nos hemos conocido —le interrumpió Tedesio.
Fray
Ramiro lanzó una mirada penetrante a Tedesio y le dijo:
—Supongo
que sabrás rezar, ¿verdad?
—Por
supuesto que sé. —respondió el impaciente chico.
—Pues
empieza.
—Padre
nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre.
—Haciendo
flexiones en el suelo—indicó enérgicamente fray Ramiro con el
dedo.
Tedesio
iba a replicar, pero ante la penetrante mirada de fray Ramiro,
prefirió obedecer y callar.
—Vuestro
locuaz compañero, sí, ese que tan bien sabe rezar, se llama
Tedesio. Es hijo de Isaías Vázquez, vasallo del señor de
Villalobos, y está aquí para lo mismo que vosotros, para, con la
bendición de nuestro Señor, aprender todo lo que entre estos muros
se puede aprender.
Fray
Ramiro hizo una pausa a la vez que miraba al muchacho que había
parado de hacer flexiones.
—Ya
he terminado —dijo Tedesio con dificultad por el esfuerzo.
—Pues
vuelve a comenzar.
Fray
Ramiro se dirigió a la puerta y, cuando estuvo allí, les dijo:
—No
quiero alborotos. La noche es para dormir y asimilar lo que hemos
aprendido durante el día. Si armáis jaleo, os pasaréis toda la
noche rezando.
Antes
de cerrar la puerta se dirigió a Tedesio.
—Cuando
termines ese Padrenuestro, puedes parar y reflexionar sobre tus
actos.
Tras
esto salió y cerró la puerta tras él.
Tedesio
acabó la oración y se quedó tumbado en el suelo respirando a
grandes bocanadas. Mientras recuperaba el aliento oyó a fray Ramiro
alejarse por el pasillo.
Matías
ayudó a Tedesio a sentarse en el camastro, al tiempo que Gonzalo
acercaba la oreja a la puerta. Matías esperó la señal de
aprobación de su amigo y tras recibirla susurró:
—No
vuelvas a interrumpir a fray Ramiro.
Girándose
hacia Diego que permanecía postrado en la cama le indicó:
—Gonzalo
tiene algo que contarte.
El
otro muchacho, desde la puerta miró con desconfianza a recién
llegado y dijo:
—Mañana
hablaremos con más tranquilidad. Vamos a dormir.
Con
un fuerte soplido apagó la vela dejando la habitación a oscuras.
Tedesio
intentó acomodarse en el colchón de paja que tenía incómodos
bultos. Con las manos intentó alisar el camastro, pero lo único que
conseguía era desplazar los bultos de un lado para otro, sin
deshacerlos.
Llegó
un momento que el cansancio del viaje le venció y se tumbó en el
camastro. Haciendo caso omiso de la incomodidad, se tapó y buscó la
posición más adecuada.
—Cof,
cof —escuchó antes de quedarse dormido.
Sigue en: 3 - Por el honor de la dama
Un
relato de magia
ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973
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