sábado, 10 de noviembre de 2018

Un relato de magia ancestral - 14 - La confrontación


Fray Gerardo de Peña estaba reunido con fray Ramiro y ambos se preguntaban dónde se habrían metido los chicos. Casualmente la visita del enviado del Obispo era un buen momento para que no anduvieran por allí, pero llegaría la hora que éste los buscaría y entonces tendrían más problemas.
—Ya son mayorcitos y saben lo que se hacen. Además ¿no os habéis fi jado lo rápido que han madurado? —decía fray Ramiro en un intento de tranquilizar a su superior. —Me preocupa más las indagaciones que anda haciendo fray Vedasto.
—Pues a mí el enviado del Obispo no me preocupa tanto. No parece estar cómodo en este lugar y eso hará que se marche pronto. Por las molestas preguntas que anda haciendo, no te preocupes. Si las desgracias acaecidas recientemente tuvieran algo que ver con el maligno, nos habríamos dado cuenta. Nuestros eruditos conocimientos nos capacitan para discernir la sombra de Satán.
—¿Y la ausencia de fray Canciano? Sabéis que no soy dado a sacar conclusiones de una única versión y suelo escuchar a las distintas partes, pero ¿cómo se puede escuchar la versión del acusado cuando éste no está? Todavía no me explico cómo pudo llegar antes el enviado del Obispo, que venía en carreta y con un séquito, que un hombre solo que se puede mover con más soltura y rapidez.
—Le habrá ocurrido algún percance en el camino —respondió el Abad, aunque sin mucha convicción. —Lo que espero es que su desaparición no esté relacionada con la de los chicos. Eso sí nos puede traer complicaciones y que Dios nos ayude entonces.
El Abad miró hacia arriba y tras pedir la ayuda divina se santiguó. Fray Ramiro lo imitó y ambos guardaron unos momentos de silencio. Fray Gerardo de Peña continuó conversando con el maestro de los chicos.
—Sí Gonzalo y Diego ya están maduros, creo que los voy a enviar de vuelta con sus familias —dijo el Abad. —A Tedesio tendremos que tenerlo un tiempo más, puesto que lleva poco aquí. Matías puede quedarse mientras Tedesio acaba sus enseñanzas. Siempre es útil alguien que arregle los establos y ayude en las tareas cotidianas. Cuando Tedesio esté preparado, volverá con su señor y entonces Matías podrá elegir entre quedarse o marcharse. En caso que decida marcharse, le haré una carta de recomendación para alguna orden mendicante.
—¿Sustituiréis a Gonzalo y Diego? —preguntó fray Ramiro.
—No. No voy a traer más chicos al monasterio. Lo siento por ti porque sé que te gusta tener pupilos a los que enseñar pero, de momento, no quiero más alumnos. Necesitamos que el monasterio recupere su rutina habitual, sin sobresaltos ni interferencias.
—A fray Canciano también deberíais mandarlo lejos pues también perturba la paz de este santo lugar —dijo fray Ramiro con malicia.
—Eso es más peliagudo. Aunque tenemos diferencias de criterio, Fray Canciano está aquí por propia voluntad y no estaría bien expulsarlo. No es de buen cristiano dejar en la calle a un hermano de la fe.

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Salieron al exterior, por el mismo camino que los había conducido al mágico mundo de las entrañas de la tierra. Asomaron la cabeza con precaución para no encontrarse con ninguna mirada inoportuna. Cuando comprobaron que no los observaban salieron del pozo, chorreando agua de sus empapadas vestiduras.
Pronto se dieron cuenta de un húmedo rastro que partía del pozo hacía el interior del monasterio. Su predecesor había salido por el mismo sitio que ellos y, sin esperar a secarse, se había dirigido al interior del monasterio. A pesar de ser ya primavera, el tiempo era lo sufi cientemente frío para que el rastro mojado aguatase un rato más, de todas maneras no había tiempo que perder y había que aprovechar para localizar a su adversario.
Habían tenido la precaución de proteger sus botas del agua y, una vez con los pies secos y calzados, corrieron siguiendo el rastro. Bajo los arcos del claustro estaban amontonadas las ropas mojadas de un fraile formando un charco y desde ahí el húmedo rastro se iba perdiendo paulatinamente.
—Maldita sea —maldijo Tedesio en un arranque de furia— ¿Dónde habrá ido?
—Y lo peor es que no sabemos quién es —intervino Gonzalo.
—No lo sabemos —le replicó Tedesio— pero lo podemos averiguar. Si nosotros tenemos señales del combate, él también las tendrá.
—Podemos seguir su rastro por el olor. Nuestras formas animales nos mejoran el olfato —dijo Diego.
—Pero estamos demasiado cansados —protestó Gonzalo con voz débil—. Si nos transformamos ahora no nos quedaran fuerzas para cuando lo encontremos y tengamos que volver a luchar con él.
—¿Nuestras formas animales? Diego, tú decías que eras más útil a dos patas que a cuatro ¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
—En combate, Tedesio, me refería en el combate. Hay que buscar la utilidad en cada momento. Vosotros reservaros para el próximo combate, que llegará. Yo rastrearé a nuestro adversario.
—O sea que tú también...
Pero antes que su amigo acabará la frase, Diego ya canturreaba el hechizo de transformación.
Los chicos miraban con curiosidad la transformación de Diego, pues no podían imaginarse en qué animal se convertiría. Sus ojos se redujeron y en su ahora alargado rostro se mostraba una extraña sonrisa, a medio camino entre amenazadora y burlesca , sus colmillos se alargaron hasta salir de la propia boca. Sus ropas se fueron haciendo rígidas y adoptando unos tonos grises, que se fueron oscureciendo al poblarse de gruesos pelos por doquier. Sus manos y pies se transformaron en pezuñas duras, que sostenían perfectamente el cuerpo del magnífi co jabalí en que se había convertido Diego.
Haciendo caso omiso a las felicitaciones de sus amigos, Diego olfateó el aire y tras encontrar el distintivo olor, eligió el camino y, seguido por sus compañeros, emprendió la búsqueda
del monje-león.
A pesar de sus cortas patas de jabalí, Diego se movía con rapidez por los pasillos del monasterio, deteniéndose solamente cuando encontraba alguna puerta cerrada, que sus amigos se apresuraban en abrirle. El rastreo fue fácil, hasta que llegaron a uno de los pasillos principales por donde, habitualmente, pasaban muchos monjes creando un confuso mosaico de olores. Diego dudaba, pues el olor que seguía estaba camuflado entre otros tantos y él no tenía el dominio suficiente de su fino olfato para distinguirlo.
—Si mi barriga no me engaña, está comiendo en el refrectorio —sentenció Gonzalo para sorpresa de sus amigos.
—Te puedes equivocar en algunas cosas, pero estoy seguro que eres infalible en cuestión de deglutir —dijo Tedesio con tono burlesco.
—Por supuesto que no me equivoco —contestó el orondo chico, que no había captado la broma por las rebuscadas palabras utilizadas por su amigo. —En los dormitorios no lo hemos encontrado y este pasillo nos lleva al calefactorio y al refrectorio. Entre un lugar para calentarme y un lugar para comer yo hubiera elegido el comedor.
Matías y Tedesio reprocharon a Gonzalo su glotonería y que siempre pensara con el estomago, pero Diego debió aprobar la teoría de su amigo, pues tomó el camino del refrectorio. Los otros chicos cesaron su discusión y corrieron tras del jabalí. Estaban dispuestos a abrir la puerta para entrar, cuando les llegó el sonido, amortiguado por la puerta, de una acalorada discusión que se estaba produciendo en el interior de la estancia.

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Fray Vedasto se despertó ligeramente sobresaltado. La paz y tranquilidad de aquel monasterio, le habían hecho caer en un duermevela, que iba camino de ser un sueño profundo si no lo hubieran interrumpido. Con la certeza que era su escribano el que había llamado para avisarle de la hora de la comida, dio su permiso para que entrara. El escribano entró apresuradamente y con una sonrisa radiante le dijo a su señor:
—Señor, he tenido una idea.
—¿Ya es la hora de comer? Saca del baúl un mantón, parece que ha refrescado.
—No. Todavía no es la hora, pero he pensado que...— no llegó a terminar la frase al verse interrumpido por un molesto fray Vedasto.
—¿Me despiertas para decirme que has pensado? Tu no tienes que pensar, para eso estoy yo. Tu eres escribano, no filósofo, así que escribe lo que yo te diga y no te dediques a pensar bellaquerías. Dame el mantón. ¡Pero qué frío hace en este monasterio!
Murmurando improperios ignoró a su ayudante y se dirigió al refrectorio donde habían colocado un asiento extra para el representante del Obispo.

Llegó con tiempo suficiente para ver cómo los otros comensales ocupaban sus lugares, fray Vedasto observaba la llegada de todos y cada uno de los monjes que habitaban aquella abadía. A algunos ya los conocía y el resto simplemente carecían de interés para él. De hecho tenía que esforzarse para que algo de aquél lugar le interesara.
La lectura de aquel día estaba a cargo de uno de los copistas, fray Ignacio. El enviado del Obispo intentaba centrar su atención en las palabras del copista, pero no fue más allá de un intento pues la lectura era demasiado técnica para él y le aburría. Nuevas formas caligráfi cas que permitían mayor cantidad de palabras en el pergamino al ser las letras más estrechas. Su mente pronto se desvió a las conclusiones que intentaba sacar su escribano.
—Intenta ver el misterio en cada sombra y en cada susurro del viento —pensaba el fraile. —Un chico cae de lo alto de un campanario y queremos creer que tiene que haber un maligno ser que vilmente lo ha empujado. Si por él fuera, tendría que subir al monte a ver los despojos del campesino que se comieron los lobos. Creo que lo voy a enviar a buscar al campesino, así me dejará tranquilo un buen rato.
Una sonrisa sarcástica acompañaba este pensamiento y al levantar su mirada ésta se cruzó, casualmente, con la de la imagen del Cristo crucificado que presidía el refrectorio.
—Señor, perdona mis maliciosos pensamientos, pero es que es muy pesado. No lo haré, pues es capaz de inventarse, que los lobos son los siervos de Satanás que éste ha enviado para sembrar el terror en los montes. O quizás alguna otra historia cargada de misterio que justifi que lo que ya está justifi cado de forma sencilla. Sus ansías de ascender me hacen desconfiar de él. No se da cuenta que cada cual somos lo que somos y eso no se puede cambiar. Él es un escribano y es a lo máximo que puede aspirar, pues solamente Dios otorga la noble procedencia que nos capacita para ocupar lugares de relevancia.
Buscó con la mirada a fray Luis, el miniaturista que le había descrito el encuentro con el Abanto. Éste observaba atento las explicaciones de fray Ignacio, tan atento que en ocasiones
parecía que su mente estaba más allá del púlpito, donde el monje de turno amenizaba la comida. Fray Vedasto se reafi rmaba en sus pensamientos con cierta sonrisa burlona en su rostro.
—Ese monje nunca llegará a nada mientras su juvenil imaginación le impida ver la realidad. Mientras no pueda separar una cosa de otra , siempre será un copista. De hecho debe vivir la
realidad, la imaginación solamente es para ilusionar a los aldeanos con cuentos y leyendas, que les permita llevar con alegría la penitencia por sus pecados. Debo reconocer que su historia del Abanto es muy entretenida para contarla en la plaza del pueblo y así encandilar a los ignorantes campesinos temerosos de Dios. Cosas como estas indican que dentro de la madre iglesia, cada uno también tenemos nuestro lugar y este monje, por ejemplo, carece de la clase y el porte necesario para estar cerca de obispos, reyes y otras gentes de bien. Me lo imagino contando al Obispo sus disparatadas historias como un vulgar bufón.
Estando sumido en sus pensamientos apareció un monje de especial interés para él. En su opinión el causante de aquel embrollo.
Embozado en su cogulla sucia y desgarrada, fray Canciano había hecho acto de presencia en el refrectorio. Caminaba con dificultad, dando un aspecto de extremo cansancio. Se dejó caer en su asiento y poco a poco el resto de asistentes se fue apercibiendo de su presencia.
Un murmullo generalizado fue aumentando de tono entre los presentes, que hacían caso omiso de la lectura de fray Ignacio. Fray Vedasto intentaba escuchar alguna de las conversaciones entre los monjes más próximos, pero no conseguía distinguir más allá de algunas palabras sueltas.
Llegó el Abad y comenzó la comida. El murmullo general fue subiendo de tono y fray Canciano, al sentirse centro de las murmuraciones se fue poniendo cada vez más nervioso e inquieto.
El monje no aguantó la presión y tras levantarse gritó a los presentes desde debajo de su capucha.
—Basta. Cesad el ruido o juro por Dios que os despellejaré aquí mismo.
El murmullo cesó en el acto y los presentes le miraron con gestos de incredulidad. Fray Ramiro se dirigió al recién llegado.
—Fray Canciano, comportaos. Vuestra actitud falta al respeto de nuestro señor Abad así como a todos los presentes. Este es un lugar de recogimiento donde vuestra actitud violenta no tiene cabida. Se os ve fatigado y es mejor que os retiréis a descansar.
Fray Ramón, al que no le habían intimidado las amenazantes
palabras de fray Canciano, dijo, mientras señalaba con el dedo
—Sí mejor retiraos a descansar, pues mañana tendréis que dar muchas explicaciones sobre vuestra ignominiosa actitud. No nos asustan vuestras amenazas, pues solamente sois un cobarde que ha ido a contarle al Obispo mentiras y falsas acusaciones.
Fray Canciano se retiró la capucha, dejando visibles sus numerosas heridas y moratones que poblaban su rostro. Con una repentina tranquilidad bebió, a grandes sorbos, el contenido de
su copa.
—¿Respeto? ¿Explicaciones? ¿Cobarde? ¿Mentiras? Vuestras palabras están cargadas de odio y rencor hacia mí. Vosotros sois los que os habéis apartado del camino. Os avisé que Dios impartiría su divina justicia sobre los muros de este impío monasterio, pero habéis hecho caso omiso de mis advertencias. Incluso avisé al Obispo para que tomara cartas en el asunto, pero anda demasiado ocupado, con lo cual tendré que ser yo mismo el brazo ejecutor que acabe con este lugar.
Fray Vedasto se había acomodado en su asiento y observaba divertido la situación. Aquello se ponía interesante, pero las últimas palabras de aquel irrespetuoso monje le habían molestado. Se levantó para imponer su autoridad, pero en aquel mismo instante el monje, tras realizar un cántico se transformó en un furioso león que atacó a los presentes.
El primero en recibir el ataque, sin darle tiempo a reaccionar, fue fray Ramón que quedó tendido en su sitio en un charco de sangre. Con dos rápidos zarpazos acabó con los monjes sentados a su lado.
El pánico se apoderó del lugar y los monjes intentaban refugiarse donde podían. Los que se enfrentaron al león cayeron bajo sus poderosas fauces y otros que pretendían huir eran cazados antes de llegar a la puerta.

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En vista que fray Vedasto no le hacía caso, el escribano decidió actuar por cuenta propia. Si el clérigo no quería hacer su trabajo, lo haría él.
Quedaba una muerte por investigar, la del pastor y él se había impuesto la obligación de aclararlo. Según el abad y los frailes del monasterio, habían sido los lobos los causantes de su muerte, pero algo le decía que no habían sido simples lobos. Ese algo no era una corazonada ni un presentimiento, era el deseo de contradecir a fray Vedasto y demostrarle que su actitud era incorrecta.
El escribano salió al exterior del monasterio y desde allí contempló las majestuosas montañas. Acostumbrado al bullicio urbano, los suaves sonidos propios del campo le parecían un tranquilizador arrullo. Prestó atención para diferenciar los distintos sonidos y lo primero que detectó era el viento que lo zarandeaba ligeramente.
Se imaginó al mismo viento galopando a su antojo por aquellos lares, deslizándose entre los desfi laderos y subiendo por las laderas. Ese pensamiento le hizo darse cuenta de la cantidad
de terreno que tenía que abarcar y eso sin saber dónde ir o por donde comenzar. Necesitaba ayuda para cubrir tanta extensión.
Paseó la mirada por el lugar y vio a los lanceros que les habían escoltado durante el viaje. Permanecían ociosos en espera de órdenes, órdenes que él les iba a proporcionar. Se dirigió al campamento que habían montado en las proximidades donde encontró a Don Leandro de Guijarros, capitán de la escolta de laceros, en manos del barbero.
El escribano siempre había dicho que los soldados le imponían un profundo respeto, pero eso era un eufemismo, lo que en realidad le producían era temor. Temía a esos hombres que consideraba violentos, acostumbrados al combate y la destrucción, y que aprovechaban la menor ocasión para hacer gala de ello. Según él, era tal su violencia que cuando pasaban mucho tiempo sin combatir, terminaban peleándose entre ellos.
—¡Don Leandro! Disculpe Capitán ¿Tiene un momento? —dijo el escribano con suavidad.
—¿Qué diablos quieres, escribano? ¿No ves que estoy ocupado?
—El señor fray Vedasto quiere que yo suba al monte a investigar la muerte de un muchacho. Quiere que me acompañen algunos de sus hombres —mintió el escribano.
Don Leandro miró al escribano con desconfianza, ya que aquella petición era inusual, pero, por otro lado, podía ser una motivación para los soldados que empezaban a aburrirse.
—Lo... lobos. —tartamudeó el escribano, nervioso ante la inquisitiva mirada del noble. —Dicen que en esta época los lobos vagan hambrientos por los montes.
—Si por mí fuera dejaría que los lobos te hincaran el diente, pero si fray Vedasto cree que vales para algo, pues habrá que acompañarte, además con lo escuchimizado que estás, ibas a dejar a los animalitos con hambre —se burló del escribano al que un sudor nervioso le corría por la frente.
Don Leandro encargó a cuatro de sus hombres que acompañaran al ayudante de fray Vedasto y se aseguraran que volvía de una pieza. Tomaron un sendero que se dirigía a las montañas y al rato de haber partido, cuando ya dejaban atrás los prados, oyeron un trueno a sus espaldas, que, por el ruido, tenía que ser cercano. Se giraron y comprobaron que una gran cantidad de nubarrones negros se habían agrupado encima del monasterio y sus alrededores.
El noble no terminaba de fi arse de lo que le había dicho el escribano y se disponía a preguntárselo personalmente a fray Vedasto. Aunque era una pregunta rutinaria, él era un hombre muy respetuoso con Dios y no entraría en un lugar sagrado vestido de cualquier manera. Ordenó que le limpiaran las botas mientras él se vestía los calzones más limpios que tenía, luego se ajustó la elegante cota de cuero adornada con filigranas de oro. Se colocó las botas y una vez calzado y con la capa cayendo desde sus anchos hombros, se puso la espada al cinto y se dirigió al monasterio.

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Plantados ante la puerta del refrectorio, los chicos no se decidían a entrar, pues la acalorada discusión del interior les hacía pensárselo dos veces. En estas estaban cuando por el pasillo apareció un monje rezagado, era fray Bonaventura, que se había retrasado por ...
—¡Vaya escándalo! ¿Qué ocurre ahí dentro? —dijo, sorprendido, el joven fraile. —¿Qué hace ese bicho ahí? —preguntó, refiriéndose a Diego que conservaba su forma de jabalí.
Los chicos se giraron sobresaltados al oír la voz del monje.
—Matías, anda saca ese animal de aquí antes que os vea alguien y tengáis problemas. No está el ambiente para travesuras.
—Disculpe fray Bonaventura, se nos escapó y se metió corriendo en el monasterio, pero ya lo sacamos fuera —dijo Tedesio con rapidez.
—Matías sácalo tú, el resto a comer, si no es demasiado tarde, claro.
La discusión del interior del refrectorio había subido de tono y ahora se oían gritos, aunque el espesor de la puerta no permitía adivinar lo que decían. Tanto fray Bonaventura como los chicos quisieron aprovechar la discusión para deslizarse discretamente y ocupar sus puestos sin que el resto de monjes se diese cuenta, pero al abrir la puerta se encontraron con una escena que los sobrecogió.
Un fiero león estaba atacando a los monjes que, presas del pánico, corrían a refugiarse donde podían. Algunos yacían en el suelo con graves heridas mientras otros se arrastraban entre charcos de sangre.
Los dos chicos se abalanzaron hacia el interior, dispuestos a enfrentarse a su enemigo, pero se encontraron con los brazos del fraile, que los empujaba hacia fuera mientras les gritaba que se alejasen. Éstos seguían con intención de entrar y forcejearon con el fraile, hasta que una avalancha de frailes asustados, encabezados por fray Vedasto, que estaba más cerca de la puerta, embistió hacía ellos arrollándolos.
Cuando el león se dio cuenta de que los monjes huían por la puerta, se dirigió hacia ella y su furia se convirtió en un frenesí incontrolable cuando vio a los dos chicos tendidos en el suelo. Aquellos mocosos, que habían osado interponerse en sus asuntos, estaban a su alcance y sin un ejército de bárbaros que los protegieran. Eliminaría la molestia defi nitivamente. Un monje se interpuso en el camino y fray Canciano, con su poderoso cuerpo leonino, no se molestó ni en atacarlo, simplemente lo arrolló, empujándolo contra los bancos laterales. Pero los muchachos habían aprendido y sabían que si combatían cuerpo a cuerpo tendrían pocas posibilidades.
—Separaos. Moveos cada uno a un lugar distinto—dijo Tedesio.
Y así lo hicieron, consiguiendo que el malvado monje dudara sobre a quién perseguir. Pero se decidió rápido y eligió al gordito, que en su osezna forma le parecía más peligroso y en su actual forma humana era más lento. Consiguió acorralarlo pero, desconociendo que Gonzalo estaba demasiado cansado y no podía transformarse, se frenó tomando precauciones ante la
gran fuerza del oso. El chico había perdido el miedo al león y buscaba en su mente alguna estratagema que lo salvara de tan delicada situación. Cogió una gran bola de manteca y amenazó con ella, mientras murmuraba una letanía entre dientes. El monje lamentó que su forma de león le impedía reír ante lo ridículo que se le antojaba la amenaza con una bola de manteca.
Tedesio pensó que su amigo había perdido el juicio y le gritó una advertencia.
—¡Gonzalo, insensato! ¿Qué pretendes hacerle con una bola de manteca?
Gonzalo lanzó la bola y el hechizo de calor que estaba recitando hizo que ésta se convirtiese en una humeante bola de fuego. La gran envergadura y la cercanía hicieron imposible que el león esquivase el ígneo proyectil que prendió su melena. Esto asustó a fray Canciano que comenzó a rodar sobre sí mismo para poder apagar el fuego. Gonzalo aprovechó la confusión para esconderse detrás de una de las mesas que, apoyada en la pared, le servía de parapeto. Tedesio, rápido de refl ejos, también buscó refugio.

Presas del pánico, los monjes corrían por los pasillos del monasterio en busca de la salida y eso les impidió darse cuenta que un jabalí se abría paso en dirección contraria a ellos, es decir hacia el refrectorio. Diego buscó con la mirada a su compañero, Matías, pero éste había sido cogido por uno de los primeros monjes, que lo llevaba en volandas rumbo al exterior del edificio.
Llegó al comedor a tiempo de ver como su rival rodaba por el suelo apagando así las llamas de su chamuscada melena. No veía a sus compañeros e, imaginando lo peor, se dispuso a luchar con el fraile transformado en león.
Fray Canciano respiró aliviado pues el daño había sido mínimo, pero el fuego lo había asustado. Buscó con la mirada a los chicos, pues tenía el olfato inutilizado por el olor a pelo chamuscado. No los encontró pero sí observó cómo en la entrada había un jabalí que, mostrándole los agudos colmillos, lo desafiaba. Ese debía ser otro de aquellos malditos niños y, aunque no sabía cuál de ellos, no le importaba demasiado, todos iban a morir.
Se dispuso a atacar al jabalí cuando algo ocurrió. Algo capaz de hacer al fraile pensárselo dos veces. El jabalí se había erguido sobre sus patas traseras y, manteniendo esa posición, estaba revirtiendo a su forma humana, aunque no llegó a completar la reversión pues el proceso se detuvo a medio camino, dejando al muchacho transformado en un hombre-jabalí, con el cuerpo humano recubierto con gruesos pelos y con la cabeza, las piernas, incluidos los pies, del paquidermo. Sin embargo las manos permanecían humanas, aunque quizás un poco ganchudas y con afi ladas garras y lo que resultaba más desconcertante eran los humanos ojos, cargados de inteligencia que destacaban incluso por encima de los amenazadores colmillos.
Efectivamente, fray Canciano se lo pensó dos veces y dedujo que él era más fuerte y su rival no era más que un pobre chico que se había dejado poseer por un horrible demonio. Lo destruiría, así lo libraría de la posesión infernal y luego ya decidiría San Pedro si el chico era digno de entrar en cielo o no.
El león saltó hacia su víctima buscando el cuello y, a pesar que este ataque fue más preciso que los anteriores, se encontró con los fuertes brazos del hombre-jabalí que lo atrapó en el aire, sujetándole las zarpas y manteniendo alejado el mortífero mordisco. Lo que Diego no supo calcular fue la potencia que puede desarrollar un león enloquecido por las paranoias de un perturbado monje.
Sin soltar las zarpas del león, cayó hacia atrás por el impulso del ataque, arrastrando consigo al felino. Ambos combatientes rodaron, favorecidos por los giros que Diego obligaba a dar a su contrincante, por el suelo en un intento de desorientarlo.
Fray Canciano había perdido la razón y se limitaba a lanzar dentelladas sobre Diego, el cual cada vez las notaba más cerca al ir debilitándose la presa. Liberó al león que, aprovechó la ocasión para morderle el cuello con saña, pero se encontró con los afilados colmillos del jabalí que le perforaron la mandíbula, atrapándolo en algo parecido a un sangriento beso.
Dejándose guiar por su instinto felino, el monje uso sus cuatro patas para empujar con fuerza al hombre-jabalí y alejarlo de él. Diego notó una gran presión sobre su cuerpo para luego verse lanzado hacia atrás. A pesar de tener atrapada la mandíbula de su adversario, la fuerza del empujón hizo que se liberara, aunque el afilado colmillo produjo un gran corte en ella. La dura y resistente piel de jabalí, aguantó las grandes garras del león impidiendo su perforación, pero no pudo evitar el duro golpe que Diego se dio contra la pared de piedra, quedando inconsciente en el suelo.
—Malditos chicos —pensó fray Canciano —dónde se habrán metido los otros. Ya he liquidado a uno, los dos de antes han huido, pero todavía me queda un cuarto.
Se relamió la sangre que le caía por la mandíbula y eso le hizo darse cuenta del lamentable estado en que lo había dejado la pelea. No le quedaban muchas fuerzas y pronto tendría que
abandonar su poderosa forma de león. Se dirigió todo lo aprisa que pudo hacia el exterior del monasterio, para acabar con aquellos miserables que se habían abandonado a prácticas heréticas, alejados de la verdadera fe. Limpiaría aquel lugar de malas artes.


Sigue en: 15 - Camino a su destino

Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973

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