sábado, 10 de noviembre de 2018

Un relato de magia ancestral - 13 - Choque de fuerzas

Amante de armas y armaduras, Diego se fijó en el equipamiento romano. La mayoría estaba en malas condiciones producto de incontables batallas: remendadas cotas de malla, en las que todavía se apreciaba algún agujero, escudos descoloridos con los bordes astillados, puntas de lanza enderezadas mil veces que habían adoptado cualquier forma lejos de la rectitud y abollados cascos que pese a todo no habían perdido todo el brillo del bronce bruñido. Sus ropas no estaban en mejor estado, rotas, remendadas, descosidas y vueltas a remendar, algunos incluso tenían los pies desnudos de cualquier calzado.
Ambos ejércitos se estudiaron, como cada vez que se habían enfrentado a lo largo de los años. La coordinación y experiencia en combate de los romanos debería ser sufi ciente para acabar con aquel puñado de bárbaros, pero la poderosa magia de éstos los convertía en grandes guerreros, aunque no invencibles. No sabían cuántos años llevaban combatiendo por aquel pantanoso territorio, pero desde luego eran muchos, tantos como para perder la noción del tiempo. Entre ambos bandos se habían sucedido grandes batallas, con gran cantidad de bajas por ambas partes, pero lo habitual eran las múltiples escaramuzas, como un juego del gato y el ratón. El tiempo había corrompido sus cuerpos pero, la magia que los había encerrado en aquel lugar, también los había hecho prisioneros de sus propios cuerpos espectrales a los que la muerte esquivaba.
Mantuvieron las posiciones en una inaguantable espera en la que nadie se decidía a dar el primer paso. Los muchachos querían rentabilizar al máximo la duración de sus hechizos y por eso aguantaban impacientes la tensa espera. Aunque no lo apreciaran, la batalla había comenzado con intentos de amedrentar la mente del contrario.
Los bárbaros entonaron al unísono, un repetitivo cántico que invocaba al gran terror que haria temblar a sus rivales. Invisible pero tremendamente efectivo, el cántico se desplazaba hasta el rival atemorizándolo. Pero los años de enfrentamientoshabia vuelto a los romanos inmunes al temor. No se podía asustar a un espectro.
A pesar que la efectividad del colectivo hechizo de terror
había disminuido con el paso del tiempo, era como gritar ¡al ataque!, y acto seguido los que estaban provistos de arcos dispararon sus flechas que, al alcanzar su máxima altura se convertían en bolas de fuego que caían sobre sus rivales. Pero para esto también tenían la distancia medida y únicamente la primera fila de guerreros romanos tuvo que protegerse con sus escudos de las fl echas ígneas que quedaron clavadas en ellos.
—Lo tienen todo calculado —dijo Gonzalo— Va a ser difícil.
—Grrr —gruñó Tedesio que se había dejado dominar por la impaciencia y ya se había transformado en lince, listo para saltar sobre sus adversarios.
—Tedesio, te has adelantado —le reprendieron.
—Grrr —volvió a gruñir, con los pelos del lomo erizados.
—Creo que el fi nísimo oído de Tedesio ha detectado algo —dijo Matías y entonó el hechizo que, sin llegar a transformarlo, le daría la vista penetrante del quebrantahuesos. —Es un ingenio de guerra, tienen una ballesta gigante escondida tras los árboles.
—Por eso se mantienen a distancia —dedujo Diego, que acto seguido empezó a impartir órdenes a sus amigos. —Matías, la ballista es para tí. Gonzalo, Tedesio, ¡al ataque!, hay que hacer que nuestros aliados se muevan. Si se quedan son presa fácil de los proyectiles —y desenvainando la daga corrió hacía sus enemigos que los esperaban en posición defensiva.
Gonzalo, que esperaba ansioso la orden, se transformó con rapidez en un potente oso y corrió tras Tedesio. Diego corría también a la vez que entonaba un hechizo que alargaba su pequeña daga convirtiéndola en una brillante espada. Matías que ya había completado su transformación en quebrantahuesos, recogió con sus garras un par de piedras talladas para la ocasión y sobrevolando lo árboles se dirigió hacia la catapulta. El resto de bárbaros, contagiados por el entusiasmo de los chicos, corrieron tras ellos a enfrentarse a sus eternos enemigos.
La carga de los íberos cogió por sorpresa a los romanos que tuvieron que actuar de inmediato. La ballista disparó un gran peñasco que impactó en los más rezagados, dejando a un par de ellos fuera de combate. Los romanos, con una maniobra ensayada, arrojaron sus pesadas lanzas, pero el lamentable estado de éstas, hizo que muchas errasen el blanco. Al no poseer una segunda lanza se prepararon para la carga con sus escudos tapando los huecos y la espada preparada.
Llegaron al cuerpo a cuerpo y los bárbaros chocaron contra
el muro de escudos que habían formado los espectros romanos.
Algunas flechas clavadas en ellos todavía ardían dificultando la visión y obligándolos a contraatacar a ciegas. Los contendientes se conocían demasiado bien y, a pesar de los años, no habían variado sus tácticas. El combate volvía a equilibrarse, o quizás no.
La balanza se inclinaba para el lado romano que pese a su maltrecho equipo, poseían una destructiva máquina de guerra, que hacía mucho daño entre los bárbaros. Éstos no comprendían cómo de repente sus viejos enemigos poseían tan mortal ingenio y eso empezaba a desasosegarlos, minando su moral.
Los dos soldados encargados de la ballista la habían recargado y a una indicación del monje, que era el encargado de apuntar al objetivo, ésta volvió a disparar antes que llegará Matías. El proyectil impactó en las fi las íberas derribando a un pequeño grupo que se había reunido para protegerse mutuamente. El chico, transformado en quebrantahuesos, plegó ligeramente sus alas, otorgándole mayor velocidad a su vuelo y cuando calculó la distancia correcta, lanzó las piedras que había recogido. Éstas impactaron certeramente en los ballesteros que cayeron al suelo, incapaces de volver a levantarse. Matías se alejó en busca de más munición.
En el corazón de la batalla, Tedesio y Gonzalo habían desarrollado su propia técnica. Mientras el lince saltaba sobre los romanos para distraer su atención, el gran oso embestía con todas sus fuerzas derribándolos como si se tratasen de frágiles muñecos. Todo iba bien, hasta que un soldado interceptó la trayectoria del salto de Tedesio que quedó aferrado con sus afi ladas uñas al escudo. El romano sacudió con energía en un vano intento de deshacerse del chico que no soltaba el escudo, hasta que las maltrechas cinchas cedieron saliendo despedidos ambos, lince y escudo, lejos del lugar. Se había deshecho del molesto lince pero ahora, sin la protección que le ofrecía el escudo, quedaba a merced de un furioso oso que, plantado sobre sus patas traseras, le golpeó dejándolo en el suelo.
Diego se lucía repartiendo mandobles con su brillante espada. Su arma además de causar gran estruendo con cada golpe, dañaba profundamente los escudos rivales, dejándolos prácticamente inservibles. Luego aprovechaba su livianidad para girar y desviar el ataque de las cortas pero mortíferas espadas romanas. La espada mágica de Diego hacía mucho daño en los escudos de madera, sin embargo le costaba algo más traspasar las metálicas cotas de malla. Por suerte el lamentable estado de éstas hacía que no ofreciesen toda la protección necesaria ante el ataque del muchacho.
La ballista había decantado la batalla a favor del Ejercito de las Tinieblas, pero la actuación de los chicos contrarrestaba esta ventaja. Ahora con la ballista inutilizada el Ejercito de la Penumbra aumentaba sus posibilidades de victoria. Todo parecía salirles bien, hasta que toparon con retos más difíciles que los encontrados hasta el momento.
Tras deshacerse de un enemigo, Diego se encontró frente a un enorme romano que le duplicaba tanto en altura como en anchura. Su fi ero rostro, semioculto dentro del casco, ya aterrorizaba a sus rivales antes incluso que el tiempo lo convirtiera en un espectro. Su musculatura era digna de la más perfecta escultura griega y su habilidad en combate equivalente a la del mejor gladiador. El muchacho se asustó, el ardor guerrero estaba dando paso al cansancio y era evidente que aquel monstruo le superaba.
Diego vigilaba la mortífera espada de su rival para desviar el ataque con la suya propia, una técnica que le había funcionado bien, hasta ahora. El romano, inesperadamente, le atacó con el escudo. Sabía que así no podría herir al muchacho, pero su objetivo era aturdirlo y lo consiguió. Aprovecho su envergadura superior para golpear con el escudo y Diego, pese a estar preparado, no se imaginaba este inusual ataque. Pudo interponer su brillante espada, pero esto no fue sufi ciente y recibió un duro impacto que lo arrojó al suelo. Solamente quedaba rematarlo, y así hubiera sido si un rapidísimo Tedesio no hubiera desviado la estocada con una dentellada en el brazo ejecutor. Ignorando el contratiempo, el guerrero volvió a su plan original, pero el centelleante ataque del lince dio tiempo para que Gonzalo, con su poderosa forma de oso, lo abrazara en un intento de romperle los huesos. La enorme fuerza, que su forma animal le concedía, no parecía ser sufi ciente para doblegar la hinchada musculatura de su rival, aunque lo mantenía inmovilizado. Tedesio excitado por la violencia de la batalla, lanzó un certero zarpazo a la cara del romano que le desencajó la espectral mandíbula, haciendo que afl ojase sus tensos músculos y, precedido de un desagradable crujido de viejos huesos rotos, se desplomó entre los brazos de Gonzalo.
Diego se levantó del suelo, ya no estaba aturdido, aunque continuaba atemorizado por el salvaje ataque del monstruoso romano. Gonzalo también quedó sobrecogido por los terribles efectos de su propia fuerza. Tedesio, con la respiración agitada, contemplaba la horrible mueca de su víctima que todavía hacía más inhumana su espectral cara. Un graznido diluyó los particulares demonios de cada uno y los devolvió a la realidad. Un graznido que los avisaba que su verdadero enemigo aprovechaba sus momentos de debilidad para atacar por sorpresa.


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Fray Vedasto comenzó la visita al monasterio dando un paseo por los alrededores para familiarizarse con el entorno. El escribano andaba a unos pocos pasos por detrás, cosa que inquietaba al fraile. Se acercó al campamento de la guardia para comprobar si estaban instalados.
—Don Leandro, tendremos que pasar en este lugar tres o cuatro días.
—De acuerdo, haremos rondas por los alrededores.
—Discreción, Don Leandro, quiero discreción...
Fray Vedasto se dirigió al escribano que había sacado un pequeño trozo de carbón y realizaba anotaciones en un grueso pergamino.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
—Tomo notas.
El fraile, molesto, recriminó al escribano.
—No tienes que anotar todos mis pasos. Solamente lo importante.
El escribano asintió y guardó los útiles de escritura.
Fray Vedasto se despidió de su escolta y se dirigió a la ladera del barranco por donde había caído el primer muchacho. Desde su posición podía ver el lugar de la caída y el campanario.
—¿Alguna conclusión? —preguntó el escribano, cuya actitud ponía nervioso al fraile.
—¿Quieres ayudarme?
—Por supuesto, para eso estoy aquí.
—Sube a lo alto y dime como se ve todo.
El enviado del obispo buscó con la mirada el lugar donde había caído Eusebio en el fondo del barranco, mientras esperaba que su ayudante llegara a lo alto del campanario. Al cabo de un rato la cabeza del escribano asomaba en lo alto del campanario.
—Ya... ya he subido. Me marean las alturas —dijo con voz temblorosa.
—¿Qué ves desde ahí? —le preguntó fray Vedasto.
—Las montañas.
—¿Ves el barranco?
—No. Tendría que subirme a la cornisa para poder mirar por encima de ella. ¿Puedo bajar ya?.
El fraile le dio permiso para descender, cosa que su ayudante hizo con mayor celeridad que para subir.
El escribano, temblando por el miedo a las alturas, llegó al lado de fray Vedasto, que le esperaba con una media sonrisa cínica en su rostro.
—Vamos al scriptorium y una vez dentro del monasterio entrarás en calor —dijo el fraile, a sabiendas que el temblor de su ayudante no era por el frío.


En el scriptorium Fray Luis observaba absorto el lienzo, donde él mismo había plasmado los terribles acontecimientos recientes. Dándole más prioridad a su imaginación que a sus recuerdos, había dibujado un demoníaco pájaro que surgía entre infernales llamas, de una gran grieta en el claustro. Con sus monstruosas garras intentaba aplastar el monasterio, mientras unos chicos se escondían de su maligna mirada. De vez en cuando parecía salir de su ensimismamiento y aplicaba algún color determinado aquí o allá, raspaba y corregía algún trazo dándole más énfasis a la ilustración, que había pasado de ser algo más que una simple miniatura.
—¿Es una interpretación del demonio qué dicen que anda por estos lares? —preguntó fray Vedasto por encima del hombro del miniaturista.
—No es una interpretación, es una reproducción exacta.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Yo lo ví —aseguró fray Luis sin levantar la vista del lienzo.
—¿Eso fue lo que visteis?
—Más o menos —respondió el aludido, sin levantar la vista del lienzo.
—Yo diría que es una interpretación exagerada de lo que ocurrió. Eso parece el preludio de una hecatombe.
Fray Luis se giró ofendido y replicó a su interlocutor.
—Vos qué sabréis si no estuvisteis allí.
Cuando comprobó que el personaje situado a su espalda era el representante del obispo, suavizó el tono.
—Oh, disculpad mi insolencia. Últimamente estoy algo nervioso.
—Pues cuénteme lo que ocurrió y veremos si es una exageración o no.
Fray Luis y fray Vedasto, acompañados de su inseparable ayudante, se dirigieron a un rincón del scriptorium buscando algo más de privacidad. El escribano se puso cómodo para tomar notas de lo que el miniaturista les iba a relatar.
—Había discutido con Fray Alonso sobre la exactitud de mis imágenes. El cree que no le entiendo cuando me explica lo que he de dibujar, pero os aseguro que sí le entiendo. Pero él no entiende que la imagen ha de transmitir sensaciones y no ser meramente decorativa, por lo que hay que enfatizar los detalles, simular movimientos con poses determinadas y colorear con los tonos adecuados.

—Bien. Eso queda claro —le interrumpió fray Vedasto con tono aburrido.— ¿Dónde visteis al ser demoníaco?.
—En el claustro. El monstruo acechaba desde lo alto, en busca de su presa. Yo regresaba de ver a fray Alonso y en cuanto llegué tuve una extraña sensación que me puso en alerta. Salí con cuidado y cuando me vio se lanzó en picado intentando atraparme. Por suerte me di cuenta a tiempo y pude refugiarme bajo los arcos, para luego dar la alarma. Perdida la sorpresa y ante la llegada de más gente se vio obligado a regresar al infernal submundo de donde procedía.
Fray Vedasto se despidió del joven fraile y se marchó del scriptorium acompañado por su ayudante. Se dirigieron al claustro y una vez allí repasaron mentalmente la historia de fray Luis. El representante del obispo paseó la vista por todo el recinto, sonrió y se alejó mientras negaba con la cabeza y murmuraba una ligera risita.
—¿Ya tenéis una conclusión? —dijo el escribano. —Sí. Escribe que fray Luis es un exagerado que vive de fantasías. Esto es un vulgar claustro donde no hay ni demonios, ni puertas al infi erno. Con el frío que hace, no creo que haya demonio con ganas de andar por estos lares.
—Si viven entre las llamas del infierno, parece lógico que no les guste el frío —intentó razonar el otro.
No seas bobo, hombre. Era una forma de hablar. Hay demonios de todas clases, del fuego, del frío, del agua y de la oscuridad. Satanas es el Rey del infi erno, tiene una legión de demonios, diablos y mostruos que le sirven en sus malignos propósitos.
—Entonces, sí es posible que fuera un demonio.....
Fray Vedasto lanzó un sonoro bufido de exasperación y justo cuando se disponía a insultar a su ayudante, una nube, que en esos momentos ocultaba el sol, se desplazó dejando el camino
libre a los rayos del astro rey. Éstos iluminaron la gran cruz de piedra del campanario que proyectó su sombra sobre el claustro.
Fray Vedasto vio entonces la manera de zanjar el asunto.
—Como veo que no ves más allá de tu nariz, que es la distancia que necesitas para escribir, te lo explicaré sencillito para que no te quepa la menor duda en el melón ese que tienes por cabeza.
El fraile le indicó con la mano el lugar donde debía mirar, a la vez que iniciaba su explicación.
—Eso que ves ahí es la sombra de la cruz del campanario. La forma de la sombra parece la de un pájaro que esté sobrevolando el monasterio. Como la cruz está lejos, la sombra es grande, lo cual puede hacer suponer, a mentes ignorantes, que el pájaro es enorme. Cuando el sol se vuelve a ocultar tras las nubes, esta desaparece. Estamos en las montañas y a veces se oyen los gritos de algún pajarraco que puede parecer el dueño de esa sombra. Añádele la imaginación sufi ciente, de la cual no anda escaso el miniaturista ese, y tienes una fantástica historia que unos críos, con sus infantiles juegos, están dispuestos a corroborar. Fin del misterio.
—Me maravilla su inteligencia, mi señor.
—Y a mí tu ingenuidad. Voy a descansar un rato, avísame cuando vayamos a comer.
Cada uno sumido en sus pensamientos, se alejaron del claustro. Uno pensando si la ingenuidad era por el cuento del miniaturista o por el cuento de fray Vedasto y el otro regocijándose al haber encontrado una explicación convincente en tan poco tiempo.

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Esperar el momento adecuado. Tener paciencia. Sin precipitación. Acechar a la presa. Vigilar sus movimientos. Asegurar el golpe. Esas eran las claves de un buen cazador, y él se consideraba un buen cazador; el mejor. No iba a dejar escapar la oportunidad de acabar con su presa, aunque estas fueran varias.
Francamente había esperado más de aquella masa de músculos. Los días anteriores había estado debatiendo con Flavio Terencio Geno, Centurión al mando de aquel grupo de tropas auxiliares que ni siquiera eran auténticos legionarios. Su gran dominio del latín le había permitido comunicarse con Flavio que, hastiado de años de inútiles combates, había aceptado su consejo sobre algunas mejoras a la hora de la batalla. Por culpa de aquella magia les era imposible superar en combate a aquellos miserables bárbaros, pero éstos tampoco podían superar a las tropas romanas. Quizás sus mentes ancladas en el pasado o quizás la magia de aquel lugar, el caso es que no se preocupaban en cambiar sus estrategias. Tuvo que venir alguien ajeno a aquella guerra para introducir cambios que por fi n decantaran la balanza.
A pesar que conocían la ballista, ningún miembro de aquella maltrecha centuria era capaz de fabricar una. Él sí sabía cómo construirla, nunca lo había hecho, pero lo había visto alguna que otra vez. Escogió a dos hombres para que le ayudaran en la construcción del ingenio y en un breve espacio de tiempo estuvo preparado para la batalla. Se pensó en una nueva estrategia, pero la aparición de aquel pájaro de mal agüero precipitó las cosas. Flavio Terencio Geno decidió atacar antes que descubrieran sus nuevas intenciones.
Aquellos niñatos habían dejado fuera de combate su ballista y desbaratado sus planes... por última vez.
Adoptando la terrible forma de un poderoso león, el monje de oscuras intenciones se había acercado a los chicos, con sigilo, dando un rodeo y una vez que estuvo próximo a ellos, se agazapó esperando el resultado del enfrentamiento con el antiguo gladiador. Éste había sido derrotado, y ahora era su momento. Eligió su primera víctima y atacó.
El aviso de Matías fue sufi ciente para que Gonzalo se protegiese instintivamente del golpe del león y pasase a ser un ataque frontal en vez de por la espalda. Pero esta protección no fue sufi ciente y el poderoso zarpazo le produjo una profunda herida en el costado, además de empujarlo a gran distancia.
El monje buscó a su próxima víctima, y no tardó mucho en comprobar que estaba frente a él, empuñando su brillante espada y mirándole directamente a los ojos. Diego no se volvería a precipitar, esta vez calcularía mejor su estocada. El león, como ya hiciera la vez anterior, mostró sus amenazadores colmillos mientras rugía intentando atemorizar a su rival. Parecía que funcionaba pues Diego no se decidía a atacar y esto lo aprovechó su enemigo para atacar a su vez.
Tedesio se había deslizado a la espalda del león y cuando se dispuso a saltar, él se adelantó cayendo con sus garras extendidas sobre el lomo del monstruoso felino. Se aferró con todas sus fuerzas y lo obligó a girarse sobre si mismo en un intento de quitárselo de encima. Ese giro fue lo que Matías esperaba para lanzarle desde la altura una de sus piedras, que impactó con precisión en el entrecejo de la bestia. Aturdido, el león cayó hacia atrás, arrastrando consigo a Tedesio, que permanecía aferrado a su espalda, y en consecuencia quedó aplastado bajo del enorme cuerpo de su rival.

Diego vio su momento y lanzó una estocada directa al pecho del león, y hubiera sido fatal, si éste no se hubiese recuperado, esquivándola parcialmente. Aún así la espada mágica hizo sangre en su enemigo, hiriéndolo ligeramente. Rápidamente el chico lanzó un segundo ataque en forma de cuchillada que, sin ser tan letal como el primero, tenía menos posibilidades de fallar. Pero los reflejos felinos de su rival seguían siendo superiores y volvió a esquivar, por los pelos, el nuevo ataque, y nunca mejor dicho, pues la cuchillada seccionó parte de la frondosa melena del león, esparciéndola por doquier. El monje, con su ágil y poderoso cuerpo de león se abalanzó sobre Diego, derribándolo y dispuesto a darle la dentellada de gracia. Otra providencial pedrada del infalible Matías, esta vez en la nuca del gran felino lo dejó inconsciente en el suelo.
La batalla entre los ejércitos de las Tinieblas y la Penumbra continuaba, aunque desde su posición eran incapaces de comprobar quién estaba ganando. Con su enemigo vencido, los cuatro chicos se reagruparon alrededor de Matías, que había aterrizado y recuperado su forma humana entre grandes bocanadas de aire. Los cuatro estaban agotados tras la intensa batalla y sus diversas heridas aumentaban el cansancio.
Una vez que recuperaron su verdadero aspecto humano, repasaron la gravedad de sus heridas. Gonzalo era el que, a simple vista, parecía más dañado, con una gran herida, todavía sangrante, en el costado, además de múltiples moratones. Tedesio caminaba con difi cultad y, con cada bocanada de aire, tosía a la vez que se cogía el pecho. Matías no parecía herido, pero permanecía en el suelo intentando recuperarse del tremendo esfuerzo que le había costado mantener tanto el vuelo, como la propia transformación. Diego se afanaba en buscar su daga, perdida durante el combate y no parecía hacer el menor caso de sus posibles heridas.
—Mi daga ¿Dónde está mi daga? Hay que acabar con esto, definitivamente.
—Diego, déjalo, ya lo hemos vencido. No hay necesidad de... —dijo Tedesio entre toses.
—Sí hay necesidad —le respondió bruscamente Diego—. Él solo contra nosotros cuatro y nos ha pegado una paliza ¿Quieres que cuando se recupere acabe con nosotros? Hay que acabar
con él.
—No somos asesinos. Yo no soy un asesino... y tú tampoco.
Diego vaciló. Tedesio continuó hablando, pero su amigo no le escuchaba, continuaba buscando su arma ensimismado en sus dudas. Un movimiento lo sacó de sus pensamientos. Era el monje, que sin perder su leonina forma, se levantaba entre gruñidos.
Bajo la felina mirada cargada de odio del fraile, Diego se afanaba en buscar su daga, Matías se ponía en pie con dificultad, Tedesio incapaz de moverse, se había dejado caer en el suelo y se limitaba a contemplar a su rival y Gonzalo... se desplomó cuan largo era. La abundante sangre perdida lo había debilitado hasta el extremo de hacerlo desfallecer.
Diego abandonó la búsqueda de su arma para centrarse en taponar la herida de su amigo con sus propias ropas.
—Matías, ve a buscarla. Ella puede salvarlo. Corre, —gritó Diego— Tedesio, apreta la herida, yo me encargaré del monstruo.
—No es necesario —dijo Tedesio con una tranquilidad impropia de él—. Ha huido.
El monje era un asesino, él mismo se consideraba un cazador, pero desde luego no era un gran combatiente. Podía haber acabado, no sin difi cultad, con los chicos, pero se habría quedado desprotegido ante la bruja. Esa bruja que lo acosaba en sueños, esa bruja cuyo gran poder era, de momento, mucho mayor que el suyo. De momento, pues algún día él tendría tanto poder como ella y entonces volvería para darle una muerte definitiva. Vive hoy para vencer mañana.
Matías regresó con la sacerdotisa que al ver la herida de Gonzalo, sacó unas hojas de alguna misteriosa planta y las colocó con cuidado sobre la herida, quedándose adheridas y taponándola. Luego le introdujo en la boca un trozo de raíz, cuyas reconstituyentes propiedades, lo despertaron y, con difi cultad y algo de ayuda, pudo levantarse de nuevo.
Repartió la misma raíz entre los chicos y con gesto apremiante les indicó que persiguieran al león.


Sigue en: 14 - La confrontación

Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973

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