sábado, 10 de noviembre de 2018

Un relato de magia ancestral - 12 - Las tinieblas y la penumbra

Aquel era otro de los misterios que intrigaba a Tedesio.
¿Cómo podía verse el amanecer si aquello era una cueva? Por más que intentaba comprender, no lo conseguía. La luz matinal se abría paso entre los densos jirones de niebla, rasgando la impenetrable oscuridad como brillantes heridas que se extendían hasta cubrir toda la bóveda. Las capa altas, a modo de blancas nubes, ocultaban el techo, dando la sensación de un encapotado día. Bajó la vista y vio a la chica sentada frente a él con las piernas cruzadas. Se había levantado temprano para practicar el hechizo de transformación. Si él había madrugado, aquella misteriosa mujer todavía se había levantado antes, o no se había acostado.
—No conseguí transformarme. Podía haber ayudado a mis amigos. No entonaba la melodía, no encontraba las palabras, tenía mucho miedo.
Ella colocó con delicadeza un dedo sobre los labios de él, obligándolo a callar. Luego se llevó las manos al pecho y las bajó lentamente, respirando profundamente. Tedesio la imitó, notando como le invadía la calma. Entonó suavemente el hechizo de transformación y la magia lo invadió, acelerando su corazón.
—Tengo que dominar los nervios, tengo que dominar los nervios, calma, calma, respira —pensaba Tedesio mientras recitaba. —Demasiadas cosas, respira, recita, mantén la calma, sigue el rítmo, usa las palabras adecuadas. Gonzalo y Matías lo han conseguido, no puede ser tan difícil. Olvídate de los demás, céntrate en ti mismo.
Oía la respiración de la chica e inevitablemente la seguía, respirando al mismo compás. Respiraciones largas que le permitían permanecer tranquilo. Empezaba a transformarse. Lo estaba consiguiendo. Sus facciones se tornaron felinas con gruesas  patillas de pelo oscuro, a juego con las pelambreras que coronaban sus enhiestas orejas. Sus ropas fueron sustituidas por un pelaje moteado en todo el cuerpo hasta acabar en una cola corta, con un penacho negro en la punta. Se esforzó en mantener la concentración y con esfuerzo acabó el hechizo, adoptando el aspecto de un estilizado lince.
Con su nueva forma se dejó llevar por el entusiasmo y corría en círculos persiguiéndose a sí mismo, trepaba con facilidad a los nudosos árboles y saltaba de rama en rama, volviendo posteriormente a bajar al suelo.
—Bien, bravo, lo conseguiste —lo felicitó Matías que a esas alturas también estaba despierto y observaba, junto a Diego y Gonzalo, las evoluciones de Tedesio.
—Tedesio, has aprendido a tranquilizarte para poder hacer uso de la magia, eso nos será muy útil —dijo Diego. —Ahora veamos cómo podemos combinar nuestras habilidades.
—¿Y tú? ¿Has conseguido transformarte? —le preguntó Matías.
—Soy más efectivo provisto de armadura y escudo, que transformado en bestia.
—Somos amigos y puedes decir tranquilamente que no lo has conseguido —insistió Matías, con malicia en sus palabras.
Un poco molesto, Diego se colocó frente a Tedesio que se movía inquieto de aquí para allá, disfrutando de su nueva forma, y le dijo que lo atacase. Este lo miró inseguro, pero dejándose llevar por el entusiasmo, dio un prodigioso salto hacia su amigo que lo esperaba en posición defensiva. Diego no tuvo dificultad en esquivar el ataque de Tedesio, que aterrizó en el suelo sin haber siquiera rozado a su objetivo. El lince volvió a atacar sin previo aviso, pero esta vez no lo esquivó. En vez de eso lo atrapó en el aire y aprovechando el impulso, lo arrojó al suelo haciéndolo rodar entre una nube de polvo.
—¿Veis a lo que me refi ero? De nada sirve tener otro cuerpo si no podéis controlarlo. Puede que sea más fuerte o más rápido, pero es como tener un arma nueva y no saber usarla. Yo
soy más útil a dos patas que a cuatro.
Al poco Tedesio regresó a su forma humana, pero cabizbajo y un poco desilusionado, se apartó de sus amigos. Una mano se lo impidió al sujetarle el hombro.
—El ataque ha sido bueno —le dijo Diego para elevarle la moral. Con práctica puede llegar a ser incluso letal. No te desanimes y aprendamos a luchar unidos.

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Salieron del calefactorio y, una vez acomodados en el despacho de fray Gerardo, éste y fray Vedasto conversaban sobre las vicisitudes del viaje. El recién llegado le mostraba su disgusto
por las incomodidades del viaje a través de estrechos caminos embarrados llenos de agujeros que hacían tambalear la carreta.
—Desde luego, la carreta no es un transporte adecuado para estos lugares montañosos. El caballo o la mula hubieran sido mejor elección— dijo fray Gerardo.
—No pensaréis que voy a rebajarme a viajar a caballo. Mi posición me obliga a guardar ciertas apariencias —contestó fray Vedasto, indignado.
—No veo lo indigno de ir a caballo. Durante años los más respetuosos caballeros han viajado en tan noble animal.
—Los tiempos cambian y se viaja más cómodo en carreta, que por cierto ya no son tan toscas como antaño.
—A veces es difícil elegir entre posición y comodidad. Los caminos de Dios no siempre son fáciles, a veces requieren sacrifi cio y otras sabiduría.
—Los que habitáis en monasterios retirados de la civilización acostumbráis a hablar con acertijos. Supongo que si hubiera venido a caballo hubiera llegado antes, e incluso puede que más cómodo, pero sabed que en las ciudades, que es donde está la prosperidad, el caballo está siendo sustituido por la carreta como símbolo de posición, además de viajarse mucho más cómodo.
Ambos frailes estuvieron discutiendo un rato sobre el progreso, las comodidades y las diferencias entre vivir en las ciudades y en las montañas.
—Sabiendo que teníais que venir a la montaña, quizás tendríais que haberos planteado cambiar la posición por la comodidad.
Pero eso es algo que a mí no me atañe, ya estáis aquí y creo que tenéis trabajo que hacer. Lo mejor será entrar en materia.
—En la misiva, a parte del aviso de mi llegada, se os comunicaba el propósito de mi visita. El señor Obispo quiere esclarecer algunos hechos que un monje de esta congregación nos expuso. Estaré aquí algunos días y necesitaré un lugar de trabajo apropiado. Quizás podáis proporcionarme un lugar de trabajo adecuado a mi posición —explicó fray Vedasto.
—Como ya habéis podido comprobar, este lugar es pequeño y carecemos de estancias para invitados de su posición.
Puedo ofreceros celda propia, pero si es insuficiente para vuestro trabajo, tendréis que conformaros con una escribanía en el scriptorium —le aclaró fray Gerardo.
—No quiero interferir en la paz de este lugar. Trabajaré desde mi celda.
Fray Vedasto entró en materia, medio disculpándose y medio advirtiendo, comunicó al abad de algunos procedimientos a seguir.
—Entenderéis que tendré que entrevistarme con algunos de vuestros acólitos robándoles algo de su tiempo —dijo fray Vedasto.
Fray Gerardo realizó una mueca de desaprobación cuando oyó la palabra acólito y se vio en la necesidad de aclararle algunos puntos al enviado del Obispo.
—Mis acólitos, como vos los llamáis, tienen independencia para realizar sus propias labores sin necesidad de mi supervisión, y por ello tengo que aclararos que no son mis servidores. Soy su superior, pero cada uno de ellos tiene sus propios trabajos y labores de investigación propias.
—¿Investigación? —se extrañó fray Vedasto. —Creía que todo está en las sagradas escrituras y no hay nada que investigar. La investigación pone en duda la palabra de los evangelios.
—Os equivocáis, fray Vedasto. Dios creó el mundo e impuso unas reglas para su buen funcionamiento. El conocimiento nos acerca a Dios. La investigación nos permite seleccionar lo que debe llegar al pueblo llano y lo que no.
—Interesante punto de vista, pero no estoy aquí para discutir con vos si tal o cual punto de vista es correcto o no. Estoy aquí para dar fe de los hechos denunciados y que el Obispo
saque sus propias conclusiones.
Fray Gerardo guardó silencio y con un ademán de la mano
indicó a fray Vedasto que prosiguiera.
—Han habido algunas muertes en circunstancias misteriosas —continuó fray Vedasto.
Tras este comentario esperó a que el abad le diese una explicación.
—Sí, han habido un par de muertes relacionadas con esta congregación. —dijo fray Gerardo. —La primera fue un muchacho que estudiaba en este monasterio. Era poco comunicativo
y acostumbraba a retirarse a meditar a lo alto del campanario, los jóvenes acostumbran a desafi ar al peligro. En una de esas debió tropezar y cayó desde lo alto al fondo del barranco. Imprudencias de juventud. Todos nos vimos muy afectados por el desgraciado accidente, pues aunque joven y solitario, era parte de esta comunidad. La segunda muerte fue mucho más normal: el pastor que saca el rebaño a pastar sufrió el ataque de lobos que en esta época del año vagan hambrientos por los montes. Pese a ser un muchacho espabilado en cuestiones de monte, no fue suficiente y cayó presa de las bestias. Como puede ver han sido
hechos aislados sin ninguna relación. Los accidentes ocurren, y más aun cuando son imprudencias de juventud —aclaró el abad, refi riéndose especialmente a la muerte de Eusebio.
—Tenéis razón, los accidentes ocurren y no serían tratados más allá de simples desgracias, si no hubiera una denuncia de que el maligno se ha instalado entre estos muros.
La cara de fray Gerardo mostró una sincera sorpresa, pues, a pesar ser ciertas las sospechas de demonios, más aun tras los hechos ocurridos recientemente en el claustro, era imposible que fray Vedasto lo supiera pues la denuncia se efectuó mucho antes del suceso del Abanto, cuando el enviado del Obispo estaba de viaje al monasterio, por lo que no podía saberlo.
—Comprendo que la denuncia os haya cogido desprevenido —dijo fray Vedasto dando crédito a la sorpresa del abad. —Ambos sabemos que vuestra relación con el Obispo, no es todo lo cordial que sería deseable. Las actividades llevadas a cabo en este monasterio rozan lo herético y una denuncia puede atraer a algunos hermanos más suspicaces que pretendan hacer méritos buscando aquello que no existe.
—Esta congregación tiene autorización para estudiar aquellos temas que pueden ser de difícil o nula comprensión para los que sean obtusos de mente —dijo fray Gerardo, intentando desviar la atención del comentario efectuado por el enviado del Obispo. —Temas que pueden ser utilizados por esos suspicaces que vos nombráis para conseguir sus propios fines. Uno de esos temas sensibles es el Demonio y sus manipulaciones. La mayoría de afirmaciones sobre su presencia son producto de rebuscadas fantasías.
—¿Pretendéis decirme que el Diablo no sube de los infiernos para extender sus malignas intenciones entre nosotros? —preguntó incrédulo fray Vedasto.
Fray Gerardo se levantó de su sillón, cogió una botella de vino de uno de los estantes y sirvió sendas jarras. Tras degustar un par de tragos comenzó su exposición.
—No exactamente. Según se ha podido comprobar en muchas denuncias, tanto de poseídos cómo de seguidores del Demonio, realmente hay una motivación oculta ajena a la presencia directa del maligno: venganzas, traiciones, estafas o incluso burlas.
—Pero pueden estar inducidos por el mismísimo Satanás —replicó fray Vedasto.
—Hay que diferenciar las actitudes malvadas de las intervenciones directas del maligno. Si está detrás de todos los pecados capitales, entonces deberíamos juzgarlos a todos por demoníacos, y eso anularía las denuncias por su cantidad.
—¿Y cómo diferenciarlos?
Fray Gerardo sonrió para sus adentros al comprobar que había conseguido tener en vilo a su contertulio y llevar la conversación a donde le interesaba. Alargó la pausa tomando un
poco más de vino, y continuó:
—Estudiando caso por caso —sentenció el abad. —En las denuncias suelen haber patrones comunes. La gente se copia unos de otros y cometen los mismos errores. Falsas denuncias con oscuros propósitos de protagonismo que son un claro fraude a la iglesia.
—Pero eso es absurdo, no se puede investigar caso por caso, sería perder el tiempo —dudó fray Vedasto.
—Entonces, ¿a quién tenemos que creer?, ¿Al denunciante?, ¿Al denunciado?, ¿al que tenga mejor posición?, ¿al que tenga mejores influencias? o ¿al que nos dicte el corazón en ese
momento?
Fray Vedasto empezaba a sentirse molesto con la conversación y elevó el tono de sus comentarios.
—Somos siervos de Dios. Nuestras decisiones están guiadas por su divina mano. Donde algunos ven error, realmente deben ver justicia por sus pecados.
El abad, que tampoco quería enzarzarse en una enconada discusión, eligió este momento para concluir su exposición:
—Hay casos en los que no encontramos explicación a los hechos expuestos e incluso observados, y evidentemente, tal y como vos decís, —y enfatizó el, como vos decís— debemos confi ar en la justicia divina. En este monasterio archivamos casos que algunos hermanos relataron en su día. Los estudiamos para en el futuro poder separar el fraude de los hechos ciertos, y dichos archivos, por supuesto, están a vuestra disposición.
Fray Vedasto pensó que aquel encargo podía tener fácil y satisfactoria resolución. Al comparar las palabras del abad y las directrices del Obispo recordó las palabras de éste.
—Amigo Vedasto —le había dicho el Obispo—, confío en vuestra pericia y diplomacia para comprobar que,en ese monasterio perdido entre las montañas, no hay nada que pueda llamar la atención de la Santa Madre Iglesia y así evitar molestas intromisiones. Tenemos que atender la denuncia para que no pase a mayores, pero con discreción.
—Esta conversación con vos ha sido muy interesante. Ahora con vuestro permiso la doy por concluida. Iré a comprobar esos relatos.

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Sin comprender que habían elegido su rumbo con demasiada ligereza, los cuatro muchachos se pusieron a entrenarse en sus nuevas artes y la mejor forma de utilizarlas. Como un auténtico oficial, Diego instruía a sus amigos en las artes de la lucha.
Los íberos miraban, primero con curiosidad y luego con admiración el abnegado trabajo de los chicos. Realmente se habían tomado su trabajo muy en serio. En el fondo sabían que les
iba la vida en ello y un error podía causarles la muerte. Diego reunió a sus compañeros y les hizo una sugerencia:
—Necesitamos conocer a nuestros enemigos ¿Qué armas usan? ¿Cuántos son? ¿Cómo luchan? Alguien debería ir a su campamento y espiarlos. Así podremos preparar mejor nuestra estrategia para el próximo combate.
—Yo iré —se ofreció Matías. —Desde el aire tendré una buena perspectiva de su campamento.
Preguntaron a los bárbaros sobre la localización del campamento romano y éstos, mediante un escueto mapa trazado en el suelo, les indicaron el lugar donde estaba.
Transformado en quebrantahuesos, Matías voló hasta la localización indicada en el mapa. Aunque era sorprendentemente alto, el techo de la caverna no le permitía elevarse lo que a él le hubiera gustado y la baja altitud lo obligó a aproximarse con cuidado al campamento enemigo.
Habían desviado el curso del agua que alimentaba uno de los estanques consiguiendo así su secado y tras rodearlo con una empalizada habían construido dos toscas cabañas en su interior. Estuvo un rato sobrevolando el lugar, aprovechando su mejorada vista para escrutar los rincones del campamento. Al principio los romanos no dieron mayor importancia al vuelo del quebrantahuesos, que ellos confundieron con un buitre, pero sus repetidas pasadas por encima empezó a ponerlos nerviosos. De una de las cabañas salió una fi gura distinta a las que había visto hasta ahora. La cogulla que vestía le identificaba claramente como un monje, distinguiéndole de los armados romanos. Éste miró al pájaro y durante un instante se cruzaron sus miradas. Matías intentaba identificar al religioso, pero tuvo que desistir al pasar una flecha junto a él. Los soldados habían decidido abatir a aquel pájaro de mal agüero que los acechaba como la muerte que busca a su presa. El arquero había recargado su arma y apuntaba cuidadosamente para no errar el tiro. Matías no esperó
a que este disparase, realizó un rápido viraje y descendió a gran velocidad buscando la protección de los árboles. El arquero, ante la inesperada reacción del ave, disparó, pero esta vez la flecha todavía se alejó más de su objetivo. El chico voló entre los árboles, maravillándose de cómo podía esquivarlos, a pesar de su envergadura. El acrobático vuelo entre los árboles le fatigaba mucho, con lo que volvió a ganar altura para planear de regreso.
Todavía cansado, Matías explicó todo cuanto había visto en el campamento enemigo y cuando hubo concluido pasó a informarles de la nueva incorporación en las filas de los romanos.
—Pues sí, él se ha unido al otro bando, lo he visto en el campamento moviéndose por ahí como si fuera uno más de ellos.
—Así se inclina la balanza a su favor —dijo Tedesio. —Eso les da ventaja permitiéndoles romper este status quo que han mantenido a lo largo de siglos.
—Lo mismo se aplica a nosotros que, al ayudar a los íberos, volvemos a reequilibrar la balanza —intervino Gonzalo.
—Aunque las fuerzas vuelvan a estar equilibradas el status quo está roto, pues la situación ha cambiado al incorporarse nuevas fuerzas a la guerra —le contestó Tedesio.
—No creáis que nosotros equilibramos la balanza —dijo Diego. —Nuestro rival es muy poderoso y no sé si seremos sufi cientemente fuertes. Pero algo me dice que la batalla definitiva está a punto de producirse y entonces veremos a qué lado se inclina.
En efecto, Diego tenía razón y pronto la actividad del campamento celtíbero se volvió frenética al equiparse y prepararse sus habitantes para una inminente batalla.
Los cuatro chicos fueron a la cabaña de la sacerdotisa a explicarle sus averiguaciones y añadieron los acontecimientos que les ocurrieron en el monasterio días atrás. La muchacha escuchaba atentamente asintiendo y, agitando la mano los animaba a continuar cada vez que los chicos dudaban que los estuviera entendiendo. El semblante de ella fue cambiando a una creciente preocupación a medida que iba escuchando las conclusiones a las que habían llegado. La entrada del jefe del poblado, completamente equipado para el combate, los interrumpió. Pese a no entender sus palabras, el tono y los gestos evidenciaban el motivo de su interrupción. Con la voz agitada les comunicó que los romanos se acercaban y no parecía una simple escaramuza.
Salieron de la cabaña y descubrieron la intensa actividad del poblado. Los hombres con capacidad de luchar se habían equipado con sus maltrechas armas, escudos y los más afortunados vestían algunas piezas de cuero endurecido. Las mujeres preparaban ollas donde calentaban fi nos lienzos. Los más jóvenes corrían de aquí para allá llevando todo tipo de utensilios.
Los muchachos se equiparon con lo poco que habían traído. Diego y Gonzalo se ajustaron sus dagas al cinturón, mientras Tedesio y Matías se aferraban a sus largos bastones.
Acompañaron a los guerreros íberos que marchaban en algo parecido a una formación, con el jefe a la cabeza. No tardaron en encontrarse frente al ejército romano que, en perfectaformación, se detuvo frente a ellos, algo más lejos que un disparo de arco.
—Ha llegado la hora. Recordad lo que hemos estado practicando, mantened la cabeza serena y no os distraigáis —arengó Diego a sus compañeros.


Sigue en: 13 - Choque de fuerzas

Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973

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