sábado, 10 de noviembre de 2018

Un relato de magia ancestral - 11 - La caverna de la adoración

El carruaje subía por la empinada cuesta agitándose con cada bache y con cada piedra. El camino estaba repleto de agujeros que el agua había creado al bajar veloz durante el deshielo. Cuando llovía abundantemente aquel camino recuperaba su auténtica función de riera, dejándolo impracticable al conducir el agua montaña abajo. En aquellas fechas todavía quedaba nieve acumulada que las frías temperaturas no habían deshecho. El carretero se aseguraba de que las mulas pisaran firmes para no resbalar. A pesar de llevar una mula de repuesto, no le hacía ninguna gracia tener que sacrificar a una de ellas por una torcedura o rotura. En su interior fray Vedasto protestaba por las incomodidades del viaje. A pesar de la buena calidad del coche, cada zarandeo le desplazaba de su asiento, obligándolo a sujetarse con fuerza para no golpearse con las paredes del mismo.
Los caminos eran peligrosos y un carruaje era un botín goloso para maleantes y el hecho de dejar claro que en su interior viajaba un clérigo, no le otorgaba seguridad. La escolta de lanceros, capitaneada por don Leandro de Guijarros, segundón de herencia, no lo estaba pasando mejor. La dura ascensión por los nevados caminos les habían enfriado los pies hasta tal punto que no sentían donde pisaban, haciéndolos resbalar y dificultando el trayecto aun más.
Fray Vedasto, ya llegamos —le avisó el carretero cuando el monasterio estuvo a la vista.
El fraile apartó el lienzo que cubría la portezuela del carro permitiéndole ver el exterior y tras cercionarse de la cercanía del monasterio, avisó a don Leandro.
¡Leandro! Reorganice a sus hombres. Parecen una banda de miserables arrastrándose desganados y no una escolta digna de un representante de la Santa Madre Iglesia. Quiero una perfecta formación a la hora de llegar al monasterio, que se note la importancia de mi visita —voceó fray Vedasto.
Se volvió a sentar en el aterciopelado asiento del interior del carro mientras fuera oía los gritos del capitán ordenando a los hombres que mantuvieran la formación. Algunos protestaron, pero ante las amenazas del noble segundón, pronto acataron las órdenes sin rechistar.
Por fin llegaron al monasterio donde les esperaban fray Gerardo de Peña y fray Ramiro, que miraban un poco asustados a la escolta armada del representante del obispo. Don Leandro de Guijarros dio el alto. A su señal los soldados se detuvieron en perfecta formación, creando un pasillo por donde pasaría fray Vedasto. El carruaje se detuvo y de él bajó el joven fraile que, con aire altivo, esperó a que le acompañara su escribano. La juventud del representante del obispo decepcionó al Abad y a fray Ramiro que, pese a cuidarse de no hacer comentario alguno, no pudieron reprimir una mueca de despecho. Tras los corteses saludos y buenos deseos entraron en el monasterio, mientras don Leandro ordenaba montar el campamento.

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Todavía a los pies del árbol, los chicos observaban fascinados el mágico lugar. Buscaron huellas o rastros dejados por el que pasó antes que ellos, pero sin los conocimientos adecuados, todo les parecía sospechoso. Pronto comenzaron a discutir sobre lo que eran pistas y lo que no. Sus voces retumbaban y sonaban como chasquidos que se perdían entre la bruma. La discusión no les permitió darse cuenta del silencio que los había envuelto. Hasta que Matías, que permanecía ajeno a la discusión, los alertó.
¡Sssh! Callaos y escuchad.
No se oye nada —le respondió Tedesio.
Eso es lo raro, que no se oye nada. Antes se oían pájaros, ranas y otros animales, y ahora todo está silencioso —decía Matías en un tono cada vez más bajo.
De repente, de un montón de juncos saltó hacia ellos el terrible león que andaban persiguiendo, aunque ellos estuvieran convencidos de que perseguían a un monje. La alerta de su amigo evitó que los cogiera desprevenidos y a pesar de la ferocidad de su enemigo, tuvieron tiempo de protegerse del peligro. La formación que habían conservado durante todo el trayecto les ayudó a no dispersarse ante el ataque. El único que había conservado la sangre fría para enfrentarse a su adversario fue Diego que se interpuso, daga en mano, entre él y sus amigos cubriendo la precipitada retirada de Tedesio y Matías para dar paso a la incorporación de Gonzalo al lado de Diego.
Perdido el factor sorpresa, el león rugió con tal potencia que los hizo recular asustados.
Diego volvió a avanzar, sujetando firmemente la daga y, a pesar del miedo que le producía el monstruo, permaneció ante él. Su instinto de protección hacia sus amigos le obligaba a aguantar el tipo ante el león, desafiándolo, estudiándolo y esperando su reacción. El felino, al no haber causado el efecto deseado, estudiaba su próximo movimiento. Diego no aguantó la presión y, pretendiendo ser más rápido que su rival, se abalanzó sobre él. No lo consiguió. El león se deshizo de él con un manotazo.
Gonzalo, al ver lo fácilmente que se había deshecho el felino de su amigo, no se decidía a emprender el ataque y esperó a la defensiva un nuevo ataque. El león, oliendo quizás su miedo, avanzaba despacio hacia el chico, mostrándole sus poderosas fauces para mantener ese nivel de miedo que le impedía reaccionar. Gonzalo aprovechó el lento avance de su rival para entonar el hechizo que lo transformaría en oso. El león no se dió cuenta de lo que sucedía hasta que, para su sorpresa, se encontró ante un oso pardo que lo esperaba apoyado sobre sus patas traseras.
Ahora fue el león el que se mostró indeciso ante la inesperada transformación. Viendo que el felino no atacaba, Gonzalo bajó sus patas delanteras, buscando más apoyo, y atacó con una de sus zarpas, pero el león era más ágil y lo pudo esquivar con facilidad. Poco acostumbrado a su nuevo cuerpo de oso, se movía torpemente y tras el fallido ataque, se fue de bruces contra el suelo, quedando a merced del león. Éste no desaprovechó la oportunidad y se abalanzó sobre el chico. Ambos rodaron por el suelo en combate cuerpo a cuerpo.
Diego, al ver la situación intentó levantarse del suelo, pero un punzante dolor en el costado se lo impidió. Matías si pudo actuar. Corrió hacía el león que estaba enzarzado con Gonzalo y, aprovechando la carrera para remontar el vuelo, se transformó en quebrantahuesos. Un vuelo corto pues buscó el lomo del felino con sus garras extendidas, pero al estar éste rodando con Gonzalo transformado en oso, fue a impactar en la espalda de su amigo, empujándolo y enredándose los dos en un amasijo de pelos y plumas.

Tedesio también quería ayudar a sus amigos, pero por más que lo intentaba, su estado de nervios le impedía recitar correctamente el hechizo que lo transformaría, con lo cual aún se ponía más nervioso y lo hacía peor. Viendo su incapacidad para transformarse en nada, agarró su bastón con fuerza y fue a unirse al combate, pero ni siquiera esto pudo hacer, pues lo detuvo la visión de algo más de una docena de hombres armados que los miraban con curiosidad.
El peculiar combate finalizó bruscamente al darse cuenta que estaban siendo observados. El león no esperó a los acontecimientos y emprendió la huida internándose en la espesura. Los chicos, sorprendidos por la inesperada presencia, no hicieron nada para evitar que su enemigo se perdiese entre la vegetación y observaron curiosos a aquella gente.
Aquellos hombres no eran peones reclutados por algún señor, mal vestidos y peor armados. Pese a no ser gran conocedor de ejércitos y soldados, Tedesio se dio cuenta que aquello era un ejército regular, todos vestidos y armados de similar modo. Los que tenía delante iban provistos de pesadas lanzas y grandes escudos ovalados que ocultaban parcialmente sus cotas de malla, aunque dejaba entrever la amenazadora espada corta, pero lo que llamaba su atención eran los característicos cascos de bronce, con carrilleras para cubrir las orejas y el cuello. No había visto soldados similares, o quizás sí; en antiguos grabados y retablos donde se ilustraba la muerte de Jesucristo, aunque no eran exactamente iguales.
Miró a su amigo Diego que continuaba caído en el suelo, incapaz de levantarse, y entonces recordó las conversaciones mantenidas con él, conversaciones donde le explicaba cómo eran los ejércitos de la antigua Roma anterior al cristianismo.
Diego, incrédulo, no daba crédito a sus ojos. Atribuía lo que estaba viendo a una alucinación producto del golpe recibido. Aquellos eran soldados romanos, no había duda, pero ¿cómo podía ser? Hacía siglos que ya no existían tales guerreros. Los romanos permanecían impasibles, observando a los chicos, en silencio, manteniendo la formación a la espera de órdenes.
¿Por qué no se mueven? —preguntó Tedesio.
Porque no están vivos —respondió Matías—. Mirad sus demacradas caras, sus inexpresivos ojos, sus huesudas manos. Son espectros.
Matías y Gonzalo, habiendo ya recuperado su forma humana se acercaron, protectores a Diego, dándose entonces cuenta que otro grupo distinto se había colocado a sus espaldas. Guerreros carentes de armadura que protegiera sus momificados cuerpos, con toscas chaquetas reforzadas con tiras de cuero endurecido, sin mangas dejando a la vista los brazos con la piel adherida a los huesos. Equipados con pequeños escudos y lanzas unos, y arco largo otros. Un escuadrón de guerreros íberos, tan carentes de vida como los romanos, a los que, a pesar de ir peor preparados, conseguían mantener en guardia.
Los dos escuadrones se miraban espectantes.
Sí, se mueven, ¡cuidado! —gritó Diego al ver que los romanos se disponían a arrojar sus pesadas lanzas—. ¡Poneos a cubierto!
Pero el ataque no se llegó a producir, pues de la espesura apareció, fantasmal e incorpóreo, un jirón de niebla con forma de caballo que cruzó veloz por delante de ellos, levantando a su paso una espesa polvareda que rápidamente lo ocultó todo.
Con la visión impedida, los presentes sólo podían guiarse por el oído. En las filas de los romanos, una sucesión de pitidos indicaban el cambio a una formación cerrada y compacta, evitando así la dispersión de sus miembros. El jefe de los íberos a su vez ordenó, en su ancestral idioma, la retirada a voz en grito.
Los chicos permanecían muy juntos y sin moverse por miedo a dispersarse y perderse. Tampoco hubieran podido ir muy lejos pues una gran red cayó sobre ellos y antes de darse cuenta se encontraron envueltos en ella, izados y siendo transportados.

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Llegaron al asentamiento íbero. Un conjunto de toscas cabañas construidas con ramas y barro que les daba un aspecto muy frágil. Los depositaron en el suelo y les retiraron la red, mientras los guerreros los vigilaban con desconfianza. De una de las cabañas salió una chica vestida con una túnica bajo la que se podía adivinar una juvenil figura. Una capucha ocultaba parcialmente su rostro que el tiempo había secado y endurecido asemejando su aspecto al de una estatua.
Los recibió con los brazos abiertos y sin pronunciar palabra alguna se sentó en la puerta de la cabaña, pese a no hablar era capaz de gesticular elocuentemente y con señas los invito a hacer lo mismo que ella.
¿Quiénes sois? y, ¿dónde estamos? —preguntó Tedesio mientras se sentaba en el suelo.
La mujer se quitó la capucha, dejando al descubierto su extraña cara donde, pese a la momificación, se apreciaban sus finos rasgos, con la rubia melena cayendo en sus hombros y sus ojos verdes observando a los chicos.
Tú eres la chica de los sueños —dijo Tedesio, todavía con los nervios a flor de piel.
Ella asintió con suavidad, inclinando levemente la cabeza mientas entornaba los ojos. Su pelo, pese a que el tiempo lo había vuelto áspero, ondulaba con cada gesto, como si todavía tuviera la tersura de siglos atrás. Su terrible aspecto había pasado de causarles miedo a transmitirles tranquilidad. Quizás porque no había perdido el brillo de los ojos verdes.
Yo tenía razón —dijo Gonzalo, provocando el asombro de sus compañeros. —No son ahogados como Tedesio creía. El pergamino se refería a Los Negadores. Estos son los que niegan la muerte y viven en nuestro mundo cuando debieran vivir en el de los muertos.
Como los espectros —añadió Matías.
Sí, como espectros, como muertos vivientes o más bien como no muertos.
Vale, vale, lo hemos entendido —intervino Diego.
Gonzalo se disculpó ante la dama, que lejos de parecer molesta, sonreía y apretaba los resecos labios en una mueca de aprobación ante la erudición de los chicos.
Dos hombres trajeron ramas secas, que colocaron despacio, ceremoniosamente, entre la sacerdotisa y los chicos. De entre los pliegues, ella sacó una flauta, y con las primeras notas, la leña comenzó a arder, formando una luminosa hoguera. La luz emitida por el fuego les hizo darse cuenta que había llegado el crepúsculo.
El olor del asado que prepararon en la hoguera provocó el rugido de las tripas de Gonzalo, siendo así el preámbulo a una sabrosa cena. Había felicidad entre los presentes, pese a no llegar al nivel de festividad. Quizás los años, siglos más bien, de penurias les habían hecho olvidar la alegría. Los antiguos íberos, convertidos ahora en espectrales negadores, conversaban entre ellos en un tono jovial y, ante la incapacidad de comunicarse con los chicos. se limitaban a sonreírles e inclinarse respetuosamente ante ellos.
El hecho de no estar vivos, no los eximía de las tareas rutinarias y una vez acabada la cena los anfitriones se retiraron, bien a descansar o bien a montar guardia en las proximidades del campamento, dejando a los chicos en compañía de la sacerdotisa que retomó la flauta y volvió a entonar una melodía.
Al rítmo de la música, la hoguera crepitó y expulsó gruesas chispas fuera de sí que lejos de caer y apagarse, comenzaron a orbitar alrededor, como bailarines en una mágica danza del fuego. El baile tomó la forma de representación teatral, mostrando algo ocurrido muchos, muchos años atrás, cuando no existían castillos ni ciudades. El humo se expandió a su alrededor formando un monocromático decorado, del que ellos se convirtieron en espectadores privilegiados inmersos en la propia representación.

Una pequeña aldea perdida entre los bosques, rodeada de montañas, donde se sobrevive como les enseñaron sus padres y los padres de sus padres. Los jóvenes y los viejos trabajan la tierra con sus propias manos, con la única ayuda de algunas herramientas. Los hombres cuidando de los animales, principalmente ovejas y cabras. Algún artesano que trabaja la piel, la piedra y hasta el hierro. Una vida dura con alegrías y amarguras, con riñas y alguna fiesta, pero sobre todo mucho trabajo, tareas que comienzan antes que aparezca el todopoderoso sol y que acaban cuando la ausencia de luz imposibilita su continuación.
De más allá de las montañas, tan lejos que solamente los ríos se atreven a ir, vino un día un viajero. Perdido y claramente agotado fue acogido por los lugareños que, con hospitalidad le proporcionaron alimento y un techo bajo el que descansar. El viajero pese a no hablar su lengua, consiguió hacerse entender, merced a un dialecto similar que también conocía. Les dijo que viajaba rumbo a un gran pueblo pero que la falta de caminos le había hecho desviarse de su ruta y tras vagar por los montes y bosques tuvo la suerte de encontrar este lugar.
Como agradecimiento por su hospitalidad, les dijo que por una cierta cantidad de oro podía conseguir que se convirtieran en vasallos del gran pueblo y combatir al lado de éste como sus aliados y así este gran pueblo a su vez los protegería de sus enemigos.

Rechazaron la oferta del extraño, el cual, presuntuoso como era, lo tomó como una ofensa y entre amenazas se marchó rio abajo. En el recuerdo de las gentes del poblado quedó aquel hombre, cuya locura dejaba un rastro de desgracias por donde pasaba.
El tiempo pasó, los días se alargaron y las cosechas se recogieron. Un pastor advirtió que un grupo de hombres fuertemente armados viajaban a buen paso rumbo al pueblo, y no eran de ninguna tribu rival con ganas de saqueo.
Romanos. Mirad sus armaduras. Son legionarios romanos —comentó Diego, cuando vio que las chispas se habían transformado en figuras ígneas, que representaban a una formación de soldados ascendiendo por la montaña.
No la interrumpas —le criticó Gonzalo— déjala que siga.
La chica tenía gran capacidad de concentración y los comentarios de los chicos no parecían distraerla, por lo que continuaba tocando la flauta y haciendo que el fuego tomara la forma adecuada para la representación, desde múltiples chisporroteantes lucecitas a compactas llamaradas.
Los romanos se pararon en el límite de la aldea y el viajero, que tiempo atrás había aparecido por allí, surgió de entre los soldados y tras adelantarse exigió entre amenazas la sumisión incondicional de los que allí habitaban.
Ellos se negaron a someterse y conminaron a los invasores a marcharse por donde habían venido. El viajero mostró airadamente su enfado y ordenó a las tropas arrasar la aldea. No tuvo tiempo de concluir la orden. De algún matorral cercano surgió una certera flecha, que se clavó en su cuello convirtiendo sus palabras en un ininteligible gorgoteo y al poco cayó muerto.
Los romanos atacaron inmediatamente, encontrándose de frente con un pequeño grupo de valientes guerreros locales que los retuvieron el tiempo suficiente para que el resto de la aldea huyera hacia las montañas. Los soldados extranjeros eran muy superiores a los guerreros íberos y rápidamente se deshicieron de ellos, persiguiendo a los aldeanos hasta la caverna donde habían buscado refugio.
¡Mirad! Es el busto de la “Gran Dama” —gritó Matías, emocionado al ver la estatua que protegía la entrada al refugio.
Pero si estaba fuera de la montaña, ¿por qué ahora está dentro? ¿Qué ocurrió? —preguntó Tedesio con curiosidad.
¡Callad y observad! Ahora nos enteraremos —dijo Gonzalo, molesto por las interrupciones.
Los romanos, impresionados por la gran estatua que, a la sombra de dos viejos árboles, les franqueaba el paso, detuvieron su avance. Los aldeanos habían cerrado las puertas de entrada tras ellos, impidiendo la entrada a los invasores que, por más que lo intentaron, fueron incapaces de abrir las pesadas puertas de piedra, así que montaron el campamento a los pies de la montaña y esperaron a que el hambre y la desesperación hiciera salir a los aldeanos de su escondrijo. Una clásica táctica de asedio.
Lo que los romanos no podían saber era que la gran caverna, que había en el interior de la montaña era un pequeño santuario repleto de vida, un vergel donde la vida crecía y se desarrollaba como si estuviera en un gran espacio abierto. Ese era el gran secreto de los lugareños, la capacidad de invocar a la magia, magia capaz de vulnerar la propias leyes de la naturaleza y alterar el entorno, adaptándolo a sus propias necesidades. Jamás sucumbirían de hambre y no saldrían hasta que los invasores se hubieran marchado.
Al jefe de los romanos, ignorante de la verdad, se le ocurrió que en la montaña podía haber otra salida por donde huir y no esperó. Ordenó talar los dos árboles y construir con ellos un monstruo de madera y cuerdas, capaz de derribar las grandes puertas de piedra y así dar caza a los fugitivos.
Usaron dos árboles para fabricar un ariete. Sin duda las puertas eran muy resistentes para necesitar semejante artefacto. —comentó Diego, versado en tácticas militares.
Gonzalo se había sumergido en la historia y desesperado por las interrupciones, chistó con fuerza consiguiendo que su amigo se callara.
La magia de los barbaros les permitía ser plenamente conscientes de lo que tramaban los asaltantes. Realizaron un ritual para defender el sagrado santuario del ataque, desplegando su gran capacidad mágica.
La maquina-ariete estaba preparada y sin tardanza comenzaron a golpear las puertas de piedra. Cada golpe sonaba como si la propia tierra gritara. Las pétreas puertas se agrietaron y como un reflejo aumentado de la propia grieta, la montaña se resquebrajó, doblándose sobre sí misma, partiéndose y cayendo en un intento de sepultar a los asaltantes, pero estos eran tenaces y en vez de huir a tierras más seguras, sobrepasaron las caídas puertas entrando en el santuario y el resultado fue que ambos bandos quedaron sepultados en el corazón de la montaña.
Así como los romanos habían fijado su campamento, cerca además de la única salida, los íberos lo cambiaban de lugar periódicamente, lo que añadido al camuflaje mágico, imposibilitaba su localización. Aprovechando la espesura del lugar, los bárbaros emboscaban a los invasores que intentaban en vano encontrarlos.
Durante mucho tiempo estuvieron acechándose, cazándose, huyendo, persiguiéndose y realizando escaramuzas por parte de uno y otro bando. Los romanos, testarudos, no pensaban marcharse sin derrotar a aquellos insignificantes bárbaros los cuales, pese a conocer el terreno y tener la ventaja de usar artes arcanas, no podían expulsar a los invasores, mejor armados, mejores guerreros y mejores estrategas que ellos. Pasaron muchos días, muchas estaciones, en aquel lugar era imposible saber cuántas. El frondoso vergel se tornó en un oscuro y deprimente pantano. La niebla lo invadió todo con su inquietante movimiento. Los árboles, charcas, riachuelos y montículos cambiaban de lugar como si jugaran a despistar a aquellos humanos, que habían perdido el sentido del tiempo y el espacio, quedándose atrapados en aquel maldito lugar.
El Ejército de las Tinieblas y el Ejército de la Penumbra enfrentados por los tiempos de los tiempos —dijo Gonzalo que miraba hipnotizado la danzante hoguera.

La música se convirtió en un repetitivo sonsonete que fue bajando en intensidad, volviendo el fuego a su estado normal y poco a poco se fue consumiendo hasta que solamente quedaron unas humeantes brasas. La chica visiblemente cansada, respiraba con largas inspiraciones y lentas expiraciones, demostrando el esfuerzo realizado para contar la historia.
Por distintos motivos, los ejércitos están igualados. Mientras se mantenga el equilibrio ningún bando puede abandonar este lugar, y ahora ni siquiera conocen dónde está la salida —dedujo Tedesio en voz alta—. Ni siquiera ellos saben el tiempo que ha pasado y creo que tampoco se han dado cuenta que se han convertido en negadores, de los que la propia muerte ha renegado. Ahora viven atrapados en decrépitos cuerpos a los que solamente la magia mantiene en pie.
La chica les cogió las manos y por gestos les indicó que ellos eran los encargados de romper el equilibrio entre ambos bandos.
Somos monjes, no guerreros —advirtió Matías—. Quizás Diego y Gonzalo os puedan ayudar, ellos saben luchar pero Tedesio y yo no manejamos bien las armas.
Sí, la pelea con el león fue un desastre. Mejor hubiera sido que no hubieses intervenido, porque casi nos mata. —le recriminó Gonzalo.
Pues tú tampoco pudiste con él —dijo Diego.
Eh, chicos, no discutáis. Todos lo hicimos mal. Diego no tenía que haberse enfrentado solo. Gonzalo se dejó vencer por el miedo y no reaccionó lo suficientemente rápido. Matías atacó sin precisión y lo único que consiguió fue empeorar la situación y yo estaba tan nervioso que no conseguía transformarme. Suerte que aparecieron los romanos, sino ese león habría acabado con nosotros. En una batalla cada uno tiene su trabajo y confía que sus compañeros hagan el suyo igual de bien. Caballeros, lanceros, arqueros y estrategas son piezas imprescindibles para la victoria. Ella puede enseñarnos a mejorar nuestras habilidades y puede que no os interese ayudar a esta gente, pero incluso pensando en vosotros mismos os daréis cuenta que sois presas fáciles del león y él no creo que se rinda.
¡Eh! Nadie ha dicho que no queramos ayudarlos —protestó Gonzalo.
Por si no me habéis entendido, yo quiero ayudarlos, pero no sé cómo —dijo Matías.
Tedesio buscó con la mirada los ojos de Diego y, mirándole fijamente le preguntó su opinión.
¿Y tú?
Esta vez has dicho algo muy sensato y creo que podemos ser decisivos en esta guerra. Veo que algunos ya han elegido bando y no sé qué os motiva, pero tampoco me importa. Sabed que luego no podréis cambiar, no me gustan los traidores. Como dice Tedesio, sin mí estaríais perdidos y mi lealtad está con mis amigos.

Sigue en: 12 - Las tinieblas y la penumbra

Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973

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