El
carruaje subía por la empinada cuesta agitándose con cada bache y
con cada piedra. El camino estaba repleto de agujeros que el agua
había creado al bajar veloz durante el deshielo. Cuando llovía
abundantemente aquel camino recuperaba su auténtica función de
riera, dejándolo impracticable al conducir el agua montaña abajo.
En aquellas fechas todavía quedaba nieve acumulada que las frías
temperaturas no habían deshecho. El carretero se aseguraba de que
las mulas pisaran firmes para no resbalar. A pesar de llevar una mula
de repuesto, no le hacía ninguna gracia tener que sacrificar a una
de ellas por una torcedura o rotura. En su interior fray Vedasto
protestaba por las incomodidades del viaje. A pesar de la buena
calidad del coche, cada zarandeo le desplazaba de su asiento,
obligándolo a sujetarse con fuerza para no golpearse con las paredes
del mismo.
Los
caminos eran peligrosos y un carruaje era un botín goloso para
maleantes y el hecho de dejar claro que en su interior viajaba un
clérigo, no le otorgaba seguridad. La escolta de lanceros,
capitaneada por don Leandro de Guijarros, segundón de herencia, no
lo estaba pasando mejor. La dura ascensión por los nevados caminos
les habían enfriado los pies hasta tal punto que no sentían donde
pisaban, haciéndolos resbalar y dificultando el trayecto aun más.
—Fray
Vedasto, ya llegamos —le avisó el carretero cuando el monasterio
estuvo a la vista.
El
fraile apartó el lienzo que cubría la portezuela del carro
permitiéndole ver el exterior y tras cercionarse de la cercanía del
monasterio, avisó a don Leandro.
—¡Leandro!
Reorganice a sus hombres. Parecen una banda de miserables
arrastrándose desganados y no una escolta digna de un representante
de la Santa Madre Iglesia. Quiero una perfecta formación a la hora
de llegar al monasterio, que se note la importancia de mi visita
—voceó fray Vedasto.
Se
volvió a sentar en el aterciopelado asiento del interior del carro
mientras fuera oía los gritos del capitán ordenando a los hombres
que mantuvieran la formación. Algunos protestaron, pero ante las
amenazas del noble segundón, pronto acataron las órdenes sin
rechistar.
Por
fin llegaron al monasterio donde les esperaban fray Gerardo de Peña
y fray Ramiro, que miraban un poco asustados a la escolta armada del
representante del obispo. Don Leandro de Guijarros dio el alto. A su
señal los soldados se detuvieron en perfecta formación, creando un
pasillo por donde pasaría fray Vedasto. El carruaje se detuvo y de
él bajó el joven fraile que, con aire altivo, esperó a que le
acompañara su escribano. La juventud del representante del obispo
decepcionó al Abad y a fray Ramiro que, pese a cuidarse de no hacer
comentario alguno, no pudieron reprimir una mueca de despecho. Tras
los corteses saludos y buenos deseos entraron en el monasterio,
mientras don Leandro ordenaba montar el campamento.
\`´/
Todavía
a los pies del árbol, los chicos observaban fascinados el mágico
lugar. Buscaron huellas o rastros dejados por el que pasó antes que
ellos, pero sin los conocimientos adecuados, todo les parecía
sospechoso. Pronto comenzaron a discutir sobre lo que eran pistas y
lo que no. Sus voces retumbaban y sonaban como chasquidos que se
perdían entre la bruma. La discusión no les permitió darse cuenta
del silencio que los había envuelto. Hasta que Matías, que
permanecía ajeno a la discusión, los alertó.
—¡Sssh!
Callaos y escuchad.
—No
se oye nada —le respondió Tedesio.
—Eso
es lo raro, que no se oye nada. Antes se oían pájaros, ranas y
otros animales, y ahora todo está silencioso —decía Matías en un
tono cada vez más bajo.
De
repente, de un montón de juncos saltó hacia ellos el terrible león
que andaban persiguiendo, aunque ellos estuvieran convencidos de que
perseguían a un monje. La alerta de su amigo evitó que los cogiera
desprevenidos y a pesar de la ferocidad de su enemigo, tuvieron
tiempo de protegerse del peligro. La formación que habían
conservado durante todo el trayecto les ayudó a no dispersarse ante
el ataque. El único que había conservado la sangre fría para
enfrentarse a su adversario fue Diego que se interpuso, daga en mano,
entre él y sus amigos cubriendo la precipitada retirada de Tedesio y
Matías para dar paso a la incorporación de Gonzalo al lado de
Diego.
Perdido
el factor sorpresa, el león rugió con tal potencia que los hizo
recular asustados.
Diego
volvió a avanzar, sujetando firmemente la daga y, a pesar del miedo
que le producía el monstruo, permaneció ante él. Su instinto de
protección hacia sus amigos le obligaba a aguantar el tipo ante el
león, desafiándolo, estudiándolo y esperando su reacción. El
felino, al no haber causado el efecto deseado, estudiaba su próximo
movimiento. Diego no aguantó la presión y, pretendiendo ser más
rápido que su rival, se abalanzó sobre él. No lo consiguió. El
león se deshizo de él con un manotazo.
Gonzalo,
al ver lo fácilmente que se había deshecho el felino de su amigo,
no se decidía a emprender el ataque y esperó a la defensiva un
nuevo ataque. El león, oliendo quizás su miedo, avanzaba despacio
hacia el chico, mostrándole sus poderosas fauces para mantener ese
nivel de miedo que le impedía reaccionar. Gonzalo aprovechó el
lento avance de su rival para entonar el hechizo que lo transformaría
en oso. El león no se dió cuenta de lo que sucedía hasta que, para
su sorpresa, se encontró ante un oso pardo que lo esperaba apoyado
sobre sus patas traseras.
Ahora
fue el león el que se mostró indeciso ante la inesperada
transformación. Viendo que el felino no atacaba, Gonzalo bajó sus
patas delanteras, buscando más apoyo, y atacó con una de sus
zarpas, pero el león era más ágil y lo pudo esquivar con
facilidad. Poco acostumbrado a su nuevo cuerpo de oso, se movía
torpemente y tras el fallido ataque, se fue de bruces contra el
suelo, quedando a merced del león. Éste no desaprovechó la
oportunidad y se abalanzó sobre el chico. Ambos rodaron por el suelo
en combate cuerpo a cuerpo.
Diego,
al ver la situación intentó levantarse del suelo, pero un punzante
dolor en el costado se lo impidió. Matías si pudo actuar. Corrió
hacía el león que estaba enzarzado con Gonzalo y, aprovechando la
carrera para remontar el vuelo, se transformó en quebrantahuesos. Un
vuelo corto pues buscó el lomo del felino con sus garras extendidas,
pero al estar éste rodando con Gonzalo transformado en oso, fue a
impactar en la espalda de su amigo, empujándolo y enredándose los
dos en un amasijo de pelos y plumas.
Tedesio
también quería ayudar a sus amigos, pero por más que lo intentaba,
su estado de nervios le impedía recitar correctamente el hechizo que
lo transformaría, con lo cual aún se ponía más nervioso y lo
hacía peor. Viendo su incapacidad para transformarse en nada, agarró
su bastón con fuerza y fue a unirse al combate, pero ni siquiera
esto pudo hacer, pues lo detuvo la visión de algo más de una docena
de hombres armados que los miraban con curiosidad.
El
peculiar combate finalizó bruscamente al darse cuenta que estaban
siendo observados. El león no esperó a los acontecimientos y
emprendió la huida internándose en la espesura. Los chicos,
sorprendidos por la inesperada presencia, no hicieron nada para
evitar que su enemigo se perdiese entre la vegetación y observaron
curiosos a aquella gente.
Aquellos
hombres no eran peones reclutados por algún señor, mal vestidos y
peor armados. Pese a no ser gran conocedor de ejércitos y soldados,
Tedesio se dio cuenta que aquello era un ejército regular, todos
vestidos y armados de similar modo. Los que tenía delante iban
provistos de pesadas lanzas y grandes escudos ovalados que ocultaban
parcialmente sus cotas de malla, aunque dejaba entrever la
amenazadora espada corta, pero lo que llamaba su atención eran los
característicos cascos de bronce, con carrilleras para cubrir las
orejas y el cuello. No había visto soldados similares, o quizás sí;
en antiguos grabados y retablos donde se ilustraba la muerte de
Jesucristo, aunque no eran exactamente iguales.
Miró
a su amigo Diego que continuaba caído en el suelo, incapaz de
levantarse, y entonces recordó las conversaciones mantenidas con él,
conversaciones donde le explicaba cómo eran los ejércitos de la
antigua Roma anterior al cristianismo.
Diego,
incrédulo, no daba crédito a sus ojos. Atribuía lo que estaba
viendo a una alucinación producto del golpe recibido. Aquellos eran
soldados romanos, no había duda, pero ¿cómo podía ser? Hacía
siglos que ya no existían tales guerreros. Los romanos permanecían
impasibles, observando a los chicos, en silencio, manteniendo la
formación a la espera de órdenes.
—¿Por
qué no se mueven? —preguntó Tedesio.
—Porque
no están vivos —respondió Matías—. Mirad sus demacradas caras,
sus inexpresivos ojos, sus huesudas manos. Son espectros.
Matías
y Gonzalo, habiendo ya recuperado su forma humana se acercaron,
protectores a Diego, dándose entonces cuenta que otro grupo distinto
se había colocado a sus espaldas. Guerreros carentes de armadura que
protegiera sus momificados cuerpos, con toscas chaquetas reforzadas
con tiras de cuero endurecido, sin mangas dejando a la vista los
brazos con la piel adherida a los huesos. Equipados con pequeños
escudos y lanzas unos, y arco largo otros. Un escuadrón de guerreros
íberos, tan carentes de vida como los romanos, a los que, a pesar de
ir peor preparados, conseguían mantener en guardia.
Los
dos escuadrones se miraban espectantes.
—Sí,
se mueven, ¡cuidado! —gritó Diego al ver que los romanos se
disponían a arrojar sus pesadas lanzas—. ¡Poneos a cubierto!
Pero
el ataque no se llegó a producir, pues de la espesura apareció,
fantasmal e incorpóreo, un jirón de niebla con forma de caballo que
cruzó veloz por delante de ellos, levantando a su paso una espesa
polvareda que rápidamente lo ocultó todo.
Con
la visión impedida, los presentes sólo podían guiarse por el oído.
En las filas de los romanos, una sucesión de pitidos indicaban el
cambio a una formación cerrada y compacta, evitando así la
dispersión de sus miembros. El jefe de los íberos a su vez ordenó,
en su ancestral idioma, la retirada a voz en grito.
Los
chicos permanecían muy juntos y sin moverse por miedo a dispersarse
y perderse. Tampoco hubieran podido ir muy lejos pues una gran red
cayó sobre ellos y antes de darse cuenta se encontraron envueltos en
ella, izados y siendo transportados.
\`´/
Llegaron
al asentamiento íbero. Un conjunto de toscas cabañas construidas
con ramas y barro que les daba un aspecto muy frágil. Los
depositaron en el suelo y les retiraron la red, mientras los
guerreros los vigilaban con desconfianza. De una de las cabañas
salió una chica vestida con una túnica bajo la que se podía
adivinar una juvenil figura. Una capucha ocultaba parcialmente su
rostro que el tiempo había secado y endurecido asemejando su aspecto
al de una estatua.
Los
recibió con los brazos abiertos y sin pronunciar palabra alguna se
sentó en la puerta de la cabaña, pese a no hablar era capaz de
gesticular elocuentemente y con señas los invito a hacer lo mismo
que ella.
—¿Quiénes
sois? y, ¿dónde estamos? —preguntó Tedesio mientras se sentaba
en el suelo.
La
mujer se quitó la capucha, dejando al descubierto su extraña cara
donde, pese a la momificación, se apreciaban sus finos rasgos, con
la rubia melena cayendo en sus hombros y sus ojos verdes observando a
los chicos.
—Tú
eres la chica de los sueños —dijo Tedesio, todavía con los
nervios a flor de piel.
Ella
asintió con suavidad, inclinando levemente la cabeza mientas
entornaba los ojos. Su pelo, pese a que el tiempo lo había vuelto
áspero, ondulaba con cada gesto, como si todavía tuviera la tersura
de siglos atrás. Su terrible aspecto había pasado de causarles
miedo a transmitirles tranquilidad. Quizás porque no había perdido
el brillo de los ojos verdes.
—Yo
tenía razón —dijo Gonzalo, provocando el asombro de sus
compañeros. —No son ahogados como Tedesio creía. El pergamino se
refería a Los Negadores. Estos son los que niegan la muerte y viven
en nuestro mundo cuando debieran vivir en el de los muertos.
—Como
los espectros —añadió Matías.
—Sí,
como espectros, como muertos vivientes o más bien como no muertos.
—Vale,
vale, lo hemos entendido —intervino Diego.
Gonzalo
se disculpó ante la dama, que lejos de parecer molesta, sonreía y
apretaba los resecos labios en una mueca de aprobación ante la
erudición de los chicos.
Dos
hombres trajeron ramas secas, que colocaron despacio,
ceremoniosamente, entre la sacerdotisa y los chicos. De entre los
pliegues, ella sacó una flauta, y con las primeras notas, la leña
comenzó a arder, formando una luminosa hoguera. La luz emitida por
el fuego les hizo darse cuenta que había llegado el crepúsculo.
El
olor del asado que prepararon en la hoguera provocó el rugido de
las tripas de Gonzalo, siendo así el preámbulo a una sabrosa cena.
Había felicidad entre los presentes, pese a no llegar al nivel de
festividad. Quizás los años, siglos más bien, de penurias les
habían hecho olvidar la alegría. Los antiguos íberos, convertidos
ahora en espectrales negadores, conversaban entre ellos en un tono
jovial y, ante la incapacidad de comunicarse con los chicos. se
limitaban a sonreírles e inclinarse respetuosamente ante ellos.
El
hecho de no estar vivos, no los eximía de las tareas rutinarias y
una vez acabada la cena los anfitriones se retiraron, bien a
descansar o bien a montar guardia en las proximidades del campamento,
dejando a los chicos en compañía de la sacerdotisa que retomó la
flauta y volvió a entonar una melodía.
Al
rítmo de la música, la hoguera crepitó y expulsó gruesas chispas
fuera de sí que lejos de caer y apagarse, comenzaron a orbitar
alrededor, como bailarines en una mágica danza del fuego. El baile
tomó la forma de representación teatral, mostrando algo ocurrido
muchos, muchos años atrás, cuando no existían castillos ni
ciudades. El humo se expandió a su alrededor formando un
monocromático decorado, del que ellos se convirtieron en
espectadores privilegiados inmersos en la propia representación.
Una
pequeña aldea perdida entre los bosques, rodeada de montañas, donde
se sobrevive como les enseñaron sus padres y los padres de sus
padres. Los jóvenes y los viejos trabajan la tierra con sus propias
manos, con la única ayuda de algunas herramientas. Los hombres
cuidando de los animales, principalmente ovejas y cabras. Algún
artesano que trabaja la piel, la piedra y hasta el hierro. Una vida
dura con alegrías y amarguras, con riñas y alguna fiesta, pero
sobre todo mucho trabajo, tareas que comienzan antes que aparezca el
todopoderoso sol y que acaban cuando la ausencia de luz imposibilita
su continuación.
De
más allá de las montañas, tan lejos que solamente los ríos se
atreven a ir, vino un día un viajero. Perdido y claramente agotado
fue acogido por los lugareños que, con hospitalidad le
proporcionaron alimento y un techo bajo el que descansar. El viajero
pese a no hablar su lengua, consiguió hacerse entender, merced a un
dialecto similar que también conocía. Les dijo que viajaba rumbo a
un gran pueblo pero que la falta de caminos le había hecho desviarse
de su ruta y tras vagar por los montes y bosques tuvo la suerte de
encontrar este lugar.
Como
agradecimiento por su hospitalidad, les dijo que por una cierta
cantidad de oro podía conseguir que se convirtieran en vasallos del
gran pueblo y combatir al lado de éste como sus aliados y así este
gran pueblo a su vez los protegería de sus enemigos.
Rechazaron
la oferta del extraño, el cual, presuntuoso como era, lo tomó como
una ofensa y entre amenazas se marchó rio abajo. En el recuerdo de
las gentes del poblado quedó aquel hombre, cuya locura dejaba un
rastro de desgracias por donde pasaba.
El
tiempo pasó, los días se alargaron y las cosechas se recogieron. Un
pastor advirtió que un grupo de hombres fuertemente armados viajaban
a buen paso rumbo al pueblo, y no eran de ninguna tribu rival con
ganas de saqueo.
—Romanos.
Mirad sus armaduras. Son legionarios romanos —comentó Diego,
cuando vio que las chispas se habían transformado en figuras ígneas,
que representaban a una formación de soldados ascendiendo por la
montaña.
—No
la interrumpas —le criticó Gonzalo— déjala que siga.
La
chica tenía gran capacidad de concentración y los comentarios de
los chicos no parecían distraerla, por lo que continuaba tocando la
flauta y haciendo que el fuego tomara la forma adecuada para la
representación, desde múltiples chisporroteantes lucecitas a
compactas llamaradas.
Los
romanos se pararon en el límite de la aldea y el viajero, que tiempo
atrás había aparecido por allí, surgió de entre los soldados y
tras adelantarse exigió entre amenazas la sumisión incondicional de
los que allí habitaban.
Ellos
se negaron a someterse y conminaron a los invasores a marcharse por
donde habían venido. El viajero mostró airadamente su enfado y
ordenó a las tropas arrasar la aldea. No tuvo tiempo de concluir la
orden. De algún matorral cercano surgió una certera flecha, que se
clavó en su cuello convirtiendo sus palabras en un ininteligible
gorgoteo y al poco cayó muerto.
Los
romanos atacaron inmediatamente, encontrándose de frente con un
pequeño grupo de valientes guerreros locales que los retuvieron el
tiempo suficiente para que el resto de la aldea huyera hacia las
montañas. Los soldados extranjeros eran muy superiores a los
guerreros íberos y rápidamente se deshicieron de ellos,
persiguiendo a los aldeanos hasta la caverna donde habían buscado
refugio.
—¡Mirad!
Es el busto de la “Gran Dama” —gritó Matías, emocionado al
ver la estatua que protegía la entrada al refugio.
—Pero
si estaba fuera de la montaña, ¿por qué ahora está dentro? ¿Qué
ocurrió? —preguntó Tedesio con curiosidad.
—¡Callad
y observad! Ahora nos enteraremos —dijo Gonzalo, molesto por las
interrupciones.
Los
romanos, impresionados por la gran estatua que, a la sombra de dos
viejos árboles, les franqueaba el paso, detuvieron su avance. Los
aldeanos habían cerrado las puertas de entrada tras ellos,
impidiendo la entrada a los invasores que, por más que lo
intentaron, fueron incapaces de abrir las pesadas puertas de piedra,
así que montaron el campamento a los pies de la montaña y esperaron
a que el hambre y la desesperación hiciera salir a los aldeanos de
su escondrijo. Una clásica táctica de asedio.
Lo
que los romanos no podían saber era que la gran caverna, que había
en el interior de la montaña era un pequeño santuario repleto de
vida, un vergel donde la vida crecía y se desarrollaba como si
estuviera en un gran espacio abierto. Ese era el gran secreto de los
lugareños, la capacidad de invocar a la magia, magia capaz de
vulnerar la propias leyes de la naturaleza y alterar el entorno,
adaptándolo a sus propias necesidades. Jamás sucumbirían de hambre
y no saldrían hasta que los invasores se hubieran marchado.
Al
jefe de los romanos, ignorante de la verdad, se le ocurrió que en la
montaña podía haber otra salida por donde huir y no esperó. Ordenó
talar los dos árboles y construir con ellos un monstruo de madera y
cuerdas, capaz de derribar las grandes puertas de piedra y así dar
caza a los fugitivos.
—Usaron
dos árboles para fabricar un ariete. Sin duda las puertas eran muy
resistentes para necesitar semejante artefacto. —comentó Diego,
versado en tácticas militares.
Gonzalo
se había sumergido en la historia y desesperado por las
interrupciones, chistó con fuerza consiguiendo que su amigo se
callara.
La
magia de los barbaros les permitía ser plenamente conscientes de lo
que tramaban los asaltantes. Realizaron un ritual para defender el
sagrado santuario del ataque, desplegando su gran capacidad mágica.
La
maquina-ariete estaba preparada y sin tardanza comenzaron a golpear
las puertas de piedra. Cada golpe sonaba como si la propia tierra
gritara. Las pétreas puertas se agrietaron y como un reflejo
aumentado de la propia grieta, la montaña se resquebrajó,
doblándose sobre sí misma, partiéndose y cayendo en un intento de
sepultar a los asaltantes, pero estos eran tenaces y en vez de huir a
tierras más seguras, sobrepasaron las caídas puertas entrando en el
santuario y el resultado fue que ambos bandos quedaron sepultados en
el corazón de la montaña.
Así
como los romanos habían fijado su campamento, cerca además de la
única salida, los íberos lo cambiaban de lugar periódicamente, lo
que añadido al camuflaje mágico, imposibilitaba su localización.
Aprovechando la espesura del lugar, los bárbaros emboscaban a los
invasores que intentaban en vano encontrarlos.
Durante
mucho tiempo estuvieron acechándose, cazándose, huyendo,
persiguiéndose y realizando escaramuzas por parte de uno y otro
bando. Los romanos, testarudos, no pensaban marcharse sin derrotar a
aquellos insignificantes bárbaros los cuales, pese a conocer el
terreno y tener la ventaja de usar artes arcanas, no podían expulsar
a los invasores, mejor armados, mejores guerreros y mejores
estrategas que ellos. Pasaron muchos días, muchas estaciones, en
aquel lugar era imposible saber cuántas. El frondoso vergel se tornó
en un oscuro y deprimente pantano. La niebla lo invadió todo con su
inquietante movimiento. Los árboles, charcas, riachuelos y
montículos cambiaban de lugar como si jugaran a despistar a aquellos
humanos, que habían perdido el sentido del tiempo y el espacio,
quedándose atrapados en aquel maldito lugar.
—El
Ejército de las Tinieblas y el Ejército de la Penumbra enfrentados
por los tiempos de los tiempos —dijo Gonzalo que miraba hipnotizado
la danzante hoguera.
La
música se convirtió en un repetitivo sonsonete que fue bajando en
intensidad, volviendo el fuego a su estado normal y poco a poco se
fue consumiendo hasta que solamente quedaron unas humeantes brasas.
La chica visiblemente cansada, respiraba con largas inspiraciones y
lentas expiraciones, demostrando el esfuerzo realizado para contar la
historia.
—Por
distintos motivos, los ejércitos están igualados. Mientras se
mantenga el equilibrio ningún bando puede abandonar este lugar, y
ahora ni siquiera conocen dónde está la salida —dedujo Tedesio en
voz alta—. Ni siquiera ellos saben el tiempo que ha pasado y creo
que tampoco se han dado cuenta que se han convertido en negadores, de
los que la propia muerte ha renegado. Ahora viven atrapados en
decrépitos cuerpos a los que solamente la magia mantiene en pie.
La
chica les cogió las manos y por gestos les indicó que ellos eran
los encargados de romper el equilibrio entre ambos bandos.
—Somos
monjes, no guerreros —advirtió Matías—. Quizás Diego y Gonzalo
os puedan ayudar, ellos saben luchar pero Tedesio y yo no manejamos
bien las armas.
—Sí,
la pelea con el león fue un desastre. Mejor hubiera sido que no
hubieses intervenido, porque casi nos mata. —le recriminó Gonzalo.
—Pues
tú tampoco pudiste con él —dijo Diego.
—Eh,
chicos, no discutáis. Todos lo hicimos mal. Diego no tenía que
haberse enfrentado solo. Gonzalo se dejó vencer por el miedo y no
reaccionó lo suficientemente rápido. Matías atacó sin precisión
y lo único que consiguió fue empeorar la situación y yo estaba tan
nervioso que no conseguía transformarme. Suerte que aparecieron los
romanos, sino ese león habría acabado con nosotros. En una batalla
cada uno tiene su trabajo y confía que sus compañeros hagan el suyo
igual de bien. Caballeros, lanceros, arqueros y estrategas son piezas
imprescindibles para la victoria. Ella puede enseñarnos a mejorar
nuestras habilidades y puede que no os interese ayudar a esta gente,
pero incluso pensando en vosotros mismos os daréis cuenta que sois
presas fáciles del león y él no creo que se rinda.
—¡Eh!
Nadie ha dicho que no queramos ayudarlos —protestó Gonzalo.
—Por
si no me habéis entendido, yo quiero ayudarlos, pero no sé cómo
—dijo Matías.
Tedesio
buscó con la mirada los ojos de Diego y, mirándole fijamente le
preguntó su opinión.
—¿Y
tú?
—Esta
vez has dicho algo muy sensato y creo que podemos ser decisivos en
esta guerra. Veo que algunos ya han elegido bando y no sé qué os
motiva, pero tampoco me importa. Sabed que luego no podréis cambiar,
no me gustan los traidores. Como dice Tedesio, sin mí estaríais
perdidos y mi lealtad está con mis amigos.
Sigue en: 12 - Las tinieblas y la penumbra
Sigue en: 12 - Las tinieblas y la penumbra
Un
relato de magia
ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973
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