sábado, 10 de noviembre de 2018

Un relato de magia ancestral - 1 - La caza del águila

Cuando salió por la puerta de la torre en la que se encontraba el campanario, una ráfaga de viento gélido, azotó su rostro. La impaciencia atenazaba todo su ser. El aire helado, a pesar de estar acabando el crudo invierno, sólo le convenció de lo que más deseaba.
Tan rápido corrió hacia la cornisa que tropezó con el pedestal de la colosal cruz de piedra, que servía de vigía en el borde de la pequeña muralla de la torre. A pesar del dolor que le atenazaba el tobillo, a causa del traspiés, continuó su carrera hacia el borde. Cuando llegó al límite del campanario, se detuvo y recuperó el resuello mientras miraba el paisaje, tenuemente iluminado por los primeros rayos de sol.
Desde su posición se podía ver, con un simple vistazo, las montañas, riscos y cumbres de la cadena montañosa en que estaba situado el monasterio. Se preguntaba por qué lo habían construido en un lugar tan alejado de cualquier pueblo, pero no se entretuvo mucho en ese pensamiento, pues no disponía de tiempo para divagaciones.
Mientras el viento matinal agitaba su túnica, extendió los brazos formando una cruz con su cuerpo, como una sombra del gran crucifijo de piedra. A continuación entonó un suave canturreo, y antes de concluir la última frase, saltó por encima del muro que hacía las veces de barandilla. Sin abandonar la posición antes adoptada, comenzó a caer y caer. Su velocidad aumentaba más y más por cada metro menos que le separaba del fondo del barranco.
Tras haber recorrido varios metros de caída libre, concluyó su cántico. Un punzante frescor recorrió todo su cuerpo, provocado por la ausencia de su cálida túnica, así como el resto de sus ropas. Sus brazos desnudos, todavía abiertos en cruz, se llenaron de plumas, anchas y largas en los dedos y más cortas a medida que el brazo se aproximaba al cuerpo. Como si fueran los pliegues de su túnica ondeando al viento, comenzó a sentir el movimiento del plumón que cubría su torso y cuello. Como una continuación del escalofrío, sus huesos se transformaron, cambiando los brazos en alas, las piernas en patas y los pies en garras. Su vista mejoraba hacia límites insospechados, llegando a ver las pequeñas liebres que saltaban entre los nevados riscos de las laderas de las montañas, su nariz se alargaba y su mentón se encogía transformándose en un robusto pico, ligeramente ganchudo en el extremo.
Con un suave movimiento de su cola, la propia corriente de aire hizo que ganara altura y con dos enérgicos impulsos de sus alas se dirigió a las nevadas cumbres.
El muchacho, transformado ahora en una gran águila imperial de bello y majestuoso vuelo, surcaba los aires sin rumbo fijo. Su único objetivo era disfrutar de la sensación de libertad que da planear por encima de las nevadas montañas, dejándose guiar solamente por las heladas ráfagas de viento.
Con un rápido vuelo planeó por encima del monasterio. Desde su posición se podía observar perfectamente la disposición del edificio, con su claustro anexo y algunas pequeñas construcciones como el establo y un par de almacenes. La alta torre estaba separada del edificio principal y formaba esquina con el claustro, justo al borde del barranco, guardando un precario equilibrio con éste. También podía ver los cultivos cercanos al monasterio y más allá los árboles y las majestuosas montañas.
Al girar la cabeza su vista se fijó en un conejo que comía distraídamente los jóvenes cogollos de las cebollas, que estaban cultivando en las inmediaciones del monasterio. No podía apartar la vista del animal, mientras planeaba entre las frías corrientes de aire matutino. El pico se le humedeció y una gota de saliva se le congeló rápidamente en la punta. Con un rápido movimiento se sacudió la gota congelada. Plegó las alas dando a su cuerpo una forma más aerodinámica y bajó en picado hacia el huerto. La sensación de caída libre, de velocidad, y la emoción de la caza, hacía que su corazón latiera muy deprisa.
Cuando se encontró a varios metros del conejo, extendió sus garras afiladas, volvió a desplegar las alas, consiguiendo así más estabilidad. Planeó casi a ras del suelo, tan cerca que las hojas de las cebollas se agitaban a su paso. Al ruido de las plantas el conejo giró la cabeza y sólo le dio tiempo a ver, estupefacto, cómo una enorme águila lo atrapaba entre sus poderosas garras. El águila ganó altura. El conejo intentaba en vano zafarse de las mortales uñas, que se le clavaban cada vez más hasta que las fuerzas le abandonaron.
Posada en un risco el águila degustó la carne de su presa, que las cumbres comenzaban a enfriar rápidamente. Cuando sólo quedó unos pocos sanguinolentos huesos cubiertos por pelos, regresó al monasterio, disfrutando de un placentero vuelo sobre el nevado valle.

Oculto tras la colosal cruz de piedra, alguien contemplaba como un águila cazaba un conejo en los huertos de cebollas.
Ese conejo no esperaba que un águila cazase tan temprano. Ja, estúpido animal —murmuraba para sí el que acechaba en lo alto de la torre.
Cuando el águila se alejó para degustar su bocado, él decidió prepararse para su regreso. Se agazapó tras el pedestal, enrollándose con sus ropas, hasta parecer un viejo saco que se amontonaba entre los trastos apilados en el campanario.
Comprobó que tenía a mano la maza, dio un par de golpes rápidos al aire para desentumecer los brazos y comprobar la estabilidad del arma, y esperó pacientemente.

El muchacho transformado en águila mantenía una lucha interior. Una parte de sí no quería abandonar esa sensación de libertad, de paz y la emoción del vuelo. Otra parte más prudente y cabal le decía que la transformación podía acabarse y que tenía que regresar al monasterio.
El águila agitó sus alas un par de veces para darse el impulso final que le permitiría llegar hasta la torre del campanario. Mentalmente calculó la distancia que le separaba de la cornisa y comenzó a emitir un murmullo, como un gorgojeo que modulaba abriendo y cerrando el pico. Una sucesiva serie de aleteos lo estabilizó en el borde del campanario. El aterrizaje había sido perfecto.
Se dirigió a la gran cruz de piedra, a largos saltos pues la salmodia llegaba a su fin. Emitió un graznido y saltó de la barandilla de piedra a la empedrada terraza de la torre del campanario.
En el corto trayecto del murete a la terraza, el águila se transformó. La aerodinámica forma del animal, se ensanchó y agrandó. Las patas se alargaron. Las manos brotaron del final de las alas. La cabeza se humanizó, aunque conservó el pico. Era una figura a medio camino entre águila y hombre. Conservaba la estatura y corpulencia de un hombre y varios rasgos de águila. Pico en vez de boca, garras en vez de pies y los brazos cubiertos de plumas como si fueran una chaqueta con flecos. Todavía no tenía ropas pero el plumón protegía su cuerpo.

El que estaba esperando el regreso del águila, por fin había conseguido librarse del maldito enredo que se había formado con sus ropajes. Tal y como había ensayado, el golpe de la maza fue certero, y hubiera sido mortal si hubiera impactado en la cabeza. El enredo había retrasado su ataque y el águila ya no era tal. Donde debería estar la cabeza del animal ahora estaba el hombro del híbrido.
El hombre-águila lanzó un chillido de dolor al tiempo que su agresor maldecía su fallido ataque. Sin pensárselo dos veces el agresor lanzó otro golpe a la cabeza de su víctima, pero ésta consiguió protegerse con su emplumado brazo, y el golpe desprendió una multitud de plumas que revolotearon alrededor de los combatientes.
Este segundo golpe tuvo menos efecto que el primer, pero aún así fue lo suficientemente contundente como para inutilizar su brazo.
El muchacho empujó a su agresor con su brazo sano, apartándoselo de encima y haciéndole perder el equilibrio. El hombre trastabilló hacia atrás cayendo al suelo. Le había sorprendido la fuerza y el ímpetu de su víctima.
El miedo, la adrenalina o su rapaz instinto cazador le hicieron contraatacar. Aprovechando que su rival estaba en el suelo le lanzó un rápido picotazo a la cara, picotazo que a duras penas pudo esquivar, rodando hacia la maza, que se le había escapado de las manos. Aun así el picotazo le alcanzó en la espalda, rasgándole la ropa y produciéndole un profundo corte en ella.
El muchacho saltó hacia su agresor para inmovilizarlo con sus férreas garras y atestarle otro poderoso picotazo, pero su brazo herido le restó precisión y velocidad. El hombre volvió a rodar para esquivar las garras y alcanzó la maza. El chico decidió no dar tiempo a su agresor a reponerse y volvió a saltar sobre él, pero su atacante había recuperado su maza y debido a la distancia que separaba a ambos combatientes, optó por lanzársela para evitar así el segundo salto del hombre-águila.
La maza alcanzó a su víctima en pleno salto, impactando en el ya herido. El muchacho lanzó otro graznido de dolor y cayó hacia atrás entre un revuelo de plumas.
El malestar era tal que le impedía pensar con claridad. No se atrevía a mover el brazo y lo mantuvo todo lo rígido que pudo en un intento de aliviar el dolor. Torpemente consiguió levantarse.
Cuando levantó la mirada, se encontró a su agresor cargando hacia él con las manos por delante. El aturdimiento le impidió reaccionar con rapidez y lo único que consiguió fue protegerse con su brazo sano. Pero este nuevo ataque no era un golpe, si no un empujón, empujón que lo obligó a retroceder bruscamente, haciéndolo tropezar con el murete y cayendo al vacío desde lo alto de la torre.
El muchacho caía sin control. Su inutilizado brazo le impedía estabilizarse y tras una rápida caída, impactó fatalmente contra la rocosa base de la torre, tras lo cual rodó dando tumbos por la ladera del barranco hasta el fondo quedando su recuperada forma humana en una grotesca posición.
Muchacho, ahora el secreto ya está a salvo. Un secreto está mejor guardado cuantas menos personas sepan de él, —comentaba el fatigado asesino mientras contemplaba la incontrolada caída del chico hacia el fondo del barranco.

Sigue en:  2 - Tedesio llega al monasterio
Un relato de magia ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973

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