Cuando
salió por la puerta de la torre en la que se encontraba el
campanario, una ráfaga de viento gélido, azotó su rostro. La
impaciencia atenazaba todo su ser. El aire helado, a pesar de estar
acabando el crudo invierno, sólo le convenció de lo que más
deseaba.
Tan
rápido corrió hacia la cornisa que tropezó con el pedestal de la
colosal cruz de piedra, que servía de vigía en el borde de la
pequeña muralla de la torre. A pesar del dolor que le atenazaba el
tobillo, a causa del traspiés, continuó su carrera hacia el borde.
Cuando llegó al límite del campanario, se detuvo y recuperó el
resuello mientras miraba el paisaje, tenuemente iluminado por los
primeros rayos de sol.
Desde
su posición se podía ver, con un simple vistazo, las montañas,
riscos y cumbres de la cadena montañosa en que estaba situado el
monasterio. Se preguntaba por qué lo habían construido en un lugar
tan alejado de cualquier pueblo, pero no se entretuvo mucho en ese
pensamiento, pues no disponía de tiempo para divagaciones.
Mientras
el viento matinal agitaba su túnica, extendió los brazos formando
una cruz con su cuerpo, como una sombra del gran crucifijo de piedra.
A continuación entonó un suave canturreo, y antes de concluir la
última frase, saltó por encima del muro que hacía las veces de
barandilla. Sin abandonar la posición antes adoptada, comenzó a
caer y caer. Su velocidad aumentaba más y más por cada metro menos
que le separaba del fondo del barranco.
Tras
haber recorrido varios metros de caída libre, concluyó su cántico.
Un punzante frescor recorrió todo su cuerpo, provocado por la
ausencia de su cálida túnica, así como el resto de sus ropas. Sus
brazos desnudos, todavía abiertos en cruz, se llenaron de plumas,
anchas y largas en los dedos y más cortas a medida que el brazo se
aproximaba al cuerpo. Como si fueran los pliegues de su túnica
ondeando al viento, comenzó a sentir el movimiento del plumón que
cubría su torso y cuello. Como una continuación del escalofrío,
sus huesos se transformaron, cambiando los brazos en alas, las
piernas en patas y los pies en garras. Su vista mejoraba hacia
límites insospechados, llegando a ver las pequeñas liebres que
saltaban entre los nevados riscos de las laderas de las montañas, su
nariz se alargaba y su mentón se encogía transformándose en un
robusto pico, ligeramente ganchudo en el extremo.
Con
un suave movimiento de su cola, la propia corriente de aire hizo que
ganara altura y con dos enérgicos impulsos de sus alas se dirigió a
las nevadas cumbres.
El
muchacho, transformado ahora en una gran águila imperial de bello y
majestuoso vuelo, surcaba los aires sin rumbo fijo. Su único
objetivo era disfrutar de la sensación de libertad que da planear
por encima de las nevadas montañas, dejándose guiar solamente por
las heladas ráfagas de viento.
Con
un rápido vuelo planeó por encima del monasterio. Desde su posición
se podía observar perfectamente la disposición del edificio, con su
claustro anexo y algunas pequeñas construcciones como el establo y
un par de almacenes. La alta torre estaba separada del edificio
principal y formaba esquina con el claustro, justo al borde del
barranco, guardando un precario equilibrio con éste. También podía
ver los cultivos cercanos al monasterio y más allá los árboles y
las majestuosas montañas.
Al
girar la cabeza su vista se fijó en un conejo que comía
distraídamente los jóvenes cogollos de las cebollas, que estaban
cultivando en las inmediaciones del monasterio. No podía apartar la
vista del animal, mientras planeaba entre las frías corrientes de
aire matutino. El pico se le humedeció y una gota de saliva se le
congeló rápidamente en la punta. Con un rápido movimiento se
sacudió la gota congelada. Plegó las alas dando a su cuerpo una
forma más aerodinámica y bajó en picado hacia el huerto. La
sensación de caída libre, de velocidad, y la emoción de la caza,
hacía que su corazón latiera muy deprisa.
Cuando
se encontró a varios metros del conejo, extendió sus garras
afiladas, volvió a desplegar las alas, consiguiendo así más
estabilidad. Planeó casi a ras del suelo, tan cerca que las hojas de
las cebollas se agitaban a su paso. Al ruido de las plantas el conejo
giró la cabeza y sólo le dio tiempo a ver, estupefacto, cómo una
enorme águila lo atrapaba entre sus poderosas garras. El águila
ganó altura. El conejo intentaba en vano zafarse de las mortales
uñas, que se le clavaban cada vez más hasta que las fuerzas le
abandonaron.
Posada
en un risco el águila degustó la carne de su presa, que las cumbres
comenzaban a enfriar rápidamente. Cuando sólo quedó unos pocos
sanguinolentos huesos cubiertos por pelos, regresó al monasterio,
disfrutando de un placentero vuelo sobre el nevado valle.
Oculto
tras la colosal cruz de piedra, alguien contemplaba como un águila
cazaba un conejo en los huertos de cebollas.
—Ese
conejo no esperaba que un águila cazase tan temprano. Ja, estúpido
animal —murmuraba para sí el que acechaba en lo alto de la torre.
Cuando
el águila se alejó para degustar su bocado, él decidió prepararse
para su regreso. Se agazapó tras el pedestal, enrollándose con sus
ropas, hasta parecer un viejo saco que se amontonaba entre los
trastos apilados en el campanario.
Comprobó
que tenía a mano la maza, dio un par de golpes rápidos al aire para
desentumecer los brazos y comprobar la estabilidad del arma, y esperó
pacientemente.
El
muchacho transformado en águila mantenía una lucha interior. Una
parte de sí no quería abandonar esa sensación de libertad, de paz
y la emoción del vuelo. Otra parte más prudente y cabal le decía
que la transformación podía acabarse y que tenía que regresar al
monasterio.
El
águila agitó sus alas un par de veces para darse el impulso final
que le permitiría llegar hasta la torre del campanario. Mentalmente
calculó la distancia que le separaba de la cornisa y comenzó a
emitir un murmullo, como un gorgojeo que modulaba abriendo y cerrando
el pico. Una sucesiva serie de aleteos lo estabilizó en el borde del
campanario. El aterrizaje había sido perfecto.
Se
dirigió a la gran cruz de piedra, a largos saltos pues la salmodia
llegaba a su fin. Emitió un graznido y saltó de la barandilla de
piedra a la empedrada terraza de la torre del campanario.
En
el corto trayecto del murete a la terraza, el águila se transformó.
La aerodinámica forma del animal, se ensanchó y agrandó. Las patas
se alargaron. Las manos brotaron del final de las alas. La cabeza se
humanizó, aunque conservó el pico. Era una figura a medio camino
entre águila y hombre. Conservaba la estatura y corpulencia de un
hombre y varios rasgos de águila. Pico en vez de boca, garras en vez
de pies y los brazos cubiertos de plumas como si fueran una chaqueta
con flecos. Todavía no tenía ropas pero el plumón protegía su
cuerpo.
El
que estaba esperando el regreso del águila, por fin había
conseguido librarse del maldito enredo que se había formado con sus
ropajes. Tal y como había ensayado, el golpe de la maza fue certero,
y hubiera sido mortal si hubiera impactado en la cabeza. El enredo
había retrasado su ataque y el águila ya no era tal. Donde debería
estar la cabeza del animal ahora estaba el hombro del híbrido.
El
hombre-águila lanzó un chillido de dolor al tiempo que su agresor
maldecía su fallido ataque. Sin pensárselo dos veces el agresor
lanzó otro golpe a la cabeza de su víctima, pero ésta consiguió
protegerse con su emplumado brazo, y el golpe desprendió una
multitud de plumas que revolotearon alrededor de los combatientes.
Este
segundo golpe tuvo menos efecto que el primer, pero aún así fue lo
suficientemente contundente como para inutilizar su brazo.
El
muchacho empujó a su agresor con su brazo sano, apartándoselo de
encima y haciéndole perder el equilibrio. El hombre trastabilló
hacia atrás cayendo al suelo. Le había sorprendido la fuerza y el
ímpetu de su víctima.
El
miedo, la adrenalina o su rapaz instinto cazador le hicieron
contraatacar. Aprovechando que su rival estaba en el suelo le lanzó
un rápido picotazo a la cara, picotazo que a duras penas pudo
esquivar, rodando hacia la maza, que se le había escapado de las
manos. Aun así el picotazo le alcanzó en la espalda, rasgándole la
ropa y produciéndole un profundo corte en ella.
El
muchacho saltó hacia su agresor para inmovilizarlo con sus férreas
garras y atestarle otro poderoso picotazo, pero su brazo herido le
restó precisión y velocidad. El hombre volvió a rodar para
esquivar las garras y alcanzó la maza. El chico decidió no dar
tiempo a su agresor a reponerse y volvió a saltar sobre él, pero su
atacante había recuperado su maza y debido a la distancia que
separaba a ambos combatientes, optó por lanzársela para evitar así
el segundo salto del hombre-águila.
La
maza alcanzó a su víctima en pleno salto, impactando en el ya
herido. El muchacho lanzó otro graznido de dolor y cayó hacia atrás
entre un revuelo de plumas.
El
malestar era tal que le impedía pensar con claridad. No se atrevía
a mover el brazo y lo mantuvo todo lo rígido que pudo en un intento
de aliviar el dolor. Torpemente consiguió levantarse.
Cuando
levantó la mirada, se encontró a su agresor cargando hacia él con
las manos por delante. El aturdimiento le impidió reaccionar con
rapidez y lo único que consiguió fue protegerse con su brazo sano.
Pero este nuevo ataque no era un golpe, si no un empujón, empujón
que lo obligó a retroceder bruscamente, haciéndolo tropezar con el
murete y cayendo al vacío desde lo alto de la torre.
El
muchacho caía sin control. Su inutilizado brazo le impedía
estabilizarse y tras una rápida caída, impactó fatalmente contra
la rocosa base de la torre, tras lo cual rodó dando tumbos por la
ladera del barranco hasta el fondo quedando su recuperada forma
humana en una grotesca posición.
—Muchacho,
ahora el secreto ya está a salvo. Un secreto está mejor guardado
cuantas menos personas sepan de él, —comentaba el fatigado asesino
mientras contemplaba la incontrolada caída del chico hacia el fondo
del barranco.
Sigue en: 2 - Tedesio llega al monasterio
Sigue en: 2 - Tedesio llega al monasterio
Un
relato de magia
ancestral. Autor: Gregorio Sánchez Ceresola.
Registro de la Propiedad Intelectual: Asiento 09/2009/1973
No hay comentarios:
Publicar un comentario